El lugar de los poetas
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El lugar de los poetas

Un ensayo sobre estética y política

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El lugar de los poetas

Un ensayo sobre estética y política

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En las situaciones de crisis de régimen, cuando las convicciones más sólidas se erosionan, es posible ver y pensar lo que de ordinario nos resulta invisible; no es de extrañar, pues, que sea entonces cuando la filosofía cobre un papel especialmente destacado. Son estos los momentos en los que es posible ver hasta qué punto hay grandes batallas (teóricas y políticas) que se libran en ese espacio misterioso –"el lugar de los poetas"– donde se ponen las palabras a las cosas.La reflexión respecto al problema del poder que emana del nombrar ha cobrado en las últimas décadas la forma de una reflexión sobre el populismo o sobre los significantes vacíos. Sin embargo, este es ya el meollo de la Crítica del juicio de Kant; a partir de ahí, el problema ha ido ocupando de un modo creciente el corazón mismo de la historia de la filosofía: Schiller, todo el Romanticismo, Nietzsche, Freud e incluso los principales autores marxistas del siglo xx que, de un modo u otro, se vieron obligados a desplazar el centro de sus investigaciones hacia el terreno de la estética.El lugar de los poetas pretende ser un recorrido crítico y ameno por ese hilo conductor que recorre secretamente la historia de la filosofía al menos desde la Ilustración y que, sin embargo, sólo aflora en situaciones excepcionales.

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Información

Año
2017
ISBN
9788446044215
CAPÍTULO III
La restitución del lugar de los poetas
INTRODUCCIÓN
En el capítulo anterior nos hemos encontrado con la apertura de una brecha cada vez más profunda entre sensibilidad y razón. En lo relativo al orden teórico, esto se ha expresado en la escisión radical entre intuición y concepto. En lo relativo al orden práctico, esa escisión se ha expresado como brecha entre inclinaciones y deber o entre deseo y ley. Escisión que, en definitiva, se traduce en un abismo insalvable entre felicidad y virtud.
Kant centra la tercera de las críticas (la Crítica del juicio) en la necesidad de buscar el enlace entre elementos escindidos de un modo tan radical y, por algún motivo que de momento no conocemos, esa investigación cobra la forma de un tratado sobre el arte y la belleza. Esta necesidad no siempre se ha entendido lo suficiente. Tras construir en la Crítica de la razón pura la arquitectura imponente de los usos legítimos de la razón en el orden teórico, y tras construir en la Crítica de la razón práctica, de un modo igualmente majestuoso, la arquitectura del imperio de la razón pura en el orden práctico, nos encontramos con que el cierre del sistema crítico tiene lugar en una obra más precaria y, en apariencia, menos concluyente. Una obra que ni siquiera estaba prevista en el diseño original del sistema crítico y que, en un primer momento, fue pensada como una crítica del gusto. Finalmente vio la luz como Crítica del juicio, cuya primera parte (la más extensa de las dos) constituye una «crítica del juicio estético».
Por qué y en qué medida las imponentes construcciones de la razón teórica y la razón práctica terminan remitiendo a las arenas movedizas del gusto, el arte y la belleza, es algo que, de momento, constituye un misterio para nosotros. De hecho, se trata del misterio fundamental en el que va a centrarse este libro a partir de aquí y trataremos de desentrañarlo poco a poco.
De momento, es inevitable cierto desconcierto al descubrir que, cuando se trata de buscar esa desconocida raíz común que ha de unir sensibilidad y entendimiento[1], cuando se trata de pensar la posibilidad del enlace entre los polos que han ido quedando escindidos (y que en último término remiten a la brecha entre sensibilidad y razón o entre naturaleza y libertad); cuando se trata de pensar cómo es posible que encajen de un modo objetivamente apropiado elementos tan heterogéneos como materia y forma o intuición y concepto, entonces nos encontramos ante una crítica cuya primera parte es una crítica del juicio estético (qué decimos cuando decimos que algo es bello y qué decimos cuando decimos que algo es sublime) y cuya segunda parte es una crítica del juicio teleológico.
En definitiva, cuando se ponen en común todos los intereses de la razón humana (tanto los especulativos como los prácticos), nos encontramos con que a la pregunta «¿qué puedo saber?» se ha dado una respuesta contundente y clara en la Crítica de la razón pura. La pregunta «¿qué debo hacer?» también ha sido contestada con toda claridad en la Crítica de la razón práctica. Pero resulta más difícil entender siquiera a qué se refiere la pregunta «¿qué puedo esperar?»[2].
En lo que respecta a los problemas que nos van a ocupar aquí, nos centraremos ante todo en la cuestión de la belleza. Pero, de momento, debemos limitarnos a llamar la atención sobre un hecho, en principio, bastante desconcertante: cuando se trata de pensar la exigencia de algún tipo de objetividad en esa operación que consiste en enlazar elementos de naturaleza tan heterogénea como naturaleza y razón, o intuición y concepto, Kant decide escribir, como decimos, un tratado de estética que comienza con una analítica de la belleza.
Cómo afecte esto a la solidez de los imponentes edificios levantados en el orden teórico y en el orden práctico es precisamente lo que tendremos que ir viendo a lo largo de este capítulo. En cualquier caso, aunque no vayamos a hacernos cargo plenamente del asunto hasta el final de este capítulo, sí podemos adelantar que, a partir de aquí, el problema se va a centrar en pensar hasta qué punto tanto el orden teórico como el orden práctico reposan en gran medida sobre ese misterioso lugar en el que se ponen las palabras a las cosas, donde se buscan formas para la materia y normas para el mundo, ese lugar misterioso, de origen insondable, al que denominamos «el lugar de los poetas».
PRIMERA APROXIMACIÓN A ALGUNOS CONCEPTOS CLAVE DE LA CRÍTICA DEL JUICIO
A partir de este momento, ya no abandonaremos ese espacio que se sitúa en la brecha abierta entre naturaleza y libertad, intuición y concepto, mundo y logos, cosas y palabras, deseo y norma, inclinación y deber o felicidad y virtud. Ese lugar, «el lugar de los poetas», resulta ser, a la vez, el lugar del arte y la belleza. Todavía estamos lejos de entender el misterio insondable que se esconde en ese lugar y, desde luego, estamos muy lejos de entender las implicaciones que tiene ese misterio tanto desde el punto de vista teórico como práctico.
De hecho, la Crítica del juicio la retomaremos (permitiéndonos la licencia del anacronismo) cuando tengamos que articular algún tipo de respuesta posible al planteamiento de Nietzsche (que no caiga, a su vez, en algún tipo de recuperación del racionalismo pre-crítico, aunque sea de un modo disimulado).
Sin embargo, aunque de momento resulte difícil saber siquiera qué papel desempeña lo que vamos a plantear en este capítulo, resultará crucial tenerlo en cuenta cuando, a partir del comentario que realicemos de Schiller, el problema se empiece a poner encima de la mesa en toda su gravedad.
De momento, nos limitamos a mostrar cierta extrañeza ante el siguiente hecho: se ha ido abriendo todo un sistema de brechas y, para resolverlo o pensar al menos la posibilidad de un enlace entre los polos en conflicto, Kant necesita, por algún motivo, empezar explicando qué es lo que decimos cuando decimos que algo es bello.
A este respecto, la clave hay que buscarla en el desinterés que caracteriza a ese tipo de juicios. Kant sostiene que el «gusto es la facultad de juzgar un objeto o una representación mediante una satisfacción o un descontento, sin interés alguno. El objeto de semejante satisfacción se llama bello»[3]. A ese objeto no le pedimos de hecho que atienda a ninguna necesidad ni práctica ni teórica, ni medimos su belleza por lo útil que resulte a tal o cual propósito. No se trata en absoluto de la satisfacción que nos producen las cosas que nos queremos comer, nos queremos beber o queremos usar. No se basa en ninguna utilidad que podamos conseguir usando o consumiendo una cosa. En realidad, lo único que reclamamos a las cosas bellas es que se dejen contemplar. De hecho, llamamos bellas a las cosas que consideramos por sí mismas dignas de ser miradas (o escuchadas). Y, en este sentido, toda la satisfacción depende de que sean como son, con independencia de cualquier interés o provecho que pudiésemos sacar de su uso o su consumo[4]. De las cosas bellas sentimos que tienen en sí mismas su propia dignidad y, en esa medida, exigen de nosotros una especie de respeto pero carente de toda valoración moral (como si despertaran una especie de amor desconectado de todo deseo sexual). Esta especie de cosas «amadas» exigen ante todo que las dejemos ser libre y plenamente nada más que lo que son. En cierto sentido, las cosas bellas despiertan una actitud meramente contemplativa (pero que, como veremos más adelante, opera sin concepto, lo cual marca una diferencia abismal respecto a los juicios teóricos). Por otro lado, exigen una especie de reverencia, pero desconectada de toda valoración moral. Es precisamente en este carácter desinteresado en el que se fundamenta toda pretensión de validez universal (más adelante veremos que este desinterés es en el que se fundamenta el «placer en la mera reflexión»). En efecto, no se trata de la validez universal que reclaman los juicios teóricos (que la reclaman por ser verdaderos), ni del respecto universal que reclaman los actos justos (que exigen, también con alcance universal, ser reconocidos como buenos). Por el contrario, se trata de una validez que puede reclamar inmediatamente por ser bello incluso un palacio mandado construir por un tirano recurriendo a trabajo esclavo[5]. Por otro lado, si esta satisfacción que vinculamos a la belleza dependiese de alguna inclinación particular, de algún uso o deseo contingente o de cualquier otro interés (que, por definición, se puede tener o no), entonces no habría modo de entender siquiera la pretensión de validez universal que (de un modo análogo a la que reclaman los enunciados verdaderos y los actos justos, pero sin ser ninguna de las dos cosas) reclama la mera belleza.
A este respecto, cuando decimos de algo que es bello, estamos diciendo algo de naturaleza enteramente distinta a lo que decimos cuando afirmamos, por ejemplo, «el vino de Canarias es agradable»[6]. Cuando decimos que el vino de Canarias es agradable o que nos gustan los macarrones con tomate, estamos emitiendo un juicio con una pretensión de validez meramente subjetiva, es decir, no tenemos mayor intención de sostener la validez universal y necesaria de nuestra afirmación. Prueba de ello es que, por mucho que nos gusten los macarrones con tomate, si nos encontramos con alguien a quien no le gustan, es difícil que nos enzarcemos con seriedad en una discusión. A mí me gustan y me comería todos los platos que pudiera. Si a mi compañero de mesa no le gustan, tanto mejor para mí. Ante las cosas que nos agradan o nos desagradan sin más, sin ninguna pretensión de validez universal, la discusión queda zanjada antes de empezar: a uno le gustan y al otro no. Se acabó la discusión.
Sin embargo, no es esto lo que ocurre con los juicios de belleza. Cuando decimos que algo es bello, estamos de hecho emitiendo un juicio que reclama asentimiento universal. Sin duda, se trata de un juicio extraño porque, por un lado, resulta obvio que se emite respecto a un asunto (la belleza) que tiene que ver con el gusto, con la satisfacción y con la sensibilidad pero, por otro lado, se emite con pretensión de validez para todos, como si fuera una verdad científica (sin serlo). Se trata de un asunto distinto el de si esa pretensión está justificada o si, por el contrario, es una pretensión improcedente. En cualquiera de los casos, el hecho es que quien afirma que algo es bello tiene la pretensión de estar predicando algo que corresponde objetivamente a la cosa (la belleza), al margen de cualquier interés, beneficio, provecho, o consumo que podamos obtener de esa cosa. Es como si estuviésemos diciendo algo del tipo 2 + 2 = 4 o «Auschwitz fue intolerable» (frente a lo que no estamos dispuestos a admitir respuestas «a mí no me lo parece») y, sin embargo, sin que su validez dependa de ninguna verdad teórica ni de ninguna exigencia moral. Conviene insistir en que, de momento, lo de menos aquí es si se trata de una pretensión desmesurada y abusiva o si, por el contrario, se trata de algo justificado. El hecho cierto es que quien dice que algo es bello no pretende estar diciendo lo mismo que quien dice «me gustan los macarrones». Mientras la segunda afirmación tiene una pretensión de validez meramente subjetiva, los juicios de belleza pretenden que todo el mundo debería estar de acuerdo. La prueba es que, cuando se emite un juicio...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. Cita
  6. Introducción
  7. Capítulo I. Filosofía y poesía: un conflicto que viene de antiguo
  8. Capítulo II. El surgimiento de un mundo plenamente accesible a la razón. La escisión entre razón y sensibilidad
  9. Capítulo III. La restitución del lugar de los poetas
  10. Capítulo IV. El lugar de los poetas en los escenarios de crisis. El breve siglo XX y el incierto siglo XXI
  11. Epílogo. La situación actual en España
  12. Bibliografía citada