Kniazhná[1] Mary
11 de mayo
Ayer llegué a Piatigorsk;[2] alquilé una casita a las afueras, en la parte más alta de la ciudad, al pie del Mashuk. En los días de tormenta las nubes alcanzarán mi tejado. Hoy, a las cinco de la mañana, cuando he abierto la ventana, ha inundado mi cuarto un olor a flores procedente de mi modesto jardincillo. Las ramas de los cerezos en flor llegan hasta mi ventana y, a veces, el viento cubre mi escritorio de pétalos blancos. Ante mí se presenta un paisaje maravilloso en tres direcciones. Al oeste azulea el Beshtú con sus cinco picos, como «la última nube de una tormenta disipada»;[3] al norte se alza imponente el Mashuk, como un gran gorro persa de piel, ocultando toda esa parte del horizonte; el panorama en el este es más entretenido: a mis pies se divisa una heterogénea ciudad, nueva y limpia, se oye el rumor de sus fuentes termales y de la muchedumbre plurilingüe; tras ella se alzan, en anfiteatro, montañas azuladas y nebulosas; y ya en la línea del horizonte, comenzando con el Kazbek, se extiende una cordillera plateada de cumbres nevadas, hasta llegar a los dos picos del Elbrús… ¡Qué agradable es vivir en un lugar así! Una sensación de bienestar corre por mis venas. El aire es fresco y limpio como el beso de un bebé; el sol, brillante; el cielo, azul; ¿qué más se puede desear? Aquí no hay lugar para las pasiones, los deseos, los remordimientos… Pero ya es hora de salir, voy a la fuente de Elizaveta; dicen que es allí donde se reúnen por las mañanas los agüistas.
* * *
Me dirigía al centro de la ciudad por el bulevar, donde me encontré a varios grupos melancólicos que subían lentamente al monte. Eran en su mayoría familias de terratenientes de la estepa; se podía deducir al instante, por las levitas desgastadas y pasadas de moda de los caballeros y los rebuscados adornos de las esposas e hijas. Sin duda, ellas llevaban la cuenta de todos los agüistas jóvenes, pues me miraron con tierna curiosidad. El corte de mi levita, al estilo de San Petersburgo, despertó su interés, pero, enseguida, al reconocer las charreteras militares, volvieron la cabeza indignadas.
Las esposas de las autoridades locales, por así decirlo, las dueñas del balneario, son más benévolas; usan impertinentes y no le prestan tanta atención al uniforme, están acostumbradas a encontrar en el Cáucaso corazones ardientes bajo el botón numerado[4] y mentes cultivadas bajo la gorra blanca. Son damas encantadoras, siempre. Cada año tienen nuevos admiradores y éste puede ser el secreto de su inagotable amabilidad.
Al subir por un estrecho sendero hacia la fuente de Elizaveta, adelanté a una multitud de hombres, civiles y militares, que, según me enteré después, constituyen una clase especial entre los asiduos a las aguas. Ellos beben, pero no agua, pasean poco, cortejan a las señoras, pero sólo de pasada; se dedican a jugar y lamentarse de su aburrimiento. Son dandis que meten sus vasos recubiertos de mimbre en las aguas sulfurosas, adoptando las poses más estudiadas. Los civiles llevan corbatas azul celeste y los militares dejan asomar la chorrera por debajo del cuello. Sienten un profundo desprecio por todo lo provinciano y suspiran por los salones aristocráticos de la capital, donde no se les permite la entrada.
Por fin llegué a la fuente… Estaba en una explanada, donde se había construido una casita con el tejado rojo, que albergaba los baños, y a continuación una galería por donde pasear en caso de lluvia. En los bancos había sentados algunos oficiales heridos, con la cara blanca y triste, sujetando las muletas. Varias damas paseaban con ligereza, de un lado a otro de la plazoleta, esperando los efectos de las aguas; destacaban dos o tres rostros bonitos entre ellas. Entre las hileras de vides que cubren la ladera del Mashuk, se dejaba ver de vez en cuando algún llamativo sombrerito, de las que aman la soledad en compañía, pues aquellos tocados yo siempre los había visto junto a gorras militares u horribles sombreros redondos. En la escarpada roca, donde se alza un pabellón llamado Arpa de Eolo, se habían reunido los amantes de los buenos paisajes y observaban con un telescopio el lejano Elbrús. Entre ellos había dos preceptores con sendos discípulos, que trataban allí su escrofulosis.
Me detuve a tomar aliento en el borde de la explanada, apoyado en una esquina de la casita, y me disponía a contemplar el panorama cuando, de repente, escuché tras de mí una voz conocida.
—¡Pechorin! ¿Desde cuándo estás aquí?
Me volví: ¡Grushnitski! Nos abrazamos. Le había conocido en un destacamento de operaciones. Fue herido de bala en la pierna y había llegado al balneario una semana antes que yo.
Grushnitski es cadete, sólo lleva un año de servicio; tiene un peculiar sentido del dandismo, por el que viste con el burdo capote de soldado. Está condecorado con la Cruz de San Jorge. Tiene una complexión fuerte, es moreno de piel y de pelo negro. Por su aspecto se le podrían echar veinticinco años, pero, en realidad, apenas tiene veintiuno. Inclina la cabeza hacia atrás cuando habla y a cada momento se retuerce el bigote con la mano izquierda, mientras con la diestra se apoya en la muleta.
Habla rápido y de manera rebuscada. Es una de esas personas que para cada ocasión tiene preparada alguna frase pomposa, a quienes no conmueve lo simplemente hermoso y que se arropan de sentimientos extraordinarios, pasiones sublimes y sufrimientos excepcionales. Disfrutan impresionando a la gente, y las provincianas románticas se fascinan con ellos. Con el paso del tiempo se vuelven pacíficos terratenientes o borrachines, a veces ambas cosas. Su alma alberga generalmente buenas cualidades, pero ni pizca de poesía. La pasión de Grushnitski era la declamatoria: en cuanto la conversación se salía de lo habitual, te abrumaba con su verborrea. Jamás he podido discuti...