CAPÍTULO I
Desempleo y precariedad: repensar el trabajo
EL DIAGNÓSTICO: DESEMPLEO Y PRECARIEDAD COMO PROBLEMAS INDIVISIBLES
La lucha contra el desempleo ha sido, y es, uno de los grandes objetivos políticos de nuestro tiempo. Cada uno de los Gobiernos que desde la transición política ha pasado por la Moncloa ha incluido dentro de sus líneas políticas fundamentales el objetivo de reducir el número de personas desempleadas y propiciar la creación de empleo. Sin embargo, como las recurrentes crisis económicas han puesto de manifiesto, las políticas públicas enfocadas fundamentalmente en los aspectos cuantitativos del empleo no han conseguido reducir las cifras del paro de manera permanente. Al contrario, los errores periódicos de estas políticas, implantadas a golpe de contrarreformas laborales sucesivas, nos han llevado a una situación laboral insostenible.
En efecto, la degradación del empleo en España ha alcanzado proporciones desmesuradas en el marco de la crisis económica comenzada en el año 2008 y de las medidas adoptadas desde entonces por los distintos gobiernos, que han venido aceptando obedientemente las directrices de la Unión Europea de austeridad y devaluación interna. El resultado no ha sido solo la pérdida de más de 3,5 millones de puestos de trabajo entre aquel año y el 2014, sino también el desmantelamiento radical del modelo de relaciones laborales existente, pavimentando una «recuperación» basada en la precariedad, la inseguridad laboral, la explotación, los bajos salarios, etcétera.
Como es evidente, y aunque nuestra situación destaca por su gravedad entre otras, no se trata de un escenario de cuño español, ni únicamente propio del sur de Europa, aunque las coincidencias con la situación griega, tanto por el fenómeno del desempleo como por la precariedad, son claras. En realidad, el problema es de alcance global. Según indica la OIT (2015), el alejamiento de la relación de trabajo estándar (aquella en el marco de la cual las y los trabajadores perciben un salario en una relación de empleo dependiente, estable y a tiempo completo) se está produciendo en el conjunto de las economías avanzadas. Los falsos autónomos, el trabajo temporal, el trabajo a tiempo parcial involuntario, los contratos atípicos se están convirtiendo en las vías habituales de tránsito del desempleo al empleo, mientras el contrato indefinido pierde su garantía: la estabilidad. En este escenario, como avisa la organización internacional, la suma de los niveles desorbitados de desempleo y la transformación de las relaciones de trabajo en el sentido anteriormente señalado provocan un impacto socioeconómico de gran calado. La desvinculación entre la productividad y los salarios aumenta mientras se agrava el fenómeno de la segmentación y la desigualdad, se agranda la brecha de género, la pobreza y la exclusión social.
A modo de ejemplo podemos revisar algunos datos de la Unión Europea: la media de la tasa de desempleo en la UE27 pasó del 9,7 por 100 en 2011 al 10,2 por 100 en 2014, pero con picos insoportables en Grecia (26,2 por 100), España (24,5 por 100) o Portugal (16,1 por 100) (Eurostat, 2014) y con una afectación muy específica en el caso de los jóvenes, cuya tasa de paro media en la UE a principios del año 2015 se situaba en el 21,1 por 100 y que en países como Grecia (51,3 por 100) o España (51,2 por 100) alcanza niveles inaceptables. Además, en 2013 unos 123 millones de personas se encontraban en riesgo de pobreza y exclusión en la UE, aproximadamente el 24,5 por 100 de la población de sus 28 Estados miembros; o, lo que es lo mismo, una de cada cuatro personas (Eurostat, 2015). Los salarios bajos son uno de los tres componentes de esta pobreza y exclusión, que afecta a 40,2 millones de personas en la UE.
Centrándonos en la situación española observamos un panorama igualmente desolador. Según los datos de la EPA, al cierre del segundo trimestre del año 2015, 5.149.000 personas se encontraban sin empleo, arrojando una tasa de paro superior al 22 por 100, que mantiene a España a la cabeza del paro entre los 28 países de la UE, solamente superada por Grecia. A este dato hay que añadir algunas cifras importantes, como los 2,5 millones de desempleados de larga duración, el mantenimiento de la tasa de desempleo juvenil, de 16 a 25 años, en un 49 por 100 y la subida de la tasa de temporalidad hasta el 25,09 por 100, la más alta de la UE, detrás de Polonia. Además, en España se registraban en los primeros meses del año 2015 unas 2.306.000 personas que llevaban buscando empleo sin éxito y de forma activa durante más de dos años, mientras la economía sumergida se situaba en un 18,02 por 100 del PIB.
A pesar de la gravedad de esta situación, desde que comenzó el año 2015 la palabra «recuperación» se ha instaurado en el debate político español, fundamentada, según sus defensores, en el descenso de 2,1 puntos en la tasa de desempleo a lo largo de los dos primeros trimestres de ese año. Se trata, sin lugar a dudas, de una mejora cuantitativa, que esconde la realidad terrible de la consolidación de la precarización, tanto en el empleo privado como en el público, con un efecto más perjudicial entre mujeres y jóvenes, como demuestra el hecho de que se ha contratado a casi el triple de hombres que de mujeres y de que el paro del segmento más joven de la población trabajadora (entre 16 y 20 años) continúa en ascenso. Este empeoramiento cualitativo del empleo puede constatarse tomando los datos del segundo semestre del mismo año, tanto aquellos relativos a la duración del contrato, como a la jornada de trabajo y al salario.
En cuanto al problema de la temporalidad, las cifras nos demuestran que, una vez más, la creación de empleo se ha hecho por la vía de la contratación temporal de carácter estacional y fundamentalmente en el sector servicios; es decir, se trata de contratos con clara fecha de caducidad (los contratos indefinidos aumentaron un 1,56 por 100, mientras que los temporales ascendieron hasta un 8,01 por 100). Mientras la tasa del trabajo a tiempo parcial, que se ha mantenido en un aumento constante desde el inicio de la crisis, experimenta una ligera reducción y se sitúa en un 15,77 por 100. Aunque es una cifra todavía inferior a la media europea (19,5 por 100), es importante destacar que el contrato a tiempo parcial, caracterizado por los bajos salarios, es el único que no ha acusado la crisis económica. El número de estos contratos no experimentó una reducción durante los peores años de destrucción de empleo, como ocurrió con otros contratos como los temporales y los indefinidos a tiempo completo; al contrario, mientras estos contratos descendían, el de tiempo parcial ha mantenido un ascenso lento pero continuado. Como es bien sabido, se trata de un contrato con realidad femenina (un 25,2 por 100 de las mujeres que trabajan lo hacen a tiempo parcial, frente a un 8 por 100 de hombres). Para entender los problemas que provoca este tipo de contratos es importante recordar dos datos: un 63 por 100 de las personas que trabajan a tiempo parcial lo hacen de manera involuntaria, es decir, porque no han podido encontrar un puesto de trabajo a tiempo completo; y aproximadamente un 23 por 100 de los trabajadores a tiempo parcial tiene más de cincuenta años. Uno de los resultados más alarmantes de estas cifras es el fenómeno de «los trabajadores y las trabajadoras pobres», el cual se extiende de forma descontrolada: un 32,9 por 100 del total de trabajadores perciben un salario por debajo del Salario Mínimo Interprofesional. La devaluación salarial generalizada, objetivo último de la gran reforma laboral del año 2012 (Guamán, Illueca, 2012), es una realidad que las grandes mayorías sociales ya perciben a diario.
Esta degradación generalizada del empleo, tanto en términos cuantitativos como fundamentalmente en el aspecto cualitativo, es decir, la reducción de los derechos asociados al trabajo, se ha subsumido en el concepto de «precariedad». Desde el punto de vista teórico, la precariedad ha sido definida en múltiples ocasiones. Una de las definiciones más afortunadas es aquella que entiende la precariedad como «el conjunto de condiciones materiales y simbólicas que determinan una incertidumbre vital en relación con el acceso sostenido a los recursos esenciales para el pleno desarrollo de la vida de un sujeto» (Precarias a la Deriva, 2011). Como revelan los datos, el proceso de precarización ha implicado la institucionalización de la inseguridad, entendida como reducción de derechos laborales, así como los sociales a ellos vinculados. Es, por tanto, un problema económico y laboral, de aumento de la vulnerabilidad de las personas trabajadoras como consecuencia de las relaciones que definen la continuidad y el control de su trayectoria profesional; pero es sobre todo un fenómeno social que tiene, además, unas dimensiones de género claras y fundamentales (Del Río y Pérez Orozco, 2004).
Pero, aunque las cifras de la evolución en estos últimos siete años son particularmente graves, sería un error diagnosticar esta situación como un fenómeno que se reduce al arco temporal de la actual crisis económica. Al contrario, más allá de la gravedad actual, sabemos bien que no se trata de un problema de carácter meramente coyuntural, sino de la culminación de una dinámica seguida conscientemente, aun con algunos paréntesis, desde mediados de los años ochenta. Así, durante décadas se ha asentado una cultura del trabajo donde su función social y política se ha postergado para dar relevancia a otros bienes jurídicos como el empleo. O, lo que es lo mismo, el contenido del derecho al trabajo ha sido progresivamente desvirtuado, hasta reducirlo a su vertiente estrictamente mercantil, como mero factor de producción, ni siquiera el más relevante actualmente. Es evidente que este análisis prescinde de las consecuencias sociales del concepto de crecimiento económico neoliberal.
Nos enfrentamos, por tanto, a un problema cuya magnitud y grado de asentamiento exige una solución drástica, urgente y de largo recorrido.
Por un lado, es necesario provocar la ruptura de aquella hegemonía cultural, asentada también en el plano jurídico-laboral, y evidenciar que la supuesta «recuperación» se está realizando a base de instaurar un nuevo modelo de relaciones de trabajo, basado en la generación de empleo precario y el mantenimiento de la discriminación de determinados colectivos, que se asienta gracias a la presión que el desempleo está ejerciendo sobre ese inmenso ejército de reserva de más de 5.149.000 personas que tienen la necesidad de aceptar cualquier empleo para sobrevivir. Además, en este mismo plano, es necesario descartar aquel pensamiento único basado en que el bienestar de las mayorías sociales solo puede alcanzarse a través de la puesta en marcha de políticas que preserven únicamente la máxima empresarial, el beneficio, así como de un incesante crecimiento económico (Bauman, 2014).
Por otro lado, debemos asumir el reto de plantear alternativas posibles y de entidad suficiente para enfrentar un problema que, evidentemente, ya no puede ser abordado con recetas antiguas. Llegados a este punto, ya no basta con plantear nuevas reformas laborales, ni con la derogación de las contrarreformas de los últimos años, ni es suficiente una subida decimal del Salario Mínimo Interprofesional. La situación actual no va a encontrar soluciones adecuadas ni con la puesta en marcha de planes de empleo sectoriales ni únicamente con la creación de empleo precario en la Administración.
Es necesario, por tanto, ir más allá, repensar el trabajo y la relación salarial desde lugares que permitan dotar al trabajo de valores políticos y sociales, donde las construcciones culturales producidas hasta hoy, fundamentalmente la entronización de la empresa como referente social, puedan ser combatidas y deconstruidas. En otras palabras, es imprescindible la adopción de una decisión política de la magnitud del problema que se ha de solucionar, que permita resignificar y dignificar el trabajo, enfocando su regulación hacia la consecución del bienestar social, la superación de la pobreza y la exclusión, la desigualdad, la discriminación y la división sexual del trabajo, así como a la regeneración de dinámicas de solidaridad. Se trata, por tanto, de transitar desde las políticas cuantitativas de generación de empleo a las propuestas de creación de trabajo digno, entendiendo el trabajo de manera amplia, como la relación social que debe permitir a la mayoría de personas satisfacer sus necesidades vitales, sobrepasando la mera compraventa de tiempo de trabajo y las dinámicas de un mercado de trabajo en el que el sector privado se ha demostrado incapaz de generar niveles de empleo compatibles con el bienestar social. Nos referimos, en definitiva, a apostar por una política de generación directa de trabajo digno, capaz de movilizar al conjunto de desempleadas y desempleados, generar un nuevo estándar laboral basado en la estabilidad y la no discriminación, con salarios suficientes y condiciones laborales compatibles con el bienestar y la corresponsabilidad. Esa política tiene un nombre y, como veremos, ha sido ya ensayada y propuesta en diversos escenarios: el Trabajo Garantizado.
Las dificultades a las que se enfrenta la propuesta son cuantiosas, de eso no cabe duda. Como se desglosará en las siguientes páginas, deben revertirse décadas de degradación del marco normativo y de las dinámicas empresariales fraudulentas; corregirse treinta años de diagnósticos interesados del mercado de trabajo elaborados desde los lobbies patronales para justificar políticas de empleo basadas en el nivel cuantitativo y muchas de ellas absolutamente erróneas; atender la situación de colectivos especialmente afectados por estas dinámicas, como son las mujeres y los jóvenes y combatir las propuestas que se asientan gracias al poder de los lobbies empresariales y de sus Think-Tanks, como el «contrato único», o bien que nos llegan de otras realidades, como los «contratos de 0 horas» o los «minijobs». En paralelo, es fundamental retornar al principio de estabilidad, la dignificación salarial, la corresponsabilidad y la necesidad de construir colectivamente y de conformar contrapoderes en el seno de la empresa, que permitan que, dentro y fuera de los planes de Trabajo Garantizado, las organizaciones de trabajadoras y trabajadores tengan un papel en la configuración de las relaciones de trabajo.
LA CONSOLIDACIÓN DEL MODELO DE EMPLEO PRECARIO: LA LARGA SENDA DE LA DEGRADACIÓN DEL TRABAJO
En el apartado anterior hemos dejado sentada la premisa de la que partimos: el trabajo y su normativización se encuentran sumergidos en un proceso de degradación, comenzado hace décadas y que impide desde hace ya un tiempo reconocer el valor social y político del trabajo como vehículo de acceso al disfrute del conjunto de derechos y obligaciones que conforman el estatuto de la ciudadanía. Dos son las circunstancias que han contribuido a esta espiral de degradación. Por un lado, la insoportable situación de desempleo, que cercena la posibilidad a una ingente cantidad de personas de acceder ...