Bola de sebo, Mademoiselle Fifi y otros cuentos
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Bola de sebo, Mademoiselle Fifi y otros cuentos

  1. 224 páginas
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Bola de sebo, Mademoiselle Fifi y otros cuentos

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En la presente publicación, Guy de Maupassant (1850-1893), narrador por excelencia de la segunda mitad del siglo XIX francés, nos da muestras de su dominio de todos los resortes del arte de narrar, con un estilo lingüístico y literario insuperable, de aparente sencillez pero difícil de conseguir. Esta compilación de sus más famosos relatos breves nos permite apreciar cómo su pluma cincela las frases como un buril grabando sobre cristal duro y transparente. Es el modelo reconocido, admirado e imitado por todos los narradores que lo siguieron, desde Chejov hasta los autores de relatos actuales.

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Información

Año
2018
ISBN
9788446045960
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
BOLA DE SEBO
Durante varios días seguidos jirones del ejército en desbandada habían cruzado la ciudad. No se trataba de tropas, sino de hordas en pleno desorden. Los hombres presentaban unas barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos trizas, y avanzaban con paso cansino, sin banderas, sin regimiento. Todos parecían abrumados, exhaustos, incapaces de pensar, de tomar una decisión, andando tan sólo por hábito y cayendo de cansancio tan pronto paraban. Se veía sobre todo gente pacífica que había sido movilizada, apacibles rentistas, doblegados bajo el peso del fusil; despiertos voluntarios jóvenes, presa fácil tanto del pánico como del entusiasmo, tan dispuestos al ataque como a la huida, y luego, en medio de ellos, algunos pantalones rojos de los uniformes, restos de alguna división machacada en alguna gran batalla; sombríos artilleros alineados con aquellas muestras de la infantería, y a veces el casco reluciente de un dragón de pesados andares, que a duras penas seguía la marcha más ligera de los soldaditos.
Legiones de francotiradores con nombres heroicos –«Los Vengadores de la Derrota», «Los Ciudadanos de la Tumba», «Los Compartidores de la Muerte»– pasaban a su vez con aires de bandidos.
Sus jefes, antiguos tratantes de cereales o pañeros, ex vendedores de sebo o de jabón, guerreros por la fuerza de las circunstancias, nombrados oficiales gracias a su dinero o a la longitud de sus mostachos, cubiertos de armas, de franela y de galones, hablaban con retumbante voz, debatían planes de campaña y pretendían cargar, ellos solos, sobre sus hombros de fanfarrones, el peso de una Francia agonizante, pero no dejaban de temer a veces a sus propios soldados, gente de mal vivir, con frecuencia valientes por demás, y entregados al pillaje y al desenfreno.
Se decía que los prusianos estaban a punto de entrar en Ruan.
La Guardia Nacional, que, desde hacía dos meses, realizaba labores de reconocimiento muy prudentes en los bosques cercanos, a veces abatiendo a tiros a sus propios centinelas y disponiéndose al combate cuando un conejillo se movía entre las matas, había regresado a sus hogares. Sus armas, sus uniformes, todos sus mortíferos pertrechos con los que, no hacía mucho, aterrorizaban los guardacantones de las carreteras nacionales en tres leguas a la redonda, habían desaparecido de súbito.
Los últimos soldados franceses, finalmente, acababan de cruzar el Sena para alcanzar Pont-Aumer por Saint-Sever y Bourg-Achard, y, tras ellos, el desesperado general, incapaz de intentar emprender algo con aquellos jirones inconexos, perdido él mismo en medio del enorme desastre de una nación habituada a vencer y catastróficamente derrotada a pesar de su bravura legendaria, caminaba a pie entre dos ­edecanes.
Luego, una calma profunda, una espera asustada y silenciosa, planeó sobre la ciudad. Muchos de sus habitantes, de orondas barrigas y castrados por el comercio, esperaban ansiosamente a los vencedores temblando ante la idea de que se considerase como armas los pinchos de sus asadores o sus grandes cuchillos de cocina.
La vida parecía haberse parado, las tiendas estaban cerradas, la calle, muda. De vez en cuando un habitante, intimidado por aquel silencio, se deslizaba rápido pegado a la pared.
La angustia de la espera hacía que se desease la llegada del enemigo.
En la tarde que siguió a la salida de las tropas francesas, algunos ulanos, surgidos de Dios sabía dónde, atravesaron apresuradamente la ciudad. Poco después, una masa oscura bajó desde la cuesta de Sainte-Catherine, en tanto que otras dos oleadas de invasores hicieron su aparición por las carreteras de Darnétal y Bois-Guillaume. Las avanzadillas de tres regimientos convergieron en aquel preciso momento en la plaza del Ayuntamiento; y por todas las calles colindantes llegaba el ejército alemán desplegando sus batallones, que hacían retumbar el suelo con su paso rítmico y duro.
Voces de mando gritadas en un idioma desconocido y gutural subían hasta las casas, que parecían muertas y desiertas, mientras que detrás de las contraventanas cerradas centenares de ojos atisbaban a aquellos hombres victoriosos, amos de la ciudad, de las vidas y de las haciendas por obra del «derecho de guerra». Los moradores, en sus habitaciones en penumbra, experimentaban ese desquiciamiento que producen los cataclismos, los grandes desastres mortíferos de la naturaleza, contra los cuales es inútil toda precaución y toda resistencia. Esa misma sensación reaparece cada vez que da un vuelco el orden establecido de las cosas, que deja de existir la seguridad, que todo lo que protegían las leyes humanas o naturales se encuentra a merced de una brutalidad inconsciente y feroz. El temblor de tierra que aplasta, bajo las casas que se desploman, a un pueblo entero, el río desbordado que arrastra a los campesinos ahogados junto con los cadáveres de los bueyes y las vigas arrancadas a los techos, o el ejército glorioso masacrando a los que se defienden, llevándose prisioneros a los demás, saqueando en nombre de la espada y dando gracias a Dios al compás del cañón, son otros tantos azotes terribles que desconciertan cualquier ­creencia en la justicia divina, cualquier confianza en la protección del cielo y en la razón humana que nos haya sido inculcada.
Comoquiera que sea, pequeños destacamentos golpeaban una puerta tras otra y luego desaparecían en el interior de las casas. Para los vencidos comenzaba el deber de mostrarse amables con los vencedores.
Al cabo de cierto tiempo, una vez desaparecido el terror inicial, una calma nueva se impuso. En muchas familias el oficial prusiano compartía mesa y mantel. A veces era una persona bien educada y, por cortesía, compadecía a Francia y manifestaba su repugnancia por tomar parte en aquella guerra. Entonces se le estaba agradecido por aquel sentimiento; además podía ser que cualquier día se necesitase su protección. Tratándolo bien tal vez se consiguiese tener que alimentar a algunos hombres menos. Y ¿para qué ofender a alguien de quien se dependía enteramente? Actuar de ese modo tenía más de temeridad que de valor… –y la temeridad ya no era un defecto de los ciudadanos de Ruan como en tiempos de aquellas heroicas defensas de que se enorgullecía la ciudad–; se decía, en fin, razón suprema sacada de la urbanidad francesa, que era totalmente aceptable mostrarse educado en casa con tal de que no se diese muestras de familiaridad en público con el soldado extranjero. Fuera, nada de conocerse, pero dentro no había el menor inconveniente en charlar con él, y el alemán se quedaba, todas las tardes, cada vez más tiempo con la familia al amor de la lumbre.
La propia ciudad iba recuperando poco a poco su aspecto habitual. Los franceses apenas si salían todavía, pero las calles hormigueaban de soldados prusianos. Por lo demás, los oficiales de los húsares azules, que arrastraban arrogantemente por el empedrado sus grandes artefactos de muerte, no parecían sentir mucho mayor desprecio por los simples ciudadanos que los oficiales del cuerpo de cazadores que un año antes se sentaban a beber en los mismos cafés.
No obstante, había en el aire algo de sutil y de desconocido, una atmósfera extraña, intolerable, como un olor extendido por doquier: el olor a invasión. Llenaba las viviendas y las plazas públicas, cambiaba el sabor de los alimentos, daba la impresión de que se estuviese de viaje, muy lejos, entre tribus bárbaras y peligrosas.
Los vencedores exigían dinero; mucho dinero. Los habitantes pagaban siempre; por otra parte, eran ricos. Pero cuanto más opulento se vuelve un negociante normando, tanto más padece con cualquier sacrificio, con cualquier parte de su fortuna, por pequeña que sea, que vea pasar a manos de otro.
Con todo, a dos o tres leguas de la ciudad, río abajo, hacia Croisset, Dieppedalle o Biessart, los marineros y los pescadores a menudo sacaban del fondo del agua el cadáver hinchado en su uniforme de algún alemán, muerto de una cuchillada o de un garrotazo, con la cabeza aplastada por una piedra o arrojado de un empujón desde lo alto de un puente. El cieno del río ocultaba aquellas venganzas oscuras, salvajes y legítimas, heroísmos desconocidos, ataques mudos, más peligrosos que las batallas a pleno día y sin la resonancia de la gloria.
Pues el odio al Extranjero arma siempre a algunos Intrépidos dispuestos a morir por una Idea.
Finalmente, como los invasores, sin dejar de someter a la ciudad a su inflexible disciplina, no habían llevado a cabo ninguno de los horrores que su fama les atribuía en el desarrollo de su marcha triunfal, la gente empezó a perder el miedo, y la necesidad de hacer negocios se abrió paso en el corazón de los comerciantes de la región. Algunos tenían grandes intereses en El Havre, que el ejército francés ocupaba, y planearon llegar a este punto yendo por tierra a Dieppe, donde se embarcarían.
Se recurrió a la influencia de los oficiales alemanes de los que se había hecho conocimiento, obteniéndose del general en jefe un permiso de salida.
Así que, tras haber reservado para el viaje una gran diligencia de cuatro caballos e inscrito diez personas en la oficina del cochero, se decidió que se saldría un martes antes del amanecer a fin de evitar aglomeraciones.
Hacía ya algún tiempo que las heladas habían endurecido la tierra, y el lunes, hacia las tres, espesos nubarrones ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Contraportada
  4. Legal
  5. Dedicatoria
  6. Prólogo
  7. Cuentos
  8. Bola de Sebo
  9. Mademoiselle Fifi
  10. Dos amigos
  11. Madame Baptiste
  12. La herrumbre
  13. Marroca
  14. El leño
  15. La reliquia
  16. El lecho
  17. ¿Loco?
  18. Despertar
  19. Una treta
  20. A caballo
  21. Una cena de Nochebuena
  22. Palabras de amor
  23. Una aventura parisiense
  24. El ladrón
  25. Noche de Navidad
  26. El sustituto
  27. Publicidad