Vida y obra de Kierkegaard
Søren Aabye Kierkegaard nació en Copenhague el 5 de mayo de 1813, el mismo año que el teatral compositor de ópera Richard Wagner. Estos personajes arquetípicos del siglo xix ocupan los polos opuestos entre los genios del siglo. Kierkegaard sería todo lo que Wagner no fue, y viceversa. Virtualmente, la única cosa que tenían en común era una vena de locura, algo al parecer indispensable en todo genio del siglo xix. La locura de Kierkegaard no era un rasgo central en su carácter (el hijo de su hermano sí fue internado en un asilo), pero es evidente en ciertas peculiaridades de su comportamiento. Fue un solitario obseso durante toda su vida, de modo que las escasas influencias que recibía adquirían un aspecto exagerado. La influencia más importante que recibió el joven Kierkegaard fue, con mucho, la de su padre, bastante más cercano de la locura (probablemente le habrían mirado como a un orate en una sociedad mediterránea más sofisticada).
El padre de Kierkegaard tuvo tal preponderancia en su formación que casi todo su carácter fue resultado directo de la poderosa influencia de su padre o una reacción violenta en su contra. Apenas hubo algo de normalidad desenfadada en su relación.
El padre de Kierkegaard había nacido como siervo en las remotas tierras pobres de Jutlandia, en el norte de Dinamarca. Su familia pertenecía al párroco de la localidad y laboraba sus tierras. A esto se debe, probablemente, el nombre de Kierkegaard, que significa camposanto en danés. A la edad de diez años, el joven Kierkegaard padre tenía que cuidar de las ovejas bajo todas las inclemencias del tiempo. Según uno de sus hijos, «padeció hambre y frío; otras veces había de soportar los rayos ardientes del sol, a solas con sus animales, desamparado». Era muy religioso y no podía comprender por qué Dios permitía que sufriera tanto. Un día, presa de la desesperación, de pie en una árida colina, maldijo solemnemente a Dios.
Casi desde ese preciso instante, las cosas comenzaron a ir mejor. Un tío de Copenhague le llamó y le dio empleo en su negocio de prendas de lana, donde demostró ser un excelente vendedor, viajando a pie en toda estación por carreteras y caminos para vender medias y jerséis a campesinos y gentes de las ciudades. Reunió el dinero suficiente para casarse y fundar un hogar. Heredó un negocio considerable al morir su tío y continuó desarrollándolo hasta convertirse en uno de los comerciantes más ricos de Copenhague, recibiendo a veces incluso a la realeza a su mesa. Las cinco casas que poseía sobrevivieron al bombardeo naval británico de 1803, mientras que extensas zonas de la ciudad quedaron arrasadas. 10 años después, el padre de Kierkegaard fue uno de los pocos que salió indemne de la quiebra de la economía danesa, al haber invertido su fortuna en papel del Estado.
Pero el hombre que había blasfemado sentía en lo más profundo de sí mismo que estaba condenado. Murió su primera esposa y se volvió a casar con su criada. Solo sobrevivieron dos de sus siete hijos y, al poco, la segunda esposa también murió.
Søren Kierkegaard era el menor y había nacido cuando su padre tenía ya cincuenta y seis años; los días de su infancia venían marcados con regularidad por muertes en la familia. Ya predestinado y obsesionado por la religión cuando nació Søren, el padre de Kierkegaard se convirtió en un tirano cada vez más depresivo. Dejó los negocios y se retiró a una vida recluida en las tinieblas de la mansión familiar. Se percató pronto de que Søren era el más inteligente de sus hijos e hizo de él su favorito, una posición envidiable en cualquier otra familia, pero no en la de Kierkegaard.
Cuando Kierkegaard cumplió los siete años, su padre empezó a enseñarle lógica a su peculiar manera. Las frases del joven Kierkegaard eran sometidas a perverso escrutinio lógico y cada aserto había de ser debidamente justificado.
Pero podía ir de viaje por el extranjero para descansar, si bien estos viajes tenían lugar dentro de los confines del estudio de su padre. El joven Kierkegaard debía escuchar atentamente las esmeradas descripciones de maravillas arquitectónicas y culturales de lugares lejanos, como Dresde, París y Florencia; después, el joven Kierkegaard debía hacer el «gran tour» alrededor del cuarto mientras describía hasta el menor detalle lo que veía, como, por ejemplo, las colinas soleadas de Fiesole sobre los domos y torres de Florencia.
Como resultado de este abuso a la infancia, el joven e inteligente Kierkegaard desarrolló una mente lógica de primera magnitud y una imaginación soberbia, si bien algo árida. Al igual que muchos de los escritores de guías de viaje modernos, el padre de Kierkegaard jamás había visitado los románticos y lejanos lugares que describía; todos sus viajes los había hecho entre las tapas de los libros, lo que no impedía que sus descripciones contuvieran detalles auténticos. En su filosofía posterior, Kierkegaard mostraría una extraña habilidad para imaginarse a sí mismo en situaciones (especialmente bíblicas y psicológicas) que había experimentado solo metafóricamente. Esta destreza la debía a los viajes de salón en compañía de su padre.
A un nivel más hondo, el padre de Kierkegaard parece haber deseado abrumar la mente de su hijo imponiéndole su propia visión sesgada del mundo. Los padres dominantes han disfrutado siempre infligiendo a sus hijos las metas que han logrado (o, más frecuentemente, las que no), pero el padre de Kierkegaard era diferente. Se sentía dirigido, pero ya no tenía metas; se veía condenado y se revolcaba en su desesperación y quería, conscientemente o no, imponer esta desesperación forzada a su hijo. En su diario cuenta, con evidente intención, la historia de un hombre que contempla a su hijo y le dice: «Pobre niño, vives en un silencioso desespero», lo que podría corresponder a un episodio autobiográfico o, quizás, a un relato de su tiempo.
No es de extrañar que Kierkegaard fuera un alumno extraño en la escuela. Vestía ropas formales y anticuadas y se comportaba de una manera formal y anticuada. Sus maestros se referían a él como «el pequeño anciano». No destacó en la escuela, aunque ciertamente le correspondía una clase intelectual distinta de la de sus condiscípulos. Su padre le había instruido en no llamar la atención sobre su inteligencia: debía quedar en el tercer puesto de su clase, y el joven Søren obedeció (le ha debido ser difícil, como a todo genio en ciernes, no ser el primero).
Según Kierkegaard iba creciendo, se veía cada vez más que su apariencia rara se debía a algo más que sus ropas anticuadas. Su cuerpo era anguloso y rígido y debió de tener algún tipo de deformación de la columna que le produjo una ligera chepa. Siempre fuera de las bandas de chicos, el desplazado Kierkegaard hubo de atraer inevitablemente las bromas de sus bulliciosos compañeros y tuvo que defenderse con su ingenio sarcástico. Utilizaba el sarcasmo de forma agresiva, provocaba a los otros chicos con sus comentarios y daba así ocasión a sus ataques. Este rasgo de conducta se había de repetir a lo largo de toda su vida.
Como a muchos introvertidos serios, a Kierkegaard le gustaba ser el centro de atención. Estaba acostumbrado a serlo de su padre, y la ferviente intensidad de su vida interior indica que también lo era de su propia atención. Al provocar a los demás, si bien sufría por ello, reforzaba la ilusión de que el mundo giraba a su alrededor. Este complejo de mártir había de suponer un elemento importante de su modo de ser.
Al terminar el bachillerato, Kierkegaard se inscribió en la Universidad de Copenhague para estudiar teología. Parece que, sorprendentemente, fue un estudiante normal. Pronto se dio a conocer en los círculos de estudiantes de la provinciana Copenhague por su extensa erudición y su ingenio incisivo. Relegó la teología a segundo plano en favor de la filosofía. Se interesó por Hegel, cuya filosofía se había extendido por Alemania como una plaga y tomaba proporciones de epidemia en naciones menos filosóficas. La seriedad, severidad y espiritualidad de la visión del mundo de Hegel tocaron una fibra sensible en Kierkegaard. Según el sistema omnicomprensivo de Hegel, el mundo deviene de acuerdo con un proceso dialéctico triádico. Una tesis inicial genera su antítesis y ambas son subsumidas y superadas en la síntesis, que a su vez es una tesis, y así sucesivamente. Un ejemplo clásico es:
Tesis: Ser (o existencia). Antítesis: Nada (o no existencia). Síntesis: Devenir.
Todo se mueve hacia un nivel cada vez mayor de autoconciencia por medio de la dialéctica, para llegar, al final, al Espíritu Absoluto, donde se encuentra todo subsumido y que se contempla a sí mismo. El Espíritu Absoluto lo abarca todo, incluso la religión, que es como un estadio previo a la filosofía última (esto es, la de Hegel). Kierkegaard se sintió atraído por esta filosofía, y no en último lugar debido a sus aspectos edípicos, religiosos y narcisistas.
Si bien Kierkegaard se sintió transido de admiración hacia Hegel, su relación con él fue dialéctica desde el principio. Le odiaba tanto como le amaba y su propia filosofía antihegeliana llevaría dentro de sí muchos de los conceptos hegelianos, transformados por la versión de la dialéctica propia de Kierkegaard. Más importante es que Kierkegaard tuvo desde el comienzo sus dudas acerca del Espíritu Absoluto y de su autoconocimiento. Pensaba que lo subjetivo tenía que ser más trascendental para el individuo que el Espíritu Absoluto. Nuestra principal preocupación es el reino de lo subjetivo. Algunos comentaristas ingeniosos han querido ver en esto ecos subconscientes de la relación de Kierkegaard con su padre y, en efecto, el joven elemento subjetivo se encontró pronto en oposición al Espíritu Absoluto paterno.
La relación con...