II. De Voltaire a Bourdieu
¿Quiénes son los «verdaderos intelectuales»?
Todos hojean; todos tosen sobre la tinta;
todos desgastan la alfombra con sus zapatos;
todos piensan lo que piensan los demás;
todos conocen al hombre que su vecino conoce.
William Butler Yeats, «Los eruditos», 1915.
En Francia, si uno forma parte de la elite intelectual y tose, Le Monde publica un artículo en primera plana. Esta es una de las razones por las que la cultura intelectual francesa es tan burlesca: es como Hollywood.
Noam Chomsky, Understanding Power, 2002.
En el prólogo de este libro ya evoqué a mi padre: un trabajador manual y militante comunista activo. Si había algo apasionante en su visión del mundo, era sin duda su estrafalaria y dual concepción de los intelectuales. En nuestras conversaciones expresaba, por un lado, su profundo desprecio por la gente de letras que, en su opinión, se ponían al servicio de las clases políticas y económicas dominantes, mientras que, por el otro, no podía disimular la admiración que sentía por ellos, hasta tal punto que secretamente esperaba que su hijo formara parte de ese mundo. Recuerdo la noche en que regresó de una reunión de padres de alumnos en la que le habían informado de que yo había sido expulsado del instituto: yo me hacía el dormido pues temía su reacción; lo vi, en el vano de la puerta de mi habitación, expresar su profunda decepción: «O sea…, nunca será profesor».
Muchos años después de que él muriera, llegué a ser un profesor que publica libros y que se implica políticamente en la arena pública. Pero, en gran medida, confieso haber heredado de mi padre ese sentimiento ambivalente en relación con los intelectuales. Mi punto de vista sobre el papel que les corresponde y el lugar que ocupan nunca ha sido estable y mi incomodidad «científica» sobre esa cuestión jamás me ha abandonado. Por cierto, una lectura intensiva de la sociología de la cultura de Pierre Bourdieu me ha ayudado a resolver una parte de las contradicciones. Esto no implica, me parece, que este brillante pensador haya logrado formular, a largo plazo, una posición por completo coherente. La tensión entre el análisis «frío» y el compromiso «en caliente» siempre produce formas de discurso cambiantes e inesperadas, independientes de las posiciones políticas generales y cuyo origen no siempre puede identificarse fácilmente.
Esta comprobación no ha sido inducida por el hecho de que el término «intelectual» en su acepción sustantivada, sea, como vimos, un puro producto francés. Basta consultar los escritos de los filósofos, escritores y sociólogos más eminentes de los dos últimos siglos para ver hasta qué punto los eruditos parisienses se han esforzado por cuidar y adornar su propia imagen.
En el capítulo anterior, he destacado que la palabra «intelectual» sólo se admitió en los textos a finales del siglo XIX y que, en Francia, la historia de los intelectuales, en cuanto estrato social portador de reflejos políticos particulares, comienza con los casos Dreyfus. No obstante, es fácil reconocer que el intelectual dreyfusista tuvo desde el siglo XVIII venerables ancestros, que en la época de la Ilustración se denominaban «filósofos» o «gente de letras». Desde entonces, la Francia intelectual se veía a sí misma como una «luz para las naciones» y aún sufre por la decadencia de aquella edad de oro.
En Francia, el discurso de los intelectuales sobre sí mismos puede dividirse en dos tradiciones principales: una favorable, hasta admirativa; la otra, crítica y hasta hostil. Esos dos enfoques han coexistido, a veces de manera conflictiva y a veces en la ignorancia recíproca, pero ambos prestaron siempre al intelectual una atención teórica de la que no encontramos ningún equivalente en otras culturas nacionales.
¿Qué ha sido lo que ha condicionado ese discurso del intelectual sobre sí mismo? Y, más particularmente, ¿qué hizo que la apreciación fuera fundamentalmente positiva o negativa? Para responder a esta cuestión, en mi opinión, hay que subrayar la ambigüedad fundamental de ese discurso pronunciado por los intelectuales, sobre los intelectuales y dirigido, en general, a los intelectuales. A causa de esta ambigüedad, su carácter más o menos «conciliador» en relación con los intelectuales depende, a mi entender, en primer lugar de la posición social del autor y, luego, de su posicionamiento respecto de la ideología dominante en el campo intelectual (dos fenómenos ligados pero no completamente idénticos).
Para reforzar esta hipótesis, en este capítulo me baso en los escritos de diversos pensadores surgidos de los principales campos de la cultura francesa, tomando en cada época a dos representantes cuyos escritos hacen directa y explícitamente referencia a la imagen del intelectual (o de su antepasado, el filósofo o el «hombre de letras»). Si bien hay una buena dosis de arbitrariedad en la elección de los actores de ese diálogo reconstituido, los elegidos pueden sin embargo considerarse suficientemente característicos de la serie de autorretratos más notables de la cultura francesa moderna.
Los hombres de letras y los filósofos
Para iniciar esta serie de retratos en espejo, he elegido a los dos filósofos más destacables del siglo XVIII: Voltaire y Rousseau. El autor de Cándido y el de El contrato social representan dos tendencias por completo diferentes en el ambiente intelectual de la época de la Ilustración. Voltaire es el prototipo del liberal pero no demócrata, defensor del liberalismo moderado dominante en el espacio cultural francés de la primera mitad del siglo XVIII. En cuanto a Rousseau, puede definírselo como el primer demócrata en una época en la que la idea democrática todavía era exclusividad de una ínfima minoría.
No es difícil ver en Voltaire al representante por excelencia del optimismo y de la Ilustración de mediados del siglo XVIII. El filósofo, recibido en la corte de los reyes, que domina el verbo y ve en él la fuente de la salvación, que detesta los prejuicios y la estrechez de espíritu, nos ha dejado una fascinante descripción de quienes todavía en aquel tiempo nadie llamaba «intelectuales». En su Diccionario filosófico, publicado en 1764, en las entradas «Gente de letras» y «Filósofo», encontramos una especie de autorretrato colectivo de la generación de los filósofos de la Ilustración.
¿Quién puede ser llamado «hombre de letras»? Voltaire da una respuesta clara y precisa:
De ningún modo se puede llamar así a un hombre que, con pocos conocimientos, cultiva un solo género. Al que, no habiendo leído más que novelas, no hará más que novelas; al que, sin ninguna literatura, haya compuesto al azar algunas piezas de teatro; quien, desprovisto de ciencia, haya escrito algunos sermones no se contará entre la gente de letras […]. Las verdaderas gentes de letras se han preparado para incursionar en esos diferentes terrenos, aun cuando no puedan cultivarlos todos.
Además, para tener derecho a ese calificativo ambicionado, hace falta tener un gusto refinado e inspiración filosófica. Voltaire asimila a veces al «hombre de letras» y al «filósofo», pero en otros momentos sólo atribuye este último término a gente de letras que da testimonio de una sabiduría excepcional. La misión del filósofo es clara y compleja: a él le incumbe preconizar la moral elevada y, paralelamente, emplear toda su inteligencia en buscar la verdad, pulir las maneras del pueblo, sin dejar por ello de dispensar, al mismo tiempo, instrucción a los reyes y a los príncipes.
Que despliegue sus actividades en varios dominios, que concentre en su persona cualidades múltiples, una mezcla particular de esteticismo, de ética y de política, son todos elementos que definen, pues, al hombre de los salones filosóficos de mediados del siglo XVIII. Dotado de esas características, ese personaje hasta supera, según Voltaire, a los eruditos de las generaciones anteriores. Un denominador común subsiste sin embargo entre el filósofo del siglo XVIII y la gente de letras que los precedieron: todos han sufrido tormentos y sufrimientos. « Siempre hemos visto a los filósofos perseguidos por fanáticos», escribe. Capaz de pensar contra la corriente, el filósofo no tiene pues necesariamente vocación de formar parte de las instituciones honoríficas. Para Voltaire, el pensador original es un desbrozador espiritual y un francotirador, blanco frecuente de los prejuicios de sus contemporáneos, generalmente de los mediocres o incultos: «El filósofo es amante de la sabiduría y de la verdad: ser sabio significa evitar a los locos y a los malos. Por consiguiente, el filósofo no debe vivir sino con filósofos».
A pesar del progreso y la relativa apertura que caracterizan a la nueva era, muchos tratan con dureza a los filósofos, de alguna manera como trataban los judíos, en la Biblia, a sus profetas. No hay que buscar la causa de la judeofobia obsesiva de Voltaire en esta afirmación que más bien apunta a describir al filósofo clásico en la continuidad intelectual de los no conformistas de otros tiempos y la comparación con los profetas antiguos resultará muy pertinente, como veremos seguidamente, cuando se trate de comprender la evolución de la imagen que tuvo de sí mismo el intelectual moderno de los años ulteriores.
Dispuesto a definir a los hombres de letras, Voltaire no se contentó con los criterios mencionados hasta ahora. Se esforzó por agregar otro elemento significativo: «Por lo general tienen más independencia de espíritu que los demás hombres y los que han nacido sin fortuna encuentran fácilmente en la fundaciones de Luis XIV la manera de afirmar esa independencia». Este comentario «socioeconómico» se corresponde aparentemente con una enseñanza que Voltaire extrajo de su propia experiencia: él mismo pasó buena parte de su existencia buscando soluciones a sus dificultades financieras, que no dejaron de acrecentarse a medida que aumentaban sus necesidades (lo cual le hizo aceptar, en 1750, las generosas ofertas de Federico II de Prusia). Las alabanzas que dirige a Luis XIV por haber transformado el mecenazgo aristocrático en mecenazgo real coincidían, evidentemente, con sus convicciones liberales monárquicas y tal vez también reflejaban la satisfacción de la gente de letras que, en aquella época, adquirió mayor autonomía en comparación con el nivel de dependencia personal de que habían gozado antes. Ese proceso de estatización, cuyo peso terminará por tener una importancia decisiva en la historia de los intelectuales de la Francia moderna, sin duda comenzó a estrechar entonces los lazos entre las elites intelectuales y el poder central.
Pero ese nuevo mecenazgo real ¿resolvió todos los problemas del hombre de letras? En un último artículo del Diccionario filosófico, muy probablemente escrito, podemos suponer, tardíamente, Voltaire deja de lado su afirmación precedente y se queja en tono lastimero de la condición degradada y precaria del filósofo de escasos ingresos, en comparación con la situación acomodada que tiene asegurada el burgués medio. Podría pensarse, por un momento, que Voltaire cons...