Orden fálico
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Orden fálico

Androcentrismo y violencia de género en las prácticas artísticas del siglo XX

  1. 336 páginas
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Androcentrismo y violencia de género en las prácticas artísticas del siglo XX

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Las cuestiones de género han sido dejadas de lado en la historia del arte hegemónica. A lo largo de las décadas, los estudiosos del arte, apoyándose en visiones y perspectivas aparentemente carentes de ideología, han ignorado la cultural visual en la que se representa la feminidad y la masculinidad, y las reglas coercitivas que a menudo se derivan de ella. En el presente ensayo se propone una relectura crítica y transversal de la modernidad, de las vanguardias, del arte de factura convencional y realista, y también de las distintas opciones estéticas que ofrece el arte contemporáneo. Todo ello centrado en la influencia de las normas de género, en la violencia simbólica y real que producen, y en el peso excluyente del androcentrismo machista. En este sentido, y dado el carácter estructural del género, el propósito de este libro es diseccionar el componente político y social que impregna las distintas corrientes estéticas canónicas (Futurismo, Dadaísmo, Surrealismo, Abstracción?), incluido el arte utilizado como propaganda (en el nazismo, el estalinismo, el franquismo?), y, además, analizar las formas de resistencia que han adoptado en el siglo XX distintas prácticas artísticas, como el arte cuestionador de contenido feminista o las manifestaciones poscoloniales.

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Información

Año
2008
ISBN
9788446036753
Edición
1
Categoría
Arte
1
La vanguardia beligerante. Demarcaciones de género en el futurismo y el vorticismo
El público aficionado al arte se encontró al llegar el siglo XXI con un sinfín de representaciones de la mujer. El número elevado de imágenes, sobre todo plasmadas en la pintura, aunque también en la escultura, la cartelística y la fotografía, contrastaba sobremanera con el enfoque reduccionista predominante en lo concerniente a los valores de género. La modernidad atravesaba, por nombrar algunos artistas que trabajaban ya en tiempos finiseculares, la obra de Vuillard, Seurat, Matisse, Picasso. En ella la imagen de la mujer ocupaba un papel principal. Dicho esto, si se observan con detenimiento y minucia las tipologías iconográficas usadas con mayor frecuencia, se podrá constatar fácilmente que estamos ante lo que podría denominarse el fenómeno de la mujer reclinada. Con esta expresión aludo a la proliferación de figuras femeninas que se asemejan por su aire de nonchalance, que imprime claramente el cuerpo tumbado, acostado, echado, recostado, o inmerso en la molicie para disfrute del autor de la obra y, se supone, también del espectador. Un espectador que se imagina masculino, aunque haya mujeres que visiten los salones de arte y disfruten también de las colecciones privadas. Stricto sensu la representación del cuerpo humano, en particular el de la mujer en posición de descanso, no supone novedad alguna y, por no escarbar en épocas mucho más lejanas, se encuentra con frecuencia, entre otros, en los cuadros de odaliscas de Ingres. Sí puede sorprender que, entrada la nueva centuria y tras las innovaciones formales y perceptivas del impresionismo y de estéticas cercanas, alguno de los representantes del arte moderno, que han formado las huestes de algunos movimientos considerados de vanguardia, como es el caso de Matisse y de Picasso, en Francia, pero también el expresionismo teutón de Erick Heckel o Max Pechstein, insistan con tanto empeño en representar a la mujer que reposa o se refocila en su dolce far niente. En realidad, no se trata de una reiteración inocente; las imágenes no lo son: revelan de algún modo el pensamiento inconsciente del hacedor, que casi siempre es un hombre. En muchas de las obras que podrían incluirse en el fenómeno de la mujer reclinada la persona retratada ha posado para el creador que ejerce su control sobre la figura pintada o esculpida. En otros casos, no hay modelos y los artistas han empleado fotografías que sirven de simple instrumento para la construcción de imágenes ficticias. Es frecuente que este sinnúmero de figuras femeninas expongan su cuerpo desnudo y es preciso señalar que en alguno de los ejemplos citados lo hacen subvirtiendo los estilos académicos. Verbigracia en Las señoritas de Avignon, de Picasso, 1907.
Se representa por lo general a la mujer en el estudio, el espacio en donde gobierna el artista y donde dispone de sus medios técnicos, y también en la naturaleza, espacio ajeno a las constricciones de la vida en sociedad. Antes de analizar las implicaciones simbólicas en lo relativo a las demarcaciones de género, merece la pena recordar que la desnudez y su tratamiento formalmente audaz contraviene el tabú social y religioso que impide mostrar el cuerpo. Esta realidad carnal se exhibe con cierta inconsciencia, separada de las reglamentaciones sociales, morales y religiosas, en una suerte de vergel terrestre como puede observarse en especial en obras de Die Brücke. Para enfatizar ese deseo de libertad por parte del artista la recreación de un espacio geográfico alejado de Occidente parece pertinente. Una recreación real en el caso de Gauguin, fruto de su conocimiento personal de Tahití, o una fabricación imaginada, fantaseada como sucede con obras de aquellos expresionistas alemanes que nunca pusieron los pies en África o en los mares del Sur (salvo excepciones como Emil Nolde y Max Pechstein), aunque en cierta manera los reinventaron al dotar de rasgos físicos (denominados «primitivos» en la historiografía del arte con claro sesgo colonialista) a las jóvenes desinhibidas que pueblan sus pinturas. En realidad se inspiraron en parte de tallas de madera africanas y de otros materiales que pudieron visitar en el Dresdener Völkerkundemuseum (Museo etnográfico de Dresde). Sin duda, aunque no fuese el único factor, la asociación entre culturas no occidentales y el desnudo se vio alimentada por estereotipos y fabulaciones imaginarias sobre comunidades humanas de las que los artistas de Die Brücke apenas tenían algún conocimiento fundamentado, a pesar de que decían admirarlas por su falta de prejuicio y por su supuesto modus vivendi, en plena libertad. Una suposición no avalada por los hechos. Un caso singular, puesto que visitó Rumanía y Bulgaria, es el de Otto Mueller que en 1929 realizó La carpeta de los gitanos, una serie de nueve litografías en color. En estas obras no estamos en una zona de Oceanía sino que el artista se siente fascinado por el nomadismo de la comunidad zíngara a la que muestra en carromatos y cabañas en pleno bosque o en una arboleda, con la nota peculiar de que las mujeres semejan salvajes criaturas felices de pechos desnudos. Aparecen rodeadas de niños, junto al agua, delante de la carreta, bajo los árboles, en una suerte de idealizado paraíso terrestre muy alejado de las condiciones reales de vida de los gitanos. La centralidad de las mujeres no genera una perspectiva liberadora al caer, al menos parcialmente, en el estereotipo de madre erotizada, en una suerte de etnocentrismo blanco, que afecta y condiciona la óptica vertida sobre una realidad local presente en la historia social alemana, la de una comunidad marginada y estigmatizada.
Sin embargo, y volviendo a la cuestión del énfasis en la naturalización de los cuerpos en el expresionismo, debido al influjo de las estatuillas africanas u oceánicas, en particular las de las mujeres (es escasa la presencia de hombres desnudos salvo algún bañista o alguna litografía como Hombre tumbado en la playa, 1908, o el óleo Baño de artilleros, 1915, ambos de Kirchner), parece oportuno señalar que estas representaciones traslucen de alguna forma un planteamiento eurocéntrico, quizá inconsciente, imbuido de prejuicios.
Si se lleva a cabo un repaso, aun superficial, del arte moderno generado en las últimas décadas del siglo XIX y en las primeras del siguiente, la abundancia de desnudos femeninos salta a la vista. ¿Es esta abundancia casual? ¿Se trata de una simple constatación del auge de los géneros en el arte (pintura de paisaje, bodegón, retrato, desnudo…)? ¿O puede acaso interpretarse, como así lo manifiesta Tamar Garb[1], como un síntoma de los miedos masculinos hacia las demandas de igualdad política y social de sufragistas y feministas? Un temor al que se responde desde la hegemonía masculina con una insistencia en la representación de una mujer dócil, aquietada, alejada de cualquier tentación reivindicativa. Se trata de una mujer autosatisfecha, objetualizada, «inmersa en un entorno paradisíaco de tintes primitivistas» como sucede con la obra de Pierre-Auguste Renoir[2]. La acumulación en el arte moderno de imágenes de mujeres recostadas es una de las claves para entender que el modernismo no constituye un lenguaje meramente formalista sino que es transmisor de códigos y valores con contenido de género. En ese sentido, destaca el desafío que lanzó la pintora francesa Suzanne Valadon con La chambre bleue, 1923. En esta pintura, realizada en un contexto masculinista y con un enfoque poco habitual en esos años, la artista se retrata cual ninfa tumbada en un diván, con pantalones y fumando, sin ninguno de los atributos tipificados como femeninos. Estamos ante una suerte de réplica a la Olympia de Manet y a las cortesanas orientalizantes de Matisse. Todo un síntoma de rebeldía.
Las innovaciones de las vanguardias históricas en materia de color, de construcción de espacio, de utilización de nuevos materiales, de modificación de las visiones perceptivas tradicionales están fuera de toda duda. En cambio no parece razonable afirmar lo mismo en lo tocante a la modificación de las normas de género. La idiosincrasia innovadora del fauvismo, del expresionismo y del cubismo en el plano de las transformaciones estéticas formales, que ayudaron a configurar una nueva visualidad plástica, no va acompañada de cambios sustanciales en los roles sociales que propendan a la igualdad entre hombres y mujeres. Al contrario, los artistas, varones en su inmensa mayoría, siguieron reforzando las imágenes de la mujer pasiva, dominada por la mirada de su creador, sojuzgada por su inactividad, adscrita a funciones subordinadas, paralizada por el mismo proceso de objetualización, convertida en un pedazo de carne. Y ello sucedía tanto en artistas que en el plano de la ideología se situaban en posiciones conservadoras, como es el caso de Renoir, como con otros que se manifestaron afines a postulados progresistas. Las demarcaciones de género y el discurso machista atraviesa transversalmente diferentes posiciones ideológicas. Si se piensa por ejemplo en los casos de Strindberg y de Munch, en quienes confluyen muchas concomitancias estéticas, amén de similitudes en su conducta personal atrabiliaria, las aportaciones en el ámbito creativo, de turbadora osadía, no van a la par con el ahínco de signo misógino con que retratan a menudo a los personajes y figuras femeninas.
Dicho esto, el aluvión de representaciones que deparan muchas producciones artísticas del cambio de siglo se basan en el principio que, parafraseando a John Berger, estipula que la mujer aparece y el hombre actúa[3]. Es decir, el hombre mira a la mujer y ésta se mira a sí misma siendo mirada, por tanto, la especificidad de la mujer, tal como es construida en las representaciones artística citadas, indica que ésta se constituye en esa misma desigualdad que la reduce a objeto, vestido o desnudo[4]. De esto se infiere que resulta inadecuado hablar en términos de la inocuidad de una imagen per se, dado que los parámetros sociales, políticos, culturales, sexuales y simbólicos impiden que una imagen puede interpretarse sin más, en su supuesta pureza, asepsia e independencia neutral. Nada hay, por consiguiente, de bueno o malo, de positivo o de negativo en una figura de mujer sin ropa recostada en un diván pero en el momento en que, a partir de una atalaya conceptual y epistemológica más global, se tiene en cuenta el trato social discriminatorio y degradante que ha sufrido la población femenina a lo largo de la historia, con sus variantes y cambios, el prisma con que se analiza esa imagen de mujer adquiere connotaciones sin duda violentas.
El aluvión de representaciones de mujeres en posturas de reposo (que pueden confundir la mirada receptiva al entenderse como una invitación exclusiva a la disponibilidad de sus cuerpos) no es gratuito. Va unido a la puesta en funcionamiento visual de una gestualidad seductora y de una pasividad que se identifica con lo femenino y que facilita la observación escópica/escopofílica/escoptofílica[5] por parte del autor y del espectador varón. Esto permite hablar de una ideación, que a fuerza de repetirse se ha convertido en consuetudinaria, de valores, roles, códigos, normas y reglas de género que resulta arduo desmantelar, al no aparecer como una manifestación literal y directa de la violencia masculinista.
En el arte moderno y a veces con el lenguaje abrupto de la vanguardia se han multiplicado modelos iconográficos sustentados en la divisoria de género, en una compartimentación estricta (salvo excepciones puntuales) de las características que se suponen naturales e inherentes a la feminidad y a la masculinidad y que obedecen en realidad a ...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. Agradecimiento
  6. Prefacio
  7. 1. La vanguardia beligerante
  8. 2. Lustmord
  9. 3. El deseo como arma
  10. 4. Totalitarismos viriles
  11. 5. Género, abstracción y performance
  12. 6. Caso de estudio
  13. 7. De una guerra a otra
  14. 8. Vidas violadas
  15. 9. Violencia inconcebible
  16. Otros títulos