El Federalista
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El Federalista

Alexander Hamilton, James Madison, John Jay, Daniel Blanch, Ramón Máiz Suárez

  1. 640 páginas
  2. Spanish
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El Federalista

Alexander Hamilton, James Madison, John Jay, Daniel Blanch, Ramón Máiz Suárez

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Información del libro

El federalista", publicado en 1788 en forma de libro, es una recopilación de los artículos periodísticos que defendieron la ratificación de la Constitución federal para Estados Unidos escritos por tres de las principales figuras en la campaña a favor de la misma: Alexander Hamilton, James Madison y John Jay –bajo el pseudónimo de Publius–. En ellos no solo se ofrece el el análisis más serio del texto constituyente estadounidense, sino también la expresión filosófica más ampliamente respetada de su pensamiento político en el momento fundacional de los Estados Unidos, constituyéndose como la obra de teoría política más distinguida e influyente que se ha escrito tras la Declaración de Independencia en 1776.

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Información

Año
2015
ISBN
9788446042495
Número 1
Introducción
Independent Journal, 27 de octubre de 1787
Después de haber experimentado de manera inequívoca la ine­ficacia del actual gobierno federal[1], se os pide ahora que deliberéis sobre una nueva Constitución para los Estados Unidos de América. La importancia del asunto habla por sí sola, pues afecta nada más y nada menos que a la existencia misma de la UNIÓN, a la seguridad y el bienestar de los estados que la integran, y al destino de un imperio que, en muchos sentidos, se presenta como el más interesante de cuantos existen en la actualidad. A menudo se ha comentado que parece como si el destino le hubiera reservado al pueblo de este país, por su conducta y ejemplo, la oportunidad de decidir la importante cuestión de si las sociedades humanas son, en verdad, capaces de establecer un buen gobierno por medio de la reflexión y la libre elección o si, por el contrario, están condenadas a depender siempre del azar y de la fuerza en sus constituciones políticas. Si hay algo de verdad en lo que digo, es razonable pensar que esta crisis actual podría constituir la ocasión perfecta para que finalmente se resuelva esta duda; y una decisión errónea por nuestra parte merecería, desde esta perspectiva, ser considerada como general infortunio para toda la humanidad.
Esta perspectiva implica que, aparte del patriotismo, habría que añadir el aliciente de la filantropía, resaltando así el interés que deberían sentir, ante este acontecimiento, todas aquellas gentes honestas y que tengan consideración por los demás. Sería grato que nuestra decisión estuviera guiada por una evaluación sensata de nuestros verdaderos intereses, sin confusión ni prejuicios ajenos al bien público. Esto es lo que ardientemente deseamos pero, sin embargo, no contamos con ello. El texto que nos ofrecen, y sobre el que hemos de deliberar, afecta a tantos intereses particulares e introduce innovaciones en tantas instituciones locales, que inevitablemente traerá a discusión una variedad de cuestiones ajenas a los méritos del propio plan, y de opiniones, pasiones y prejuicios poco favorables al descubrimiento de la verdad.
Entre los obstáculos más formidables a los que se enfrenta la nueva Constitución podemos distinguir dos: el interés obvio de cierta clase de personas en cada estado[2] para resistir los cambios que pudieran conllevar un riesgo de disminución de su poder, de su salario y del peso de los cargos que ejercen en las administraciones estatales; y la ambición pervertida de otras, que esperan engrandecerse por los errores de su país, o suponen que dispondrán de mejores posibilidades de promoción si se divide el imperio en varias confederaciones parciales, en lugar de unirlo bajo un solo gobierno.
Sin embargo, no es mi intención extenderme en observaciones de esta índole. Entiendo perfectamente que sería una falta de sinceridad concluir que el rechazo a la Constitución por parte de un grupo de ciudadanos resulta por entero achacable a opiniones interesadas o ambiciosas (solo porque su posición les hace objeto de sospecha). Si somos sinceros, hemos de admitir que incluso estos ciudadanos pueden actuar con intenciones honestas; y no podemos dudar de que buena parte de la oposición que ha surgido, o que puede surgir de ahora en adelante, actúe de manera inocente aunque no siempre respetable, debido a los errores fortuitos de unas mentes ofuscadas por celos y temores preconcebidos. Las razones para que el juicio humano se tuerza son tan variadas y poderosas que, en muchas ocasiones, observamos como en una cuestión social de primera magnitud hay hombres sabios y buenos tanto en el lado equivocado del problema como en el que tiene la razón. Es importante tener en cuenta esta circunstancia y debería ser una lección de moderación para aquellos que siempre están convencidos de poseer toda la razón en una controversia. Otra razón en favor de la cautela en este tema se podría derivar de esta reflexión: no siempre tenemos la certeza de que los que se proclaman defensores de la verdad alberguen principios más puros que sus antagonistas. Los que apoyan una política acertada tienden a estar tan influidos por la ambición, la avaricia, la animosidad personal, la oposición partidista y otros muchos impulsos que en modo alguno resultan superiores a estos, como aquellos otros que se oponen a lo correcto en una cuestión determinada. Incluso sin estos incentivos para la moderación, no hay nada peor, a la hora de formar un juicio, que el espíritu intolerante tan característico de todos los partidos políticos. El proselitismo a fuego y espada resulta tan absurdo en política como en religión. Pero es lo cierto que, tanto en una como en la otra, las herejías rara vez se curan con la persecución.
Sin embargo, aunque se puedan considerar como justos estos sentimientos, ya tenemos muestras suficientes de que ocurrirá lo mismo que en todos los grandes debates nacionales anteriores: se dará rienda suelta a un torrente de airadas y malignas pasiones. A juzgar por el comportamiento de los partidos en la oposición, debemos concluir que se esforzarán por mostrar unos a otros lo justificadas que son sus opiniones, aumentando el número de sus adeptos mediante la exaltación con que expresan sus proclamas y la amargura de sus improperios. El celo ilustrado por reforzar la energía y la eficiencia del gobierno resultará estigmatizado como la señal inequívoca de un temperamento propicio al poder despótico y hostil a los principios de la libertad. Aunque suele ser más a menudo un error surgido de la razón que del corazón, mostrarán un afán excesivamente escrupuloso por evitar cualquier amenaza a los derechos del pueblo, no siendo esto sino mera afectación y estratagema, cebo rancio para conseguir popularidad a costa del bien público. Suele olvidarse que los celos normalmente acompañan a un amor violento y que el noble entusiasmo por la libertad tiende a estar infectado por un espíritu de desconfianza intolerante e iliberal. Por otra parte, se olvida igualmente que el vigor del gobierno resulta esencial para asegurar la libertad; que nunca se pueden separar estos dos intereses si se quiere formar un juicio bien fundado e informado; y que la más peligrosa ambición suele esconderse más frecuentemente tras la engañosa máscara de la defensa de los derechos del pueblo, que bajo la apariencia imponente del celo en la firmeza y eficiencia del gobierno. La historia nos enseña que el primer camino se considera mucho más eficaz que el segundo a la hora de establecer el despotismo. De hecho, de los hombres que han subvertido las libertades de las repúblicas, el número más ingente de aquellos inició su carrera mostrando un interés servil por el pueblo, comenzando como Demagogos y terminando como Tiranos.
Las observaciones anteriores han sido hechas con vistas a poneros en guardia, a vosotros, mis estimados conciudadanos, contra cualquier intento, venga de donde venga, por influir en vuestra decisión sobre un asunto de la máxima importancia para vuestro bienestar, y para evitar que recibáis impresiones de otra fuente que no sea la evidencia de la verdad. Sin duda ya os habréis dado cuenta, por el tono general de mis comentarios, que proceden de alguien que no se muestra contrario a la nueva Constitución. Sí, mis compatriotas, confieso que después de haberla evaluado atentamente, tengo la clara convicción de que os interesa ratificarla. Estoy convencido de que es el camino más seguro hacia vuestra libertad, dignidad y felicidad. No mostraré ninguna reserva, pues no la poseo en absoluto. Tampoco os entretendré con una apariencia de deliberación, pues ya me he decidido. Reconozco con franqueza mis convicciones, y os mostraré abiertamente las razones en las que se fundan. La conciencia de las buenas intenciones desdeña toda ambigüedad. De todos modos, no me extenderé en exhortaciones de esta índole, ya que mis motivos han de permanecer en lo más recóndito del corazón. Pero mis argumentos quedarán claramente expuestos para todo el mundo, y podrán ser juzgados por todos, siendo ofrecidos, al menos, con el ánimo de no perjudicar la causa de la verdad.
Me propongo discutir en una serie de artículos los siguientes temas de interés: La utilidad de la UNIÓN para vuestra prosperidad política – La insuficiencia de la Confederación actual para conservar la Unión – La necesidad de un gobierno por lo menos tan enérgico como el propuesto por la Convención, con el fin de lograr el objetivo anterior – La conformidad de la Constitución propuesta con los verdaderos principios del gobierno republicano – Su semejanza a la Constitución de vuestro propio estado[3] y, finalmente, – La seguridad adicional de que su adopción servirá para mantener este tipo de gobierno, junto con la libertad y la propiedad.
En el transcurso de esta discusión me esforzaré por dar una respuesta satisfactoria a todas las objeciones que puedan presentarse y resulten merecedoras de vuestra atención.
Tal vez parezca superfluo presentar argumentos para probar la utilidad de la UNIÓN, ya que sin duda la gran mayoría del pueblo de cada estado está profundamente convencida de ello, pudiéndose incluso considerar como una causa sin adversarios. Pero el caso es que hemos oído susurrar en los círculos íntimos de quienes se oponen a la nueva Constitución, que la extensión de los trece estados resulta excesiva para formar un sistema político conjunto y que, necesariamente, debemos recurrir a varias confederaciones separadas, compuestas de distintas partes de ese todo[4]. Es probable que esta doctrina se vaya propagando gradualmente, hasta obtener votantes suficientes como para contemplar la posibilidad de recibir un apoyo explícito. Para aquellos que sean capaces de percibir el panorama completo de este asunto, resulta evidente que hay que elegir entre adoptar una nueva Constitución o desmembrar la Unión. Por tanto, nos será de gran utilidad examinar de entrada las ventajas de la Unión, así como los males seguros y los peligros probables a los que se expone cualquier estado si se disolviera la Unión. Este será, por tanto, el tema del próximo número.
PUBLIUS (Hamilton)
Número 2
Concerniente a los peligros derivados del poder y de la influencia extranjera
The Independent Journal, 31 de octubre de 1787
Cuando el pueblo de América repare en el hecho de que se le convoca a decidir sobre una cuestión que ha de mostrarse, en sus consecuencias, como una de las más importantes que jamás han ocupado su atención, quedará patente que lo apropiado es adoptar una visión de conjunto y una posición rigurosa respecto al tema.
No hay mayor certeza que la siguiente: el gobierno constituye una necesidad indispensable. Tampoco se puede negar que una vez establecido este, el pueblo ha de cederle alguna parte de sus derechos naturales, con el fin de investirlo con los poderes indispensables para su cometido. Por tanto, bien vale la pena investigar si los intereses del pueblo americano se verán más beneficiados si se le considera a todos los efectos como una sola nación bajo un gobierno federal, que si se le divide en confederaciones separadas y se atribuye a la máxima autoridad de cada una de ellas los mismos tipos de poderes que se aconseja otorgar a un gobierno nacional.
Hasta hace poco se aceptaba plenamente, sin que nadie lo pusiera en duda, que la prosperidad del pueblo americano dependía de que continuara firmemente unido, y los deseos, los ruegos y los esfuerzos de nuestros mejores y más sabios ciudadanos se han encaminado continuamente hacia ese objetivo. Pero ahora aparecen políticos que insisten en que esa opinión es errónea y, que en vez de buscar la seguridad y felicidad en la Unión, deberíamos buscarla en una división de los estados en distintas confederaciones o soberanías[5]. Por muy extraordinaria que parezca esta nueva doctrina, tiene sus partidarios; y ciertas personalidades que antes se mostraban muy opuestas a ella, a día de hoy se cuentan entre sus partidarios. Cualesquiera que fuesen los argumentos o atractivos que hayan dado lugar a este cambio en los sentimientos y declaraciones de estos ciudadanos, sin duda sería un error que el pueblo en general adoptase estos nuevos principios políticos, sin estar plenamente convencido de que se hallan fundados en la verdad y en una política sólida.
A menudo he disfrutado observando que América tras su independencia no está compuesta de territorios desvinculados y distantes entre sí; por el contrario, la herencia de los hijos occidentales de la libertad ha sido un país interconectado, fértil y extenso. La Providencia la ha bendecido de manera especial con una gran variedad de suelos y de cultivos, y la ha regado con innumerables vías de agua para la delicia y comodidad de sus habitantes. Una sucesión de aguas navegables forman una especie de cadena alrededor de sus fronteras, como si tratase de mantenerla unida; a la vez que los ríos más nobles del mundo discurren a distancias convenientes, presentando así vías de fácil comunicación para ayudarnos mutuamente, y transportar e intercambiar mercancías diversas.
Con igual placer he observado, a menudo, el hecho de que la Providencia ha tenido a bien conceder este país entero a un pueblo unido, un pueblo que desciende de los mismos antepasados, habla el mismo idioma, profesa la misma religión, está ligado a los mismos principios de gobierno, muy similar en sus m...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. Estudio preliminar
  6. Ediciones consultadas
  7. Referencias bibliográficas
  8. EL FEDERALISTA
  9. Prefacio
  10. 1. Introducción
  11. Anexo
Estilos de citas para El Federalista

APA 6 Citation

Hamilton, A., Madison, J., & Jay, J. (2015). El Federalista (1st ed.). Ediciones Akal. Retrieved from https://www.perlego.com/book/2040464/el-federalista-pdf (Original work published 2015)

Chicago Citation

Hamilton, Alexander, James Madison, and John Jay. (2015) 2015. El Federalista. 1st ed. Ediciones Akal. https://www.perlego.com/book/2040464/el-federalista-pdf.

Harvard Citation

Hamilton, A., Madison, J. and Jay, J. (2015) El Federalista. 1st edn. Ediciones Akal. Available at: https://www.perlego.com/book/2040464/el-federalista-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Hamilton, Alexander, James Madison, and John Jay. El Federalista. 1st ed. Ediciones Akal, 2015. Web. 15 Oct. 2022.