Martin Eden
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Martin Eden

  1. 448 páginas
  2. Spanish
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Información del libro

"Martin Eden" es una novela marcadamente autobiográfica en la que London relata la lucha de un muchacho sin recursos y cultura por llegar a ser un escritor de éxito. Si bien es verdad que London está siempre presente en los personajes aventureros de sus obras, podríamos decir que en Martin Eden el autor se vacía y se entrega por entero a sus lectores. Se trata de una novela apasionada y trágica, en la mejor tradición de la novela americana, la novela del hombre que se hace a sí mismo y también a sí mismo se destruye.

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Información

Año
2016
ISBN
9788446043089
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Classics
CAPÍTULO XLV
Kreis fue a ver a Martin un día –Kreis, uno de los «piojosos»; y Martin se encomendó a él con alivio, para recibir los resplandecientes detalles de un proyecto lo suficientemente descabellado como para que le interesara más como autor de ficción que como inversor. Kreis se detuvo el tiempo suficiente en mitad de su exposición para decirle que en la mayor parte de La vergüenza del sol había sido un imbécil.
—Pero no he venido aquí a perorar de filosofía –continuó Kreis−. Lo que quiero saber es si vas a meter mil dólares en este negocio o no.
—No, al menos no estoy tan chiflado como para eso –contestó Martin−. Pero te diré lo que voy a hacer. Me hicisteis pasar la mejor noche de mi vida. Me disteis algo que el dinero no puede comprar. Y ahora tengo dinero y no significa nada para mí. Me gustaría entregarte mil dólares de algo que no valoro por lo que me disteis aquella noche y a lo que no se le puede poner precio. Necesitas el dinero y yo tengo más del que necesito. Tú lo quieres, viniste a por él. No es necesario tramar nada para sacármelo. Tómalo.
Kreis no demostró sorpresa alguna. Dobló el cheque y se lo guardó en el bolsillo.
—Con esta tarifa me gustaría tener un contrato con el que proporcionarte muchas más noches como aquella –dijo él.
—Demasiado tarde –dijo Martin negando con la cabeza−. Aquella noche fue una noche única para mí. Estaba en el paraíso. Es algo normal para ti, ya lo sé. Pero no lo fue para mí. No volveré a vivir esa emoción nunca más. He terminado con la filosofía. No quiero volver a oír ni una sola palabra sobre eso.
—Es el primer dólar que he ganado en mi vida con la filosofía –comentó Kreis, deteniéndose en la puerta−. Y va el mercado y se hunde.
La señora Morse pasó con su coche junto a Martin en la calle un día, y le sonrió y lo saludó con un gesto de la cabeza. Él le devolvió la sonrisa y se levantó el sombrero. El episodio no le afectó. Un mes antes quizá le hubiera causado repugnancia, o le habría despertado la curiosidad y se habría puesto a especular sobre su estado de conciencia en aquel momento. Pero ahora no le provocaba siquiera como para volver a pensar en ello. Lo olvidó al momento. Lo olvidó igual que habría olvidado el edificio del Center Bank o el del ayuntamiento una vez rebasados en la calle. Pero su mente era preternaturalmente activa. Sus pensamientos iban siempre en círculos en una ronda interminable. El centro de aquel círculo era «trabajo realizado»; le roía el cerebro como un gusano inmortal. Ahí estaba cuando se despertaba por la mañana. Atormentaba sus sueños por la noche. Cualquier acontecimiento de la vida que lo rodeaba y que penetraba sus sentidos terminaba relacionándose con «trabajo realizado». Atravesó el sendero de la lógica despiadada hasta llegar a la conclusión de que no era nadie, nada. Mart Eden, el matón y Mart Eden, el marinero, habían sido reales, habían sido él; pero Martin Eden, el famoso escritor, no existía. Martin Eden, el famoso escritor, era un vapor que había surgido en la mente de la masa y a causa de la mente de la masa se había convertido en el ser corpóreo de Mart Eden, el matón y el marinero. Pero a él no lo engañaba. Él no era ese mito solar al que la masa adoraba y al que ofrecían cenas en sacrificio. Él lo sabía bien.
Leyó sobre él en las revistas y escudriñó los retratos suyos allí publicados hasta que fue incapaz de asociar su identidad con aquellos retratos. Él era el tipo que había vivido, se había emocionado y había amado; el que había sido agradable y tolerante con las fragilidades de la vida; el que había hecho guardia en el castillo de proa, el que había viajado sin rumbo por tierras extrañas y el que dirigiera a su panda en los viejos tiempos de las peleas. Él era el que se había quedado boquiabierto al ver por primera vez los miles de libros de la biblioteca pública, y el que después había aprendido a moverse entre ellos y los había dominado; él era el que había quemado petróleo a medianoche, el que había dormido con un aguijón y el que había escrito libros. Pero lo único que no era era ese apetito colosal que toda la masa se empeñaba en alimentar.
Sin embargo, había cosas en las revistas que lo divertían. Todas las revistas lo reclamaban. Warren’s Monthly anunció a sus suscriptores que siempre andaba en busca de nuevos escritores, y que, entre otros, había presentado a Martin Eden al público lector. The White Mouse lo reclamaba, al igual que The Northern Review y Mackintosh’s Magazine, hasta que fueron silenciados por The Globe, que señalaba triunfante a sus archivos donde el mutilado Poemas del mar yacía enterrado. Youth and Age, que había vuelto de nuevo a la vida tras escabullirse de pagar sus deudas, interpuso una reclamación previa que nadie leyó nunca excepto los hijos de los granjeros. La Transcontinental afirmó solemne y convincentemente que habían sido los primeros en descubrir a Martin Eden, lo cual fue acaloradamente rebatido por The Hornet, que exhibió La peri y la perla. La modesta reclamación de Singletree, Darnley y Cía. se perdió en medio del estrépito. Pero, claro, aquella editorial carecía de una revista en la que haber hecho que su reclamación fuera menos modesta.
Los periódicos calcularon los derechos de autor de Martin. De algún modo, las magníficas ofertas que ciertas revistas le habían hecho se filtraron, y los pastores de Oakland lo visitaron amistosamente, al tiempo que su correo empezó a verse atestado de cartas profesionales de peticionarios de dinero. Pero lo peor de todo eran las mujeres. Sus fotografías se habían publicado y habían sido ampliamente difundidas, y los periodistas explotaron su cara fuerte y bronceada, sus cicatrices, sus hombros poderosos, sus ojos claros, y sus mejillas ligeramente hundidas como las de un asceta. Esto último le hizo recordar su juventud y se sonrió. A menudo, entre las mujeres con las que se encontraba, descubría a una mirándolo, y luego a otra evaluándolo, seleccionándolo. Se reía para sus adentros. Recordó las advertencias de Brissenden y volvió a reírse. Las mujeres nunca lo destruirían, de eso estaba seguro. Esa etapa ya había quedado atrás.
Una vez, mientras caminaba con Lizzie hacia la escuela nocturna, ella captó la mirada que le dirigía a él una atractiva mujer burguesa muy bien vestida. La mirada duró quizá demasiado y fue excesivamente meticulosa. Lizzie sabía lo que significaba y se le tensó el cuerpo con ira. Martin se dio cuenta, advirtió la causa, le dijo lo acostumbrado que estaba últimamente a esas cosas y que, en cualquier caso, no le importaba.
—Pues debería importarte –le contestó ella con ojos centelleantes−. Estás enfermo. Eso es lo que te pasa.
—No he estado más sano en mi vida. Peso dos kilos más de lo que he pesado nunca.
—No es tu cuerpo. Es tu cabeza. Algo le pasa a tu máquina de pensar. Hasta yo soy capaz de darme cuenta, y yo no soy nadie.
Él continuó caminando a su lado, reflexionando.
—Daría cualquier cosa porque lo superaras –dijo ella impulsivamente−. Debería importarte cuando las mujeres te miran de esa manera, a un hombre como tú. No es natural. Está bien para los mariquitas, pero tú no eres así. Te lo juro, me alegraría mucho si apareciera una mujer capaz de hacer que te importara.
Cuando dejó a Lizzie en la escuela nocturna, volvió al Metropol.
Una vez en su habitación, se dejó caer en una silla Morris y se quedó sentado allí mirando al frente. No se durmió. Tampoco pensó. Tenía la mente en blanco, excepto durante los intervalos en los que imágenes de la memoria tomaban forma, color y brillo bajo sus párpados sin que las hubiera convocado. Veía las imágenes sin tener casi conciencia de ellas –no más de la que se tiene durante el sueño–. Pero no estaba dormido. Se despertó una vez y miró el reloj. No eran más que las ocho. No tenía nada que hacer y era demasiado temprano para acostarse. Y la mente se le quedó en blanco de nuevo y las imágenes comenzaron a formarse y a desvanecerse bajo sus párpados. Las imágenes no tenían nada peculiar; se trataba siempre de masas de hojas y ramas de arbustos atravesados por cálidos rayos de sol.
Lo despertó una llamada a la puerta. No estaba dormido y su mente rápidamente conectó la llamada con un telegrama o alguna carta, o quizá se tratara de alguno de los sirvientes que venía a traerle ropa limpia de la lavandería. Estaba pensando en Joe, preguntándose dónde estaría, y dijo:
—Pase.
Pensando aún en Joe, no se giró hacia la puerta. Oyó cómo se cerraba con suavidad. Hubo un largo silencio. Olvidó que habían llamado a la puerta y estaba aún mirando al frente con la mente en blanco, cuando oyó un sollozo de mujer. Era involuntario, espasmódico, como si quisieran frenarlo, ahogarlo –notó al volverse–. Se puso en pie al instante.
—¡Ruth! –dijo, sorprendido y perplejo.
Estaba pálida y se le notaba tensa. Estaba junto a la puerta, con una mano apoyada en ella y la otra pegada al costado. Extendió los brazos hacia él lastimeramente, y comenzó a acercarse. Cuando él le cogió las manos para conducirla hasta la silla Morris, notó lo frías que las tenía. Acercó otra silla y se sentó en el ancho brazo. Estaba demasiado sorprendido para hablar. En su mente, la relación con Ruth estaba muerta y enterrada. Se sentía igual que se habría sentido si la lavandería de Shelly Hot Springs hubiera invadido repentinamente el hotel Metropole con la colada de una semana esperando a que él acometiera el trabajo. Estuvo a punto de hablar varias veces, y todas ellas titubeó.
—Nadie sabe que estoy aquí –dijo Ruth con voz débil y con una sonrisa suplicante.
—¿Qué has dicho?
Se sorprendió ante el sonido de su propia voz.
Ella repitió las palabras.
—¡Ah! –dijo él, y se quedó pensando qué otra cosa podría decir.
—Te vi entrar y esperé unos minutos.
—¡Ah! –volvió a decir él.
Nunca había tenido la lengua tan trabada en su vida. No tenía absolutamente ni una sola idea en la cabeza. Se sintió estúpido y torpe, completamente incapaz de pensar ni una sola cosa que decir. Le habría resultado más fácil si lo hubiera invadido la ropa sucia de la ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Contra
  4. Legal
  5. Introducción
  6. Cronología
  7. Portadilla
  8. Capítulo I
  9. Capítulo II
  10. Capítulo III
  11. Capítulo IV
  12. Capítulo V
  13. Capítulo VI
  14. Capítulo VII
  15. Capítulo VIII
  16. Capítulo IX
  17. Capítulo X
  18. Capítulo XI
  19. Capítulo XII
  20. Capítulo XIII
  21. Capítulo XIV
  22. Capítulo XV
  23. Capítulo XVI
  24. Capítulo XVII
  25. Capítulo XVIII
  26. Capítulo XIX
  27. Capítulo XX
  28. Capítulo XXI
  29. Capítulo XXII
  30. Capítulo XXIII
  31. Capítulo XXIV
  32. Capítulo XXV
  33. Capítulo XXVI
  34. Capítulo XXVII
  35. Capítulo XXVIII
  36. Capítulo XXIX
  37. Capítulo XXX
  38. Capítulo XXXI
  39. Capítulo XXXII
  40. Capítulo XXXIII
  41. Capítulo XXXIV
  42. Capítulo XXXV
  43. Capítulo XXXVI
  44. Capítulo XXXVII
  45. Capítulo XXXVIII
  46. Capítulo XXXIX
  47. Capítulo XL
  48. Capítulo XLI
  49. Capítulo XLII
  50. Capítulo XLIII
  51. Capítulo XLIV
  52. Capítulo XLV
  53. Capítulo XLVI
  54. Publicidad