1. Kiev
Reducida a su definición más simple, la cultura rusa es un cuento de tres ciudades: Kiev, Moscú y San Petersburgo, ninguna de las cuales se puede considerar antigua de acuerdo a los patrones de la historia mundial. La primera de ellas fue fundada probablemente en algún momento del siglo viii, la segunda en el xii y la tercera a comienzos del xviii. Cada una de ellas fue capital de un desparramado y gran Imperio eslavo de la periferia oriental de Europa, y cada una de ellas dejó un impacto permanente en la cultura de la moderna Rusia.
La aparición de Moscú y posteriormente de San Petersburgo son dos acontecimientos decisivos en la historia de la Rusia moderna, y la profunda aunque sutil rivalidad existente entre ambas es uno de los temas recurrentes de su maduro desarrollo cultural. No obstante, el contexto cultural de este teatro lo aportó Kiev, la primera de las tres ciudades en surgir y caer. Pero, a pesar del debilitamiento y las transformaciones que ha experimentado en los últimos años, a pesar de estar sometida a las reclamaciones particulares de historiadores polacos y ucranianos, Kiev ha seguido siendo para los cronistas la «madre de las ciudades rusas» y «alegría del mundo». Los recuerdos de sus hazañas y logros se conservaron en el folclore oral para dar a los eslavos ortodoxos occidentales una permanente y duradera sensación de la unidad y el esplendor del que una vez gozaron. Como afirma un proverbio popular, Moscú fue el corazón de Rusia, San Petersburgo su cabeza, pero Kiev fue su madre.
Los orígenes de Kiev siguen siendo oscuros, pero los primeros datos con que contamos nos hablan de la fundación por parte de guerreros-comerciantes del norte de una serie de ciudades fortificadas a lo largo de los ríos que fluían por las ricas llanuras orientales de Europa hasta desembocar en el Mar Negro o en el Mediterráneo. La principal arteria de esta nueva ruta comercial desde la región báltica era el río Dnieper, y muchas ciudades históricas de la primitiva Rusia, tales como Chernigov y Smolensk, se fundaron en puntos estratégicos en las orillas de sus principales afluentes del norte. Kiev, la más sureña y desprotegida de las ciudades fortificadas a lo largo de este río, se convirtió en el principal punto de contacto con el Imperio bizantino en el sureste, y en el centro donde se produjo la gradual conversión al cristianismo ortodoxo en los siglos ix y x de los príncipes escandinavos y de la población eslava que habitaba esta región. En virtud de su privilegiada ubicación en la escarpada ribera occidental del Dnieper, Kiev no tardó en convertirse en importante bastión de la cristiandad frente a los belicosos nómadas paganos de la estepa del sur. Económicamente fue un activo centro comercial y probablemente la ciudad más grande de la Europa oriental. Políticamente fue el centro de una civilización eslava que no era tanto un Estado territorial definido en el moderno sentido de la palabra como una cadena de ciudades fortificadas unidas por débiles lazos religiosos, económicos y dinásticos.
La Rusia de Kiev estaba íntimamente unida con la Europa occidental gracias al comercio y a los matrimonios con miembros de todas las familias reales más importantes de la cristiandad europea. Rusia es mencionada en poemas épicos tan antiguos como los cantares de Roldán y de los nibelungos. En realidad, los logros culturales del Occidente medieval que representan estas obras no habrían sido posibles sin la existencia de una civilización cristiana militante en Europa oriental que absorbió gran parte del impacto de las invasiones de los pueblos menos civilizados de la estepa.
Por desgracia, estos prometedores lazos iniciales con Occidente nunca se establecieron de una manera segura. Cada vez más, de forma inexorable, la Rusia de Kiev fue arrastrada hacia el este a una confrontación debilitante por el control de la estepa eurasiática.
Por desgracia, de la historia política de la mayor extensión de terreno unida del mundo sólo ha quedado un recuento parcial. Al igual que los escitas, sarmacios y hunos antes que ellos (y sus contemporáneos y adversarios mongoles), los rusos habrían de adquirir fama en las sociedades más estables por su tosquedad y crueldad. Pero, a diferencia de todos los demás pueblos que dominaron la estepa, los rusos consiguieron no sólo conquistar sino civilizar toda la región, desde los pantanos del Pripet y los Cárpatos por el Occidente hasta el desierto de Gobi y los Himalayas por el Oriente.
La inspiración para estos logros no vino de Europa ni de Asia, sino de un Imperio bizantino que se hallaba entre ambas, griego en su idioma pero oriental en su magnificencia. La capital bizantina de Constantinopla estaba situada en el estrecho que separaba Europa de Asia y que conectaba el Mediterráneo con el mar Negro y los ríos que conducían a los lugares predominantes de Europa central y oriental: el Danubio, el Dnieper y el Don. Conocida como la «nueva» o la «segunda» Roma, esta ciudad de Constantino siguió dominando la mitad oriental del viejo Imperio romano durante casi mil años después de que aquél sucumbiera.
De todos los logros culturales de Bizancio ninguno fue más importante que el de llevar el cristianismo a los eslavos. Cuando la Tierra Santa, el norte de África y Asia Menor se convirtieron al islamismo en los siglos vii y viii, Bizancio se vio obligado a retroceder al norte y al este para rescatar sus riquezas. Antes del siglo ix Constantinopla ya había recuperado la autoconfianza necesaria para iniciar una nueva expansión. Las cuestiones largamente debatidas de la doctrina cristiana se habían resuelto en los siete concilios de la Iglesia; los invasores islámicos habían sido rechazados desde afuera y los iconoclastas puritanos desde la capital. Tanto emperadores como patriarcas habían empezado a desafiar la autoridad de un Occidente que aún no había acabado de salir claramente de la Edad Oscura.
La rápida expansión de la influencia política y cultural bizantina en los Balcanes durante el siglo ix hizo resaltar la exuberancia de esta «segunda edad de oro» de la historia de Bizancio. El momento clave de esta penetración fue el viaje misionero a tierras eslavas de dos hermanos griegos procedentes de la región fronteriza con el mundo eslavo en Macedonia: Cirilo, famoso erudito que había hecho frecuentes viajes, y Metodio, un administrador con experiencia en las zonas de habla eslava del Imperio bizantino. En la distante Moravia y más tarde en Bulgaria, ayudaron a convertir el eslavo vernáculo en un lenguaje escrito apto para traducir los libros básicos del cristianismo ortodoxo. Al parecer, su primera obra la realizaron con el exótico alfabeto glagolítico, inventado a propósito, pero sus seguidores no tardaron en aplicarse y concentrarse en el cirílico, que contenía muchas letras griegas relativamente conocidas. Medio siglo después de la muerte de los misioneros ya se había transcrito en ambos alfabetos una buena cantidad de literatura cristiana. El eslavo se convirtió en la lengua de culto de todos los eslavos ortodoxos, y el cirílico, que llevaba el nombre del más culto de los dos hermanos, fue adaptado como alfabeto de los búlgaros y los eslavos del sur.
Cuando los seguidores de Cirilo y Metodio extendieron estas actividades litúrgicas y literarias a la Rusia de Kiev en el siglo x y comienzos del xi, los eslavos orientales obtuvieron un idioma que se había convertido, junto con el latín y el griego, en uno de los tres idiomas de escritura y culto de la cristiandad medieval. Aunque sometido a muchos cambios y variaciones, el eslavo eclesiástico siguió siendo la lengua literaria fundamental en Rusia hasta finales del siglo xvii.
Entre los muchos principados eslavos que aceptaron las costumbres y la fe de Bizancio, la Rusia de Kiev (o Rus’, como era conocida entonces) ocupó un lugar único desde el principio. A diferencia de los reinos eslavos balcánicos, los dominios de Kiev quedaban totalmente fuera de los confines del antiguo Imperio romano. Fue una de las últimas civilizaciones nacionales individuales en aceptar el cristianismo bizantino; la única que nunca llegó a aceptar claramente la subordinación política a Constantinopla y, con mucho, la más extensa, extendiéndose por el norte hasta el Báltico y casi hasta el océano Ártico.
Sin embargo, culturalmente Kiev dependió en muchos sentidos de Constantinopla más que muchas otras regiones comprendidas dentro del Imperio, ya que los líderes rusos de finales del siglo x y comienzos del xi aceptaron el cristianismo ortodoxo con el entusiasmo ciego del nuevo converso y trataron de trasladar a Kiev el esplendor de Constantinopla al estilo «mayorista» del nuevo rico. El príncipe Vladimir llevó a Kiev los majestuosos rituales y servicios religiosos de Bizancio poco después de su conversión en el año 988, y especialmente bajo el gobierno de su ilustre hijo Yaroslav el Sabio muchos clérigos eruditos llegaron a Rusia desde Bizancio llevando con ellos modelos para los primeros códigos de leyes, crónicas y sermones. Grandes iglesias como la de Santa Sofía y San Jorge tomaron los nombres de sus homólogos en Constantinopla, incluida la «Puerta Dorada» de la ciudad.
Imbuida de un «optimismo cristiano, del gozo de ver que por fin Rus’ se había hecho digna de unirse a la cristiandad en la undécima hora, justo antes del fin del mundo», la ciudad de Kiev aceptó con menos reservas aún que la propia Bizancio la idea de que el cristianismo ortodoxo había resuelto todos los problemas básicos relacionados con la fe y el culto. Bastaba con «orar correctamente» (traducción literal de pravoslavie, la versión rusa de la palabra griega orthodoxos) según las diversas formas de culto transmitidas por la Iglesia apostólica y definidas para siempre por sus siete concilios ecuménicos. No se admitían cambios en el dogma ni en la fraseología sagrada, pues no había sino una única respuesta a cualquier controversia. La Iglesia oriental se separó de Roma a finales del siglo ix cuando ésta añadió la frase «y del Hijo» al Credo Niceno, que afirma que el Espíritu Santo procede «del Padre».
En Rusia se defendió con más celo que en cualquier otro lugar la fórmula oriental tradicional. Como para compensar la relativa tardanza de su conversión, la ortodoxia rusa aceptó ciegamente las definiciones ortodoxas de la verdad y las formas del arte bizantino. Pero las complejas tradiciones filosóficas y las convenciones literarias de Bizancio (y mucho menos las bases clásicas y helénicas de la cultura bizantina) nunca se llegaron a asimilar verdaderamente. Así pues, por desgracia, Rusia adoptó «el logro bizantino… sin la curiosidad propia de Bizancio».
En el marco de esta ornamentada y estilizada herencia bizantina, la Rusia kievita desarrolló dos actitudes características que dieron un sentido de la orientación sumamente importante a la cultura rusa. La primera fue una percepción directa de la belleza, una pasión por ver la verdad espiritual en las formas concretas. La belleza de Constantinopla y sus lugares y formas de culto fueron los culpables de la conversión de Vladimir, según recogen los primeros datos históricos del periodo kievita. Esta «Crónica Primaria» (una obra literaria vívida y muchas veces hermosa) relata cómo los emisarios de Vladimir encontraron ...