II. La revolución darwinista
Un viejo e inevitable problema
La existencia del universo es uno de los problemas que con más derecho intrigan al entendimiento humano. Junto a él, y no es del todo separable, figura un segundo problema: puesto que existe algo, ¿por qué todo lo que existe no es uno? Este segundo problema engloba varias cuestiones: ¿por qué hay tal variedad de cosas, animadas e inanimadas, poblando el mundo?; es decir, ¿cuál es el origen de la multiplicidad de diferencias? De otro lado, ¿por qué esa mutiplicidad alberga innegables correlaciones, semejanzas, analogías, adecuaciones mutuas, interdependencias que hacen que la inacabable variedad de singularidades no constituya un conjunto caótico? Estos son algunos de los aspectos más generales del segundo problema. Aplicado a los seres vivos, este problema equivale a preguntar por el origen de las especies que conocemos, incluido por supuesto el género humano. ¿Quién ha creado las especies existentes o cómo se han generado?; ¿porqué no hay una sola especie y por qué se agrupan los individuos en especies?; ¿cuál es la causa de la diversificación de las especies y de la agrupación de los individuos bajo ellas?
Estas preguntas interesaron la curiosidad intelectual humana ya desde las culturas arcaicas, y ninguna de ellas quedó sin respuesta. Pero la curiosidad humana es difícil de satisfacer, y, a medida en que el problema iba ganando en precisión, se exigían respuestas más ambiciosas y también más atrevidas.
Tras varios milenios de soluciones simples, casi siempre creacionistas, muy genéricas y conceptualmente poco ambiciosas, el problema adquirió cierta claridad y precisión en torno a 1800. Esto ocurrió cuando algunos naturalistas asumieron que explicar la diversidad de seres vivos y sus correlaciones equivalía a encontrar una teoría que explicara el origen de las especies por causas naturales. A la vez se dieron cuenta de que una teoría así tenía que estar en condiciones de explicar cómo la naturaleza sola produce sistemas tan complejos y adaptados al entorno como el ala de las aves, la nariz de los camélidos o el ojo de los mamíferos. Si se conseguía entender esto se tendría también una explicación para el origen de las especies por causas naturales. La cuestión abstracta o «metafísica» sobre el origen y significado de la diversidad y la diferencia adquiría así contenidos precisos que involucraban a un conjunto de ciencias particulares. Cuanto más se progresaba sobre esos contenidos interdisciplinares, más claro era el perfil del problema a abordar. Pero también, al conocer mejor y más de cerca los rasgos de este perfil, se apercibían dificultades desconocidas. La solución del problema exigía cada vez más audacia conceptual.
La idea genérica evolucionista es parte de los esfuerzos por resolverlo. La versión darwinista es el primer intento evolucionista no teológico ni meramente especulativo. Su amplia base empírica y su coherencia con el resto del conocimiento disponible en otras ramas de la ciencia no ha cesado de crecer desde su formulación. Esto la diferencia de otras alternativas previas o concurrentes. Pese a ello, apenas han disminuido de forma socioculturalmente perceptible las dificultades conceptuales que hubieron de ser superadas para su gestión histórica.
Eso se debe a que son muchas las evidencias establecidas, empíricas y conceptuales, en su contra. Pero la historia de la ciencia es la historia de las evidencias que han dejado de serlo. El evolucionismo muestra que su historia es también la de los puntuales fracasos del error enmascarado de verdad. Es una historia parcial del desengaño antes que la historia victoriosa de la verdad. Pese a sus múltiples fracasos, el error tiene ciertamente a su favor que nada permite conocer de antemano el número, el alcance y el lugar de sus fuerzas. Sin embargo, el evolucionismo darwinista parece haber neutralizado uno de sus arsenales más seguros y valiosos.
Una «atrevida aventura» de la razón sobre una idea culturalmente improbable
Por supuesto, la teoría moderna de la evolución ha sido creada. Su creador es la historia del conocimiento humano. Y de pocas de sus creaciones puede esta historia estar tan orgullosa, pese a la humillación que para la autoimagen humana suponía aceptar algunas de sus implicaciones. Pues esa historia estaba llena de enormes dificultades. Y muchas de ellas se fortalecieron con la evolución de la cultura.
La aparición en la cultura humana de una teoría como la de la evolución por selección natural era tan poco probable como lo era que de la materia inorgánica, sin actuación de un diseño inteligente, surgiera tanto orden, y tan complejo y estable, como el que exhibe la existencia de las especies animales que hoy pueblan la tierra. Las múltiples razones a favor de lo absurdo de esta idea, que el evolucionismo moderno propone hacer «razonable», son las mismas que hacían de ella una idea culturalmente improbable. Comenzó a dejar de serlo cuando la masa de información acumulada por la insaciable curiosidad del entendimiento humano, que los antiguos caracterizaron como libido sciendi y que Séneca diagnosticó como «enfermedad griega» (morbus graecus), fue mermando la obviedad de las alternativas disponibles.
Immanuel Kant (1724-1804), un pensador afectado por el morbus graecus con contrastados síntomas de cronicidad, pudo contemplar ya a finales del siglo xviii una idea tan descabellada con cierta complacencia, pero también con completo pesimismo respecto de que algún día pudiera llegar a dejar de serlo. En la Kritik der Urteilskraft (Crítica del juicio) (KU, 368) sostiene que «la concordancia de tantos géneros animales en un cierto esquema común» parece evidenciar la existencia de un diseño (Grundriss) cuyas modificaciones, «por disminución y ampliación, envolvimiento y desenvolvimiento, habría producido la multiplicidad de especies». Los datos disponibles a favor de este diseño común, constatable en las semejanzas morfológicas y fisiológicas, favorecerían por tanto la hipótesis evolucionista. Pues «esa analogía de las formas, en cuanto que, pese a su diversidad [entre las especies], parece haber sido producida según un común patrón original (Urbild), refuerza la conjetura, mediante una aproximación gradual de unos géneros de animales a otros, de un parentesco real entre ellas». Una conjetura así, dice,
hace caer sobre el ánimo un rayo de esperanza, bien que débil, acerca de que aquí se podría emprender algo con el principio del mecanismo de la naturaleza, sin el cual no puede haber ciencia natural en absoluto. (KU, 368)
Y precisa:
Podemos denominar a una hipótesis de este tipo [i.e., la evolucionista] una atrevida aventura de la razón; y serán probablemente pocos, incluso entre los más clarividentes científicos, a los que no les haya rondado alguna vez por la cabeza. Pues no es insensata […] No es, a priori, contradictoria. Tan sólo la experiencia no muestra ningún ejemplo de ella. (KU, 370)
Ciertamente, la experiencia, al menos la experiencia corriente, no muestra cómo la naturalaza genera organismos vivos mediante leyes mecánicas. Y menos aún ofrece evidencias de que las especies den lugar otras especies. Más bien acumula abrumadoramente las evidencias en contra: siempre los descendientes de una especie pertenecen a la misma especie. Y, si no hay experiencia alguna de ello, más absurdo aun sería pensar que leyes mecánicas ciegas generan nuevas especies. Sin embargo, Kant supone que habrá pocos científicos que, por circunspectos que sean, no hayan experimentado la seducción de esa aventura, y tácitamente sugiere que, si hubiera apoyos empíricos, habría alguna razón para embarcarse en ella.
Pero la falta de apoyo empírico no es la única dificultad que Kant encuentra para abordar con éxito esta atrevida aventura. Hay una razón que debilita tanto ese rayo de esperanza para confirmar la hipótesis evolucionista que si no desautoriza por imposible dicha hipótesis, sí hace al menos más razonable ser extremadamente pesimista frente a ella:
Es completamente seguro que no podemos conocer suficientemente, y mucho menos explicar, los seres orgánicos […] solamente mediante principios mecánicos; tan seguro que ya se puede decir […] que nunca podrá surgir un Newton que haga comprensible siquiera el surgimiento de una brizna de hierba mediante leyes naturales que ningún designio ha establecido. (KU, 338)
El pesimismo respecto de que pueda haber «un Newton» que haga en la biología lo que éste hizo en la física está basado en el convencimiento de que la existencia de la naturaleza orgánica exigiría, por las características que exhiben los organismos, presuponer fines, esto es, un «designio» (Absicht). Inversamente, la esperanza de poder hacer algo en biología sirviéndose de los procedimientos, y con el éxito que les caracteriza, de la obra de Newton en la física, implicaría admitir que los organismos vivos pudieran ser explicados mediante causas naturales, esto es, sin recurrir a diseños preconcebidos o causas finales. Pero Kant asume que la noción de organismo y la noción de diseño preconcebido no serían separables al suponer que ni una brizna de hierba podría ser explicada sin conocer el «designio» que la existencia de sus estructuras orgánicas obligaría a aceptar.
Kant une en consecuencia la noción de orden o diseño (que exhiben los organismos vivos) a la de designio. Al hacerlo obedece fielmente a una de esas ideas que David Hume (1711-1776) había considerado típicas de lo que denomina «creencias naturales». Una de éstas, por lo demás básica para las concepciones religiosas del mundo, aunque no sólo para ellas, sería precisamente creer que la naturaleza es portadora de un diseño y que este diseño remite, de manera inexcusable y directa, a la existencia de un diseñador último.
Habrá ocasión de comprobar cómo, esta, según Hume, natural actitud de nuestra mente, actitud proclive a ver designio en el diseño que exhiben los organismos vivos es, desde la Antigüedad, la mayor la dificultad que encuentran los filósofos y científicos que se arriesgan a explicar la existencia de las especies por causas naturales.
El Kant más ilustrado puso, es verdad, cierta sordina a la legitimidad de las explicaciones finalistas en biología. (Sobre el alcance de esta sordina crítica no hay consenso hermenéutico, a causa de la borrosidad que muestran los textos kantianos; las propuestas para acomodar la posición de Kant en un mundo conceptual en el que los seres vivos se expliquen sin fines son tantos y tan imaginativos como dispares entre sí.) Pero que un pensador tan crítico como él para con las ideas que vayan más allá de la experiencia no se desprendiera por completo de la noción de «designio» y fuera en su nombre tan pesimista respecto de la posibilidad de explicar el orden de la naturaleza orgánica recurriendo a causas meramente naturales, como, según él mismo, debería hacer la hipótesis evolucionista, es un indicio de las escasas probabilidades con las que esta hipótesis contaba para llegar a ser, siquiera en círculos ilustrados, parte del acervo cultural.
Hay, sin embargo, un amplio consenso en que el evolucionismo darwinista tiene los vientos de la época tan a su favor que la publicación de la obra central de Darwin (OE [1859]) debería ser considerada no como un hito en la historia de las innovaciones científicas, sino sólo como el símbolo visible de una nueva concepción del mundo gestada desde mediados del siglo xviii en torno a la idea de progreso (Randall 1976, p. 461). Randall reproduce así la idea comúnmente aceptada de que de un lado el racionalismo ilustrado, por «su naciente énfasis en el progreso», y de otro el romanticismo, por su exaltación del «desarrollo en el tiempo como el hecho fundamental en la experiencia humana», habrían «pavimentado la vía para la formulación con éxito de la evolución en biología» (ibid.). Además de estos dos factores ideológicos habría otros de tipo social, tales como el profundo cambio de las instituciones humanas en el ámbito industrial, económico y político. Estas experiencias humanas habrían «conspirado para popularizar la idea del desarrollo y sus corolarios». Todo ello habría constituido un estado de la civilización moderna dominado por «la idea de Cambio y Desarrollo Continuo y reforzado poderosamente por las razones científicas para hacer de ella una idea básica» (p. 490). Y, ciertamente, el hecho de que en 1858 dos autores, Charles Darwin y Russell Wallace, la formularan simultánea e independientemente es un fuerte indicio «de que las ideas de Darwin estaban, por así decirlo, en el aire» (Grassé 1966, p. 165). Pero esto no demuestra en rigor sino que el evolucionismo se había vuelto inevitable en ciertos círculos.
En el romanticismo, especialmente en el alemán, está ya incoado el espíritu historicista al que ya se ha hecho alusión al hablar del positivismo. En principio, este rasgo del entorno cultural es sin duda favorable al evolucionismo. Pero el historicismo romántico trabaja, y no sólo en Alemania, sobre una noción de historia cuyos sujetos son colectivos identitarios, individuados por la unión sustancial de lengua, religión, cultura y experiencias históricas que se concretiza en el «espíritu del pueblo» (Volksgeist). (El sentimiento romántico no es universalista, sino que va ligado a u...