II. La cultura antropológica
Pasamos ahora al análisis de los diversos aspectos de la cultura «antropológica» romana que han marcado la historia y que en parte caracterizan todavía la vida actual de los países europeos y en particular, como habíamos ya dicho, de los países mediterráneos. También en este nuevo propósito, como hemos hecho con la «alta» cultura, debemos imponernos un límite.
Los «signos» que la cultura romana ha impreso sobre Europa son tan fuertes y numerosos que es necesario elaborar una selección. En las páginas que siguen concentraremos la atención sobre tres de estos aspectos: la concepción de la relación hombre/mujer, la estructura de la familia y las reglas del llamado «código del honor».
La relación hombre/mujer, de Roma a nuestros días
Uno de los aspectos más característicos de la cultura romana que no ha sido influido por la concepción griega, y que se ha transmitido prácticamente inalterado durante siglos en los países europeos, en particular en los países latinos, fue la concepción de la relación hombre/mujer, y la reglamentación social y jurídica de esta vinculación.
La relación que los romanos establecieron con sus mujeres, en efecto, fue del todo nueva y original, y profundamente diferente de la existente entre otros pueblos de la antigüedad. Precisamente fue su originalidad lo que la ha convertido en idónea para permanecer a través de los siglos, llegando hasta los umbrales de nuestra era.
Más allá de los cambios de situaciones contingentes determinadas por hechos externos, económicos, políticos, sociales, la historia de las mujeres romanas estuvo caracterizada por una constante que ningún hecho externo puede ya cambiar: la idea (en absoluto prevista, en la antigüedad) de que la relación hombre/mujer no podía consistir en un puro dominio, no podía ser sólo explotación, no podía ser sólo aplastamiento. Aquí reside, viéndolo bien, la originalidad del modelo romano, y para convencernos bastará pensar en la profunda diferencia entre el mundo en el cual los romanos organizaron su relación con las mujeres, y el modo en el que lo organizaron los griegos.
Obviamente, analogías entre las dos situaciones no faltan. Por poner un ejemplo, tanto la mujeres griegas como las romanas –es casi superfluo decirlo– no poseyeron jamás capacidad política; o, para pasar al campo del derecho privado, tanto las mujeres griegas como las romanas estaban sometidas durante toda la vida a la tutela de un hombre.
Pero en el sistema de valores de la sociedad en la que vivieron, sin importar que fuera griega o romana, las mujeres ocupaban un espacio cuyos confines estaban marcados por una valoración muy distinta de las tareas femeninas.
A las mujeres griegas les esperaba una sola ocupación: reproducir biológicamente a los ciudadanos. La labor de educar a los jóvenes era confiada a los hombres. Por consiguiente, el papel materno era bastante escaso, por no decir inexistente o, cuando menos, era escasamente valorado desde el punto de vista cultural.
En Roma, al contrario, el papel de las mujeres en la familia y en la sociedad era culturalmente valorado y estaba rodeado por el reconocimiento de privilegios que ratificaban la importancia de su labor.
En particular era valorado, por no decir exaltado, el papel maternal, a diferencia de Atenas. Las madres romanas, de hecho, no eran simples reproductoras y nutridoras. Como ha sido puesto en evidencia, el verdadero y fundamental papel de la madre romana con los hijos, en particular con los hijos varones, no era sólo el que se establecía en sus primeros años de vida.
El papel de la madre romana, en resumen, no era tanto el de ser un punto de referencia afectivo y alimenticio, entre otros, cuando las condiciones económicas lo permitían, los niños eran con frecuencia criados, a la vez que alimentados por nutritores de sexo masculino (Bradley, 1991).
El verdadero y típico papel materno en Roma era el de la relación entre la madre y el hijo adolescente y adulto: papel de consejera moral, mentora, custodia de los valores cívicos, de ejemplo que incitara a la afirmación de la parte mejor de sí mismo. Las madres romanas, en otras palabras, flanqueaban al padre en su función de educador.
Para que los hijos aprendieran a convertirse en ciudadanos, los padres los conducían con ellos a las reuniones públicas; el aprendizaje de la vida pública se producía en un ambiente masculino. Pero las mujeres colaboraban con los hombres, desempeñando la tarea no menos fundamental de transmitir a los hijos los valores civiles, de formar su carácter, de proponerles los modelos a los que adecuarse. Y este papel era particularmente competente si las madres pertenecían a las clases altas, ya que, siendo a menudo económicamente independientes, podían ayudar a sus hijos en la carrera política. De la cual, obviamente, derivaban también para ellas prestigio, honores y un orgulloso reconocimiento de su valía. Como muestra de todos estos honores nos serviría el caso –convertido en proverbial– de Cornelia, madre de los Gracos. Un día, cuando una matrona que la acogía en su casa le mostró orgullosa todas sus joyas que, según decían, eran las más hermosas entonces existentes, Cornelia, según narran sus biógrafos y hagiógrafos, entretuvo a su amiga conversando hasta el momento en el que sus hijos regresaron de la escuela. Y en este momento dijo audazmente, indicándoles «Estas son mis joyas» (haec ornamenta sunt mea) (Plut., C. Grac., 4.). El relato no acaba aquí; sobre la estatua de bronce erigida en honor de Cornelia, tras su muerte, fue escrito: «Cornelia, madre de los Gracos».
No era escaso, en suma, el rol de la madre romana. Y era un papel que, inevitablemente, requería que las mujeres gozaran de libertad de movimientos, de acceso a la cultura y de participación en la vida social. ¿Cómo habrían podido transmitir los valores civiles si hubieran estado excluidas de ellos?
Las mujeres romanas se sentían parte de la ciudad, sentían en el desarrollo de ésta una tarea fundamental. Y sabían que si se adecuaban al modelo que se les proponía, serían premiadas con el respeto, con la admiración pública y privada y con honores de todo tipo que, en efecto, les fueron tributados desde el momento de la fundación de Roma, como demuestra inequívocamente la narración del rapto de las Sabinas.
Para evitar que el rapto fundador desencadenase una guerra, los romanos prometieron a las sabinas que a las mujeres robadas, convertidas en sus esposas y en madres de sus hijos, les serían concedidos una serie de privilegios: no estarían obligadas a hacer otro trabajo que la elaboración de la lana (lanificium), en su presencia ninguno podría pronunciar palabras «indecentes», etc.
Y esto fue sólo el inicio. Con el avance de la historia ciudadana, el elenco de los privilegios y honores concedidos a las mujeres vino a formar parte de las virtudes morales y del sentido cívico, siempre explícitamente unido a que ellas observaran un buen comportamiento y un respeto de las reglas, que obtuvieran una buena consideración en la vida ciudadana.
Primer ejemplo: la historia de Vetruria y Volumnia, respectivamente madre y esposa de Coriolano. En el año 491 a.C., Coriolano, que había tomado el nombre de la ciudad volsca de Corioli, marchaba contra Roma a la cabeza de un ejército de volscos. Habiéndose opuesto a la distribución de grano a la plebe hambrienta, había sido acusado de querer instaurar la tiranía; y entonces, encabezando a los volscos, se disponía a conquistar Roma. Pero Vetruria y Cornelia, imponiéndose allí donde habían fracasado magistrados y embajadores, le convencieron para que desistiera de su propósito. El senado, entonces, estableció «que los hombres concedieran en las calles el paso a las mujeres, demostrando así que sus estolas habían sido más útiles a la República que las armas, y al antiguo ornamento de los zarcillos se añadió un nuevo signo de distinción, constituido por las vendas que fajaban sus cabezas. Se les concedió del mismo modo el uso de vestidos de púrpura y guarniciones de oro».
Segundo ejemplo: en el año 390 a.C., cuando Roma fue primero asediada y después conquistada por los galos, el oro público fue insuficiente para pagar el precio exigido por los vencedores para liberar la ciudad. Las matronae, entonces, ofrecieron su propio oro. En esta ocasión, después de haber sido encomiadas públicamente, les fue reconocido el derecho a la laudatio funebre. En otras palabras, el honor de recibir después de la muerte, ritualmente, como los hombres, el elogio fúnebre.
Conscientes de los premios, de las ventajas y honores que se derivaban del desenvolvimiento de sus tareas, las mujeres romanas, por consiguiente, compartían los valores masculinos. Y quizás en la demostración de ello ningún ejemplo podría ser más significativo que el de Hortensia.
Mujer cultivada y muy emancipada, Hortensia era hija del célebre orador Quinto Hortensio Hortalo, y se convirtió en célebre, en Roma y para la posteridad, por una empresa insólita para una mujer.
En el 42 a.C. los triunviros, para sostener los gastos militares, decidieron tasar el patrimonio de las mujeres más ricas de la ciudad, imponiendo a mil cuatrocientas de ellas la participación en estos gastos. Creyendo injusto ese procedimiento, estas mujeres decidieron hacer que Hortensia defendiera sus intereses, la cual pública y firmemente sostuvo, delante de los triunviros, que el patrimonio femenino debía continuar exento de tasación ¿Con qué argumentos? Este es el punto más interesante. Hortensia, en realidad, no hizo otra cosa que repetir los argumentos utilizados por el tribuno Valerio cuando, en el año 195 a.C., se discutía la derogación de la Lex Oppia.
Abramos un paréntesis. Votada en el año 215, esta ley había establecido que las mujeres no podían llevar con ellas más de media onza de oro. Además, no debían llevar vestidos de colores chillones y no podían circular en carroza por Roma u otra ciudad, ni en el radio de una milla de distancia de ellas, salvo para asistir a las ceremonias religiosas públicas.
En un momento social y políticamente difícil, se pensaba con ello evitar la exhibición demasiado ostentosa de riqueza. Pero, en el año 195, los tribunos de la plebe M. Fundanio y L. Valerio propusieron que la ley fuese derogada. Obviamente, con gran alegría por parte de las mujeres y quizás también porque fomentaba sus aspiraciones. Pero a esta propuesta se opuso decididamente Catón, pronunciando una sentencia que reflexionaba probablemente sobre aquello que un buen número de sus conciudadanos pensaba: «Nuestra libertad –dijo Catón– ha sido vencida en casa por la falta de moderación de la mujeres, y ahora es puesta bajo los pies y pisoteada incluso aquí, en el Foro. Si no somos capaces de resistir singularmente frente a nuestras mujeres, debemos ahora temerlas todos juntos».
Para concienciar a sus conciudadanos de la grave situación, Catón no dudó en evocar al fantasma de las Limias, las habitantes de la isla de Lemos, que habían degollado a sus maridos, imponiendo un sistema matriarcal: «Yo creía que era una fábula esa historia de unos hombres completamente oprimidos en su isla por una conjura de las mujeres: pero no hay ningún género de seres vivientes que no puedan constituir un peligro gravísimo si se les consiente reunirse en asamblea, consultarse y decidir secretamente».
Para Catón, el peligro era gravísimo. A las mujeres, decía, no es conveniente concederles la igualdad con los hombres, porque «apenas obtengan la igualdad nos darán órdenes». (Extemplo simul pares esse coeperint, superiores erunt).
Pero el tribuno L. Valerio era de diferente opinión. También para él era absurdo pensar que las mujeres pudiesen ser iguales que los hombres. Pero estaba convencido de que la derogación de la Lex Oppia no sólo no pondría en cuestión el papel subalterno femenino, sino que lo reforzaría. A su parecer, una subordinación más grata, que evitase a las mujeres s...