Historia del arte de la Antigüedad
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Historia del arte de la Antigüedad

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Historia del arte de la Antigüedad

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"La historia del arte de la Antigüedad que me he propuesto no es una mera narración de los periodos y las transformaciones que aquél experimentó, puesto que tomo la palabra historia en el sentido, más amplio, que ésta tiene en la lengua griega, y mi intención no es otra que ofrecer el ensayo de una construcción teórica." Con estas palabras inicia Johann Joachim Winckelmann (1717-1768) la que puede considerarse como obra fundacional de la Historia del arte como disciplina académica, cuya primera edición vio la luz en 1764. En sus páginas aborda el arte de egipcios, griegos y romanos, describe piezas, corrige dataciones y atribuciones…, pero no se limita a la simple acumulación erudita de datos, sino que, por encima de todo, busca establecer un sistema que permita una explicación coherente del conjunto, y para ello somete a crítica las fuentes, considera que es fundamental experimentar las obras en primera persona, une la producción artística a las circunstancias históricas, en suma, trata de mostrar "la esencia y la interioridad del arte", lo que, a pesar del tiempo transcurrido desde su publicación, sigue estando plenamente vigente. Un texto de obligada lectura para toda persona que aspire a ser historiador del arte.

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Información

Año
2011
ISBN
9788446036494
Edición
1
Categoría
Arte
Capítulo cuarto
Del arte entre los griegos
Primera parte. De las razones y las causas de la aceptación del arte griego y de su superioridad sobre el de los demás pueblos
El arte de los griegos es el objeto principal de esta historia y, siendo el más digno de contemplación e imitación, tal como se ha conservado en incontables y bellos monumentos, requiere un estudio detenido que no consista en mostrar características incompletas ni en hacer declaraciones imaginarias, sino que enseñe lo esencial y en el que no se expongan simplemente conocimientos que incrementen el saber, sino también teorías aplicables. El estudio dedicado al arte de los egipcios, los etruscos y otros pueblos puede ampliar nuestro concepto y contribuir a juzgar con acierto; pero el dedicado al arte de los griegos ha de intentar integrarlo en la unidad y la verdad, en lo que constituye la regla para juzgar y proceder.
Este estudio sobre el arte de los griegos se compone de cuatro partes. La primera y liminar trata de las razones y las causas de la aceptación del arte griego y de su superioridad sobre el de los demás pueblos; la segunda, de lo esencial del arte; la tercera, de su desarrollo y su decadencia, y la cuarta, de la parte mecánica del arte. El capítulo concluye con una consideración sobre las pinturas de la Antigüedad.
La causa y la razón de la superioridad que adquirió el arte de los griegos hay que buscarlas, en parte, en la influencia del cielo y, en parte, en la constitución y el gobierno griegos y el modo de pensar que éstos determinaron, y no menos en la estima que los griegos sintieron por sus artistas y el uso que los griegos hicieron del arte.
La influencia del cielo ha de vivificar la semilla de la que brotará el arte, y Grecia fue la tierra elegida para esa semilla. Y al talento para la filosofía, que Epicuro atribuía sólo a los griegos, podría añadirse con más razón el talento para el arte. Mucho de lo que pudiéramos imaginar ideal, fue para ellos natural. La naturaleza, después de haber pasado por etapas de frío y de calor, encontró su punto medio en Grecia, donde reina un clima equilibrado entre el invierno y el verano, y cuanto más se acerca la naturaleza a ese punto, tanto más serena y alegre se vuelve y más se extiende su efecto en formas vivas y agraciadas y en impulsos decisivos y prometedores. Allí donde la naturaleza está menos envuelta en espesas nieblas y vahos, más pronto da al cuerpo humano una configuración madura, que se alza en formas exuberantes, especialmente femeninas, y fue en Grecia donde con más finura perfeccionó a los humanos. Los griegos eran conscientes de ello y, como dice Polibio, en general de su superioridad sobre otros pueblos, y en ningún otro pueblo se estimó la belleza tanto como en el suyo[1]; por eso, nada que pudiera ensalzarla quedó oculto y los artistas contemplaban la belleza cotidianamente. La belleza era un mérito y una honra; algunos personajes recibieron un sobrenombre especial por la belleza de un solo aspecto físico, como Demetrio Falereo por sus cejas perfectas. Ya en los tiempos más antiguos se celebraron los concursos de belleza decretados por Cipselo, rey de Arcadia en la época de los heráclidas, junto al río Alfeo, en la región de la Élide, y en la fiesta del Apolo Filesio hubo un premio al beso más perfecto entre jóvenes, que se concedía por decisión de un juez, como probablemente se habría hecho también en Megara, junto a la tumba de Diocles. En Esparta y en Lesbos, en el templo de Juno y entre los parrasios, se celebraban concursos de belleza del sexo femenino.
Respecto a la constitución y el gobierno de Grecia, hay que decir que la libertad fue la causa principal de la superioridad de su arte. La libertad encontró siempre asiento en Grecia, incluso junto al trono de los reyes, que gobernaron paternalmente antes de que la luz de la razón les hiciera probar las mieles de una libertad plena, y Homero llama a Agamenón pastor de pueblos en alusión a su amor y preocupación por ellos. Aunque más tarde se alzasen tiranos, éstos sólo lo fueron en su patria, y la nación entera nunca conoció un jefe único. Por eso nunca recayó en una sola persona el derecho de ser grande en su pueblo y poder perpetuarse con exclusión de otros.
Muy pronto empezó a emplearse el arte para conservar el recuerdo de una persona también mediante su figura, y éste era un camino abierto a todos los griegos. Como los griegos más antiguos deseaban aprender allí donde la naturaleza más espléndidamente se manifestaba, instituyeron también las primeras recompensas para la ejercitación física, y tenemos noticia de una estatua erigida a en la Élide a un atleta espartano llamado Eutélides ya en la trigésimo octava olimpíada, y, al parecer, esta estatua no fue la primera. En juegos menores, como los de Megara, se colocaba una piedra con el nombre del vencedor. De ahí que los más grandes hombres de Grecia quisieran en su juventud sobresalir en los juegos. Crisipo y Cleantes ya fueron conocidos por ello antes de serlo por su sabiduría; y hasta el mismo Platón figuró entre los atletas de los juegos ístmicos de Corinto y de los píticos de Sición. Pitágoras obtuvo el premio de Élide e instruyó con tanto acierto a Eurímenes, que también éste logró la victoria en aquel mismo lugar. También entre los romanos eran los ejercicios físicos una manera de hacerse un nombre, y Papirio, que supo vengar en los samnitas la deshonra sufrida por los romanos ad Furculas Caudinas, nos es menos conocido por su victoria que por su apodo de «el Corredor», que también Homero da a Aquiles.
Una estatua que reproducía fielmente al vencedor guardando su parecido, puesta en el lugar más sagrado de Grecia y admirada y honrada por todo el pueblo, era un poderoso incentivo, no menos para esculpirla que para tenerla, y en ningún otro pueblo tuvieron desde entonces los artistas tantas oportunidades de lucirse, y no hablamos aquí de las estatuas de los templos, tanto de los dioses[2] como de los sacerdotes y las sacerdotisas. No sólo se erigía al vencedor de los grandes juegos una estatua en el lugar donde se celebraban, o muchas según el número de sus victorias, sino también en su patria, y este honor lo recibían también otros ciudadanos de mérito. Dionisio habla de estatuas de algunos ciudadanos de Cuma, en Italia, que en la septuagésimo segunda olimpíada, Aristodemo, el tirano de esta ciudad, hizo retirar del templo en que se hallaban y arrojar a lugares indignos. A algunos vencedores de los primeros Juegos Olímpicos, cuando las artes aún no habían florecido, se les erigieron estatuas en recuerdo suyo mucho tiempo después de su muerte, como le sucedió a Oibotas, vencedor en la sexta olimpiada, que no recibió ese honor hasta la octogésima. Asimismo hubo quien se hizo esculpir su estatua antes de obtener la victoria; tan cierto estaba de ella. Y la ciudad de Egea, en Acaya, construyó un aula o galería cubierta para que un vencedor pudiese ejercitarse en ella.
Gracias a la libertad se elevó el pensamiento de todo el pueblo como de un tronco sano brota una rama noble. Pues así como el espíritu de un hombre acostumbrado a pensar suele elevarse si se halla en el campo abierto, o en un camino franco, o en lo alto de un edificio que no si está en un aposento vulgar o en cualquier otro lugar limitado, el modo de pensar y los conceptos del libre pueblo griego tuvieron que ser muy distintos de los de otros pueblos dominados. Heródoto hace ver que la libertad fue la única base del poder y de la altura a que llegó Atenas, pues cuando en otro tiempo esta ciudad tuvo que reconocer a un amo por encima de ella, no podía compararse con las ciudades vecinas. Igualmente la oratoria empezó a florecer en la planta de la plena libertad de palabra de que gozaron los griegos, de ahí que los sicilianos atribuyeran a Gorgias la invención de la oratoria. En su mejor época, los griegos fueron seres meditativos que, a la edad en que nosotros empezamos a pensar por nosotros mismos, ya llevaban veinte o más años haciéndolo y que mantenían la luz de su espíritu amparada por la vitalidad del cuerpo, mientras que nosotros alimentamos vulgarmente nuestro espíritu hasta hacerlo enflaquecer. El entendimiento aún inmaduro, que como delicada corteza conserva y amplía la incisión, no se nutría de vacuas palabras sin sentido, y su cerebro, semejante a una tabla de cera que sólo puede registrar un cierto número de palabras o de imágenes, no se llenaba con fantasías cuando la verdad debía ocupar un lugar. Más tarde se procuró ser instruido, es decir, saber lo que otros supieron, pero ser instruido en el sentido actual era fácil en sus mejores tiempos: todo el mundo podía ser sabio. Apenas existía entonces la vanidad de conocer lo que dicen muchos libros, puesto que hasta después de la sexagésimo primera olimpiada no se reunieron las obras dispersas de los grandes poetas. Éstas el niño las aprendía, y el adolescente pensaba como el poeta, y si había producido algo digno, se le contaba entre los primeros de su pueblo.
El hombre sabio era el más respetado y era conocido en cada ciudad, como entre nosotros sucede ahora con el más rico. Así fue el joven Escipión, que llevó a la diosa Cibeles a Roma. También el artista podía merecer esta consideración, y Sócrates llegó a declarar que sólo consideraba sabios a los artistas, porque ellos lo son sin parecerlo; acaso con esa convicción Esopo buscaba siempre la compañía de escultores y arquitectos. En tiempos muy posteriores, el pintor Diogneto fue uno de los que enseñó la sabiduría a Marco Aurelio. Este emperador reconoció haber aprendido de él a distinguir lo verdadero de lo falso y a no tomar necedades por cosas dignas. El artista podía convertirse en legislador, pues todos los legisladores eran simples ciudadanos, como afirma Aristóteles. Podía conducir ejércitos, como Lámaco, uno de los ciudadanos más pobres de Atenas, y ver su estatua junto a las de Milcíades o Temístocles, o incluso junto a las de los propios dioses. Jenófilo y Estratón tuvieron junto a sus figuras sedentes las estatuas de Esculapio y de Higiea en Argos. Quirísofo, autor del Apolo de Tegea, se hallaba en mármol junto a su obra, y Alcámenes aparecía en un relieve en lo más alto del templo de Eleusis; y Parrasio y Silanio eran honrados junto con Teseo en la pintura que de éste hicieron. Otros artistas ponían su nombre en sus obras, y Fidias lo hizo en los pies del Júpiter Olímpico. En varias estatuas de los vencedores de Élide figuraba también el nombre de su autor, y en la cuádriga de bronce que Dinomenes, hijo del rey Hierón de Siracusa, mandó erigir en memoria de su padre había dos versos que indicaban que Onatas había sido el maestro de aquella obra. Sin embargo, esta costumbre no era tan general como para que de la ausencia del nombre del artista en estatuas destacables se puedo inferir que son de épocas posteriores[3]. Esto sólo puede esperarse de personas que han visto Roma en sueños o de viajeros jóvenes que la vieron en un mes.
El honor y la suerte del artista no dependían del capricho de un ignorante orgullo, y sus obras no se adecuaban a ningún gusto infame ni a los bellacos ojos de algún juez encumbrado mediante la adulación y el servilismo, sino que las juzgaban y premiaban los más sabios de todo el pueblo. Y en la asamblea de todos los griegos, así como en Delfos y en Corinto, sus obras participaban en certámenes de pintura sometidos al criterio de jueces elegidos especialmente para aquellos eventos y que empezaron a ser una institución en tiempos de Fidias. Así fueron enjuiciados Paneo, hermano o, como otros dicen, hijo de la hermana de Fidias, y Timágoras de Calcis, recibiendo el premio este último. Ante tales jueces se presentó Etión con sus Bodas de Alejandro y Roxana, y el presidente que emitió el fallo, que se llamaba Proxénides, concedió al artista la mano de su hija. Se ve que una buena fama en otros lugares no cegaba a los jueces en su tarea de reconocer el mérito, pues en Samos Parrasio quedó detrás de Timanto en su pintura del Juicio por las armas de Aquiles. Pero los jueces no eran ajenos al arte, pues eran de un tiempo en que en Grecia la escuela instruía a la juventud tanto en la sabiduría como en el arte. De ahí que los artistas trabajaran para la eternidad, y los premios a sus obras los incitaran a elevar su arte por encima de los intereses crematísticos y de la recompensa. Así, Polignoto pintó el Poecile de Atenas y, según parece, un edificio público de Delfos sin retribución alguna, y el agradecimiento por este último trabajo parece ser el motivo de que la anfictionía, o consejo general de los griegos, decidiera ofrecer a este generoso artista hospedaje libre en toda Grecia[4].
Todo arte y trabajo sobresalientes se valoraban bien, y el mejor trabajador con la cosa más menuda podía inmortalizar su nombre. Aún hoy conocemos el nombre del arquitecto de un acueducto de la isla de Samos y también el de aquel que allí construyó la nave más grande; asimismo conocemos el de un célebre cantero que se llamaba Arquíteles y que se distinguió por su gran trabajo en columnas. También son conocidos los nombres de los dos tejedores o bordadores que hicieron un manto para la Palas Polias de Atenas. Y conocemos el nombre de un constructor de muy equilibradas balanzas o platillos de balanza; se llamaba Partenio. Y hasta se ha conservado el nombre del guarnicionero, como hoy lo llamaríamos, que hizo el escudo de cuero de Áyax. Parece que los griegos dieron a muchos objetos particularmente buenos el nombre del maestro que los produjo, y con él dichos objetos se conocieron en adelante. En Samos se hacían candelabros de una manera tal que alcanzaron gran valor; Cicerón trabajaba por la noche a la luz de estos candelabros cuando se hallaba en la casa de campo de su hermano. En la isla de Naxos se erigieron estatuas en honor del primer hombre que descubrió la manera de hacer tejas de mármol pentélico para cubrir edificios con ellas. Los artistas destacados eran llamados divinos, como Alcimedón en Virgilio.
El cultivo y el empleo del arte mantuvieron su grandeza. Como estaba dedicado sólo a los dioses y a lo más sagrado y provechoso para la patria, y en las casas de los ciudadanos reinaban la moderación y la se...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Nota sobre la edición
  5. Prólogo
  6. Primera parte. Estudio del arte en su esencia
  7. I. Del origen del arte y las causas de su diversidad entre los pueblos
  8. II. Del arte entre los egipcios, los fenicios y los persas
  9. III. Del arte entre los etruscos y sus vecinos
  10. IV. Del arte entre los griegos
  11. V. Del arte de los romanos
  12. Segunda parte. Expuesta desde las circunstancias externas de las épocas vividas por los griegos
  13. Anexo. Los grabados de las dos primeras ediciones