I
INMIGRACIÓN,
RACISMO,
INTERCULTURALIDAD,
PLURICULTURALIDAD
I/ SOBRE INMIGRACION Y RACISMO
LA INMIGRACIÓN
Algunos datos elementales para situarnos
Todos somos herederos de las migraciones humanas desde los confines de los tiempos. Hoy los movimientos de las poblaciones, las migraciones, ‘estimuladas’ por los medios de comunicación de masas, son imparables. Millones y millones de antenas parabólicas brindan imágenes de un mundo que aparece al alcance de la mano, un mundo de riqueza ostentosa y bienestar. En el cine y demás medios hemos mostrado nuestro alto nivel de vida, casi inconcebible desde la miseria en que viven los inmigrantes en sus países de origen. Sin embargo, y a pesar de las posiciones alarmistas, desde el punto de vista cuantitativo, las actuales migraciones son menos importantes que las que se dieron en los siglos XIX y XX, representando un escaso 3% de la población mundial (2,2% en Europa, 3% en Estados Unidos y 6% en Canadá), lo que supone un volumen de 150 millones de personas (de las que 38 millones corresponden a Europa) sobre un total de seis mil millones en todo el planeta.
En este contexto es bueno recordar que España ha sido un país de emigrantes; lo mismo que lo han sido la mayoría de los países europeos, y no hace tanto de eso, aunque parece que se quisiera olvidar. De hecho, sigue siéndolo. En los últimos siglos emigraron fuera de España entre 8 y 10 millones de personas, fundamentalmente a América Latina. Y no hace tantos años que seguíamos emigrando a países europeos más desarrollados, incluso aún encontramos españoles que van a Francia a trabajar como temporeros para la vendimia. Esto, en principio, tendría que suponer una sensibilización positiva especial hacia los inmigrantes que ahora llegan a nuestro país, pero no ocurre así. La memoria es flaca, pero también hemos de ser justos, que no condescendientes: cuando los españoles emigraron a Europa ésta se encontraba en expansión económica, pero cuando comenzaron a llegar los flujos inmigratorios a España, nuestro país se encontraba en un proceso de ajuste económico para incorporarse a Europa, y esto también podría explicar por qué algunos españoles vieron en los extranjeros a unos impostores o ‘ladrones de puestos de trabajo’, sobre todo cuando sus reivindicaciones laborales eran escasas o inexistentes y los españoles habían alcanzado una cierta madurez reivindicativa sindical.
Hoy esta situación ha cambiado. Los inmigrantes en España han ido ocupando empleos rechazados por los españoles, desde la construcción hasta el servicio doméstico, pasando por el sector servicios. Los posibles problemas podrían venir cuando unos y otros compitan por los mismos trabajos en una situación de crisis como la que actualmente se está viviendo en España, en Europa y en otros países o continentes.
Inmigración, mercado laboral y derechos humanos
Cuando la sociedad de acogida dice que aceptará los flujos de inmigrantes «atendiendo a las necesidades del mercado», es decir, cuando se quiere adaptar los flujos migratorios a las demandas laborales, estamos apelando a la ideología de la exclusión, de la discriminación de la población inmigrante en términos sociales y políticos, en definitiva, en términos de derechos humanos. Es decir, la mano de obra emigrante es considerada como funcional (García y Sáez, 1998), o si se prefiere, como algo meramente utilitario. Las propuestas políticas europeas de selección de la inmigración no son sino el reflejo de esta consideración de las migraciones, adaptadas exclusivamente a los intereses de la globalización y de quienes la dirigen. Esta migración selectiva se perfila fundamentalmente en función de dos elementos diferenciados del mercado de trabajo: los inmigrantes, poco cualificados destinados a cubrir los empleos no deseables para la población autóctona (restauración, construcción, servicio doméstico, etc.), y los inmigrantes con un alto grado de cualificación, ya formados y alentados a abandonar sus países de origen. La conjunción entre una mano de obra barata para las tareas menos atractivas y una mano de obra de alto nivel científico-técnico (que permite ahorrarse su formación) representan elementos muy significativos de valor añadido, aunque implique reducir a todos a un estado de pura mercancía.
De modo que los países ricos ponen vetos a la inmigración de baja cualificación cuando creen no necesitarla, pero al mismo tiempo compiten cada vez más entre ellos para atraer a inmigrantes cualificados. Esta medida, que en principio parece positiva para los países ricos, también tiene su contrapartida porque, si los inmigrantes ocupan cada vez más puestos de alta cualificación, los autóctonos también tendrán que ocupar cada vez más los de baja cualificación; so pena de que los inmigrantes cualificados desperdicien sus conocimientos en trabajos sin cualificar. Por otra parte, la política de inmigración basada en la cualificación tiene otro inconveniente: se ha demostrado que los gobiernos no tienen información suficiente para saber exactamente qué trabajadores necesita la economía en cada momento, pues ésta cambia constantemente y con ella cambia también la demanda de cualificaciones concretas (Legrain, 2008, p.115; Sotelo, 2005).
Así, tanto las políticas de fronteras abiertas como las de impermeabilización plantean graves dificultades. Por una parte, la Declaración Universal de los Derechos Humanos nos obligaría a optar por la primera actitud, pero los planteamientos económicos y políticos y la distribución de la riqueza dificultan esa opción. Por su parte, las políticas de impermeabilización de fronteras, por la presión demográfica y la situación económica y política de los países del ‘tercer mundo’, no parece una elección realista. Con las políticas de puertas abiertas las economías occidentales probablemente no soportarían un crecimiento descontrolado de la mano de obra, de la cual una parte iría encaminada a la economía sumergida; por otra parte, la sociedad no parece estar demasiado preparada para asumir en poco tiempo a un número ele vado de inmigrantes. Con las políticas de impermeabilización los inmigrantes seguirían entrando, como vemos cada día por televisión, dejando muchos muertos por el camino y abocando a los que llegan a la clandestinidad, si no son repatriados; trabajarían en la economía sumergida y entrarían en el círculo de la marginación social. Por tanto, de alguna forma hay que controlar los flujos migratorios, pero sin olvidar que necesitamos a los inmigrantes y sin perder de vista tanto las razones humanitarias como las exigencias sociopolíticas de una democracia respetuosa con los derechos humanos y, naturalmente, sin olvidar la responsabilidad que las sociedades occidentales tenemos en la actual situación de los países pobres, cuya única salida en millones de casos es la inmigración (Bardera et al., 2002, pp. 1-3).
En 1984, los economistas de la Universidad de Western Ontario, Bob Hamilton y John Whalley (1984, pp. 61-75; en Legrain, 2008, p. 73), llevaron a cabo un intento de calcular los beneficios potenciales de la libre inmigración. Y sus resultados fueron asombrosos, pues concluyeron que suprimir los controles de inmigración podría hacer que la economía mundial creciese más del doble. Evidentemente, se trataba de cálculos aproximados e hipotéticos, pero desde luego muy interesantes. Estos y otros estudios querían demostrar que una inmigración más libre comportaría enormes beneficios para el mundo en su conjunto, pues redistribuiría a los trabajadores allí donde son más productivos.
En el caso de nuestro contexto, Europa ha desarrollado con los inmigrantes lo que llama Javier De Lucas (2004a, p. 371) lógica del regateo, políticas de obstáculos con amenazas permanentes de recaída en la ‘ilegalidad’, reduciendo garantías y aumentando al mismo tiempo la discrecionalidad de la Administración, promoviendo de manera nada velada la discriminación social, laboral y política de los inmigrantes. Ello porque en el trato que las sociedades receptoras dan a los inmigrantes subyace la supeditación de la lógica de los derechos de ciudadanía a la lógica del mercado. Los inmigrantes, desde esta óptica, no son vistos como ciudadanos de derecho, sino como mera fuerza de trabajo, una fuerza de trabajo que el empresario exige sea considerada en condiciones de precariedad y vulnerabilidad (Rojo, 2006).
Inmigración y género: la emancipación de la mujer emigrante
Hay otro fenómeno que nos parece importante y significativo, y es la inmigración femenina y sus efectos. Según la ONU, en el mundo hay cien millones de mujeres fuera de sus países de origen; mujeres que se mueven cada vez de forma más autónoma y que proporcionan resultados muy satisfactorios a corto y largo plazo tanto en los países de acogida como en los de origen. En el caso de España, se ha detectado en los últimos años una fuerte inmigración femenina llegada desde el otro lado del Atlántico, en un fenómeno que se ha llamado emancipación de la emigración femenina (Sánchez-Vallejo, 2008, pp. 32-33). En general, las mujeres inmigrantes que llegan a España son personas por encima de la media en sus países de origen, no sólo en muchos casos respecto a la clase social y recursos económicos (sin los cuales resulta muy difícil emigrar), sino también en cuanto a la capacidad emprendedora y de iniciativa, el coraje y la voluntad de mejorar (Delpino 2007; Pérez Grande, 2008, p. 145; Checa, 2005).
Efectivamente, la mujer sudamericana ha tomado la iniciativa a la hora de emigrar, lo hace cada vez con mayor autonomía y ya representa casi la mitad del colectivo emigrante. Esta feminización de la emigración no es novedosa, pero sí lo es la intensidad del fenómeno, como también lo es que muchas mujeres, al emigrar, se conviertan en la cabeza de un nuevo tipo de familia. Ellas suelen ser el principal sostén de la familia, hay cambios en las relaciones intergeneracionales y deciden cómo gastar el dinero que envían a sus países de origen (lo gastan fundamentalmente en educación y necesidades cotidianas), lo que las convierte en el nuevo cabeza de familia, frente a la tradicional subordinación a quien ganaba el sustento, frente al varón. Ello es facilitado por la casi inmediata incorporación al mundo del trabajo al llegar, bien como empleadas domésticas, bien ayudando en el cuidado de los mayores o en la hostelería, en donde cada vez están más presentes que los hombres. Y también facilita su incorporación al trabajo las redes sociales que establecen, más fáciles y sólidas que las que suelen establecer los hombres.
La experiencia migratoria de las mujeres tiene también efectos positivos sobre la población de origen, por la influencia que en la transmisión de conocimientos y valores ejerce la mujer inmigrante, lo que contribuye a mejorar el estado de salud y reducir las tasas de mortalidad infantil de esas poblaciones, gracias al dinero enviado y a la educación en salud que reciben en los lugares de llegada, según reza un informe del Banco Mundial. Es lo que llaman los expertos remesas sociales: intercambio de ideas, recursos prácticos, consejos, actitudes y aptitudes, etc. que las familias transnacionales incorporan al bagaje común (Sánchez-Vallejo, 2008, p. 33).
Pero no todo es positivo para las mujeres inmigrantes, también está el lado negativo: familias desestructuradas en donde el marido no puede, no sabe o no quiere hacer el papel q...