Pensar la mezcla
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Pensar la mezcla

Un relato intercultural

  1. 208 páginas
  2. Spanish
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Pensar la mezcla

Un relato intercultural

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Pensar la mezcla se inscribe en un proceso de búsqueda de sentido común compartida con el lector. El libro quiere acompañar a éste en un camino que va y viene entre la mezcla y la identidad, en un relato a través del cual el lector intuya o confirme que toda identidad es mezcla y que siempre ha sido así: un juego de fragmentos vitales, diferencias concentradas o reconquistas identitarias, según el momento, según el contexto. Este libro no pretende ser una mirada generalizadora ni un análisis fragmentario sino un relato, una narración próxima a lo vivido por las personas, por cada persona. Quiere poner el acento en las percepciones, en las impresiones y emociones así como, en su contacto con los conceptos y los discursos en busca de lo que se puede compartir. El libro, además, pretende ser un recurso interdisciplinario, para repensar lo político, lo social y lo cultural. No tiene la pretensión de proponer una teoría nueva, una formula única, sino poner en cuestión el tema de la identidad y la diferencia en tres ritmos: el primero, el ritmo intimo individual de cada lector, su predisposición a participar en esta conversación; el segundo ritmo serán los préstamos entre disciplinas, y el tercero, la puesta en común y reinterpretación de esta escucha por parte del lector para renovar el imaginario social en la continuidad y el movimiento. Pensar la mezcla invitará el lector a una reflexión sobre la identidad y la diferencia a partir de sus propias vivencias, para situar la identificación como un proceso en el cual se necesita un "ellos" para pensar un "nosotros". El relato en sí pretende una reflexión a partir de una larga experiencia personal dedicada a la descripción y la comprensión de la mezcla y la identidad en sus diferentes formas, procesos y dinámicas.

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Información

Año
2014
ISBN
9788497848312
I
La cultura, un sistema inquieto
¿Por qué consideramos la cultura un sistema inquieto? ¿Qué nos inquieta de la cultura? ¿Acaso nos sentimos huérfanos de valores que creíamos eternos o de categorías que ya no son estas guías evidentes que orientan nuestra manera de ser en este mundo? ¿O nos sentimos acorralados porque la cultura, en vez de ser esta memoria colectiva que nos hace sentir bien, navega en un mundo fluido, del cual desconocemos los efectos de las múltiples interacciones? Nos inquieta que la cultura haya dejado de tener esta «capacidad de hacer coincidir elementos o hechos separados en un todo coherente utilizable en nuestra vida y en nuestra acción para darle sentido» (De Rosnay, 2013). Por esta incapacidad de verificación inmediata, hoy en día todo parece tener una explicación cultural y la cultura, en este sentido, se ha convertido en aquel problema que nos permite hablar de lo que nos inquieta, nos incomoda o que es difícil de nombrar. Cuanto más complejo se vuelve este problema, más se habla de él y la prioridad es reducir su complejidad. Dice Nietzsche: «El reducir algo desconocido a algo conocido proporciona alivio, tranquiliza, satisface y da además un sentimiento de poderío. Lo que es desconocido produce peligro, inquietud, preocupación; un instinto primario se dirige a eliminar estos estados de ánimo penosos. Primer principio; cualquier explicación es mejor que ninguna» (Nietzsche, 2009). La tarea de reducir la complejidad en la actualidad se complica, no sólo por la multiplicidad de nuevas condiciones, sino también por el ritmo acelerado con el cual se presentan los cambios. Es un ritmo que nos paraliza. Estamos atrapados por viejos valores e incapaces de orientarnos en nuevos contextos. Nos sentimos desgraciados, a veces arrepentidos o víctimas, pero nunca responsables de lo que planteamos como un problema, un conflicto o simplemente una crisis. ¿Por qué expresamos las razones de este sufrimiento en términos culturales? ¿Por qué esta obsesión por la cultura?
Cuando aparece un problema nuevo, en primer lugar surge la necesidad de desarrollar una retórica que permita hablar del problema y situar su novedad. En lo cultural, encontramos justo lo que buscamos: elementos múltiples manejables que permiten hacer comprensible un fenómeno ubicándolo en un marco de conocimiento, anterior o nuevo, sobre el mundo en general, sobre nuestra sociedad o sobre nosotros mismos. Con la exigencia de una comprensión rápida, estos conceptos se vuelven confusos en su función de acomodarnos a incertidumbres. Es ahí donde algunas palabras se repiten llegando incluso a adquirir una acción casi mágica para activar estructuras inexistentes en las que ponemos todo aquello que no sabemos nombrar. Se vuelven términos abstractos que convierten los acontecimientos en eventos anónimos e indefinidos, ocultando, la mayoría de las veces, arrogancias históricas y oposiciones reales. Pero nos ayudan a categorizar y lo que es más, a reducir la incertidumbre, sin por ello comprenderla o hacerla comprensible, sino neutralizándola dentro de lo que es un vocabulario habitual. Y sigue Nietzsche: «Como en el fondo se trata únicamente de una voluntad de desembarazarse de ideas deprimentes, no se es muy estricto acerca de los medios para ello: la primera idea, a través de la cual lo desconocido se explica como conocido, hace tanto bien que el hombre la tiene por verdadera» (Nietzsche, 2009). En cualquier discurso actual se habla, por ejemplo, de crisis. Pero ¿no será, más que una crisis, una incapacidad por parte nuestra de situar cambios y transformaciones? «No hay crisis —dice Michel Wieviorka— sino una mutación en nuestras maneras de pensar y abordar un mundo que cambia» (Wieviorka, 2010) y, por ello, una diversidad de identificaciones.
Cientos de definiciones han intentado situar este concepto «inquieto». Para algunos, la cultura está más cerca de lo que en alemán se llamó Volksgeist, como concepto presentado en oposición a civilización, manejado en el marco de la Ilustración. Civilización hacía referencia a una manera de vivir, un estilo «afrancesado» con afán de universalismo. Para algunos pensadores, la versión alemana de Kultur, en el sentido de Volksgeist, ha sido más bien una explicación posterior, para realzar el sentimiento romántico del patriotismo. Otros suelen hacer referencia al latín, señalando que cultura estaría vinculada a cultivo y ponen con ello el acento en su función. Es por ello que siempre existe esta división entre cultura como vivencia, que se sitúa en un marco más amplio y cultura como artefacto civilizatorio. Zygmunt Bauman considera que «cultura es un concepto pasado de moda para el análisis y tendría que ser reemplazado por nociones de transitoriedad y movilidad» (Bauman, 2005). Es un work in progress: las maneras en las que las personas negocian su posición, las ideas, opiniones y valores se ven continuamente conservados, rechazados o transformados, a través del filtro de las circunstancias contextuales. «Cada conocimiento es una respuesta a una pregunta. Si no ha habido pregunta, no puede haber conocimiento científico. No hay nada que avance por sí solo. Nada viene dado. Todo es construido» (Shayegan, 2012). Y es en este proceso donde nacen estrategias, mueren solidaridades y cambian mentalidades.
Nos falta, sin embargo, encontrar un vocabulario con voluntad de reconocer la tensión en dos sentidos. ¿Cómo podemos conectar sucesos que, a simple vista, parecen inconexos o explicar de otra manera lo que hasta ahora tenía solamente una única explicación? Pero en realidad, la diversidad que nos preocupa no es tanto de culturas sino de identidades. ¿Quién necesita identidad? ¿Quién necesita reivindicar su diferencia? ¿Y cuándo? Según Bauman la identidad no surge nunca como problema, sino que fue «un problema desde su nacimiento: nació como un problema, es decir, como algo con lo cual es necesario hacer algo: como una tarea» (Hall y du Gay, 1996). Y a la vez como una ilusión, una búsqueda de emancipación y de libertad que desaparece ante el reciclaje cultural de un origen étnico, una religión y una nacionalidad para exaltar una identidad única. Más que entender la identidad como un punto fijo, debemos entenderla como el momento en que un punto fijo entra en movimiento y se convierte en línea como resultado de la tensión entre dos puntos, lo que Paul Klee en su teoría del arte llama una voluntad mutua de tensión en dos sentidos. ¿Cuándo, en qué momento y por qué razones, uno defiende o rechaza una identidad determinada? Saber lo que significa la idea de cultura en la práctica y, más concretamente, la idea de identidad cultural, es saber «contra quién o contra qué se dirige en las condiciones establecidas, es decir, principalmente, qué o quién amenaza a la constitución de la cultura de referencia, en tanto proceso práctico» (Bueno, 1996). Y es este proceso práctico el que nos obliga a hablar de identificación como un proceso identitario o un sentimiento, y no de identidad, entendida aquí como algo dado, asumido y sin evolución.
Identificación se refiere a la cultura como una trayectoria de acuerdos y desacuerdos y es menos tramposo que identidad siempre en busca de diferencias amovibles entre un nosotros y un ellos. Oscila continuamente entre lo que creemos ser y lo que nos gustaría ser: un sentimiento, una pasión, un deseo. «Lo que más contribuye a flexibilizar las identidades es la conciencia de que la distinción entre nosotros y ellos es una construcción contingente, móvil y de márgenes porosos» (Innerarity, 2006). Sin embargo, esta construcción móvil es a la vez un terreno resbaladizo en el que existen ambigüedades e interferencias de todo tipo que encuentran en lo cultural las razones para justificar el análisis de visión del mundo. En casi todos los discursos actuales se esencializa lo cultural como al mismo tiempo se banaliza. La esencialización habla de diferencias irremediables debidas a la esencia cultural, es decir, a una construcción interna e inherente de cada actor o cada grupo que participa en la interacción. Habla además de diferencias como si no existieran similitudes, y de diferencias entre culturas, considerando que cada cultura constituye un conjunto de elementos homogéneos, sin diferencias internas. El tono sube a veces hasta una dramatización cultural que sólo ve un conjunto de diferencias alarmantes, amenazas y peligros en cualquier interacción. La banalización, en cambio, la encontramos en la tendencia a reducir la cultura a un reciclaje mercantil muy común de reductos imaginarios, que se venden y se compran y donde todo gira alrededor de lo «diferente», entendido como algo exótico o algo auténtico. «La folclorización del extraño supone una construcción de la idiosincrasia, una producción de estereotipos que neutraliza el diálogo intercultural, produciendo algo que más bien puede llamarse Disneylandia de la etnicidad» (Innerarity, 2006).
Los argumentos apropiados para dar cuerpo, tanto a la esencialización como a la banalización, los ofrece la cultura como un sistema inquieto que va y viene entre necesidades, urgencias o modas del momento. Destacamos diferencias o similitudes, según el grado de inquietud, para situar los efectos —sin nombrarlos— y minimizar los resultados, hacer que sean negativos o positivos, dependiendo de quién tiene la palabra y a quién va dirigida. Es un ir y venir entre identidad y diferencia, temas que aparecerán a lo largo del libro desde diferentes puntos de vista, otros lugares, otros tiempos, agregando o rechazando elementos, siempre en movimiento, sin llegar nunca. Intentaremos posicionarnos desde la línea, donde el punto fijo que se pone en movimiento, en una perspectiva multilateral, definiendo el presente en su pasado y en su futuro, porque «definir el presente de manera aislada, es matarlo» (Klee, 1964). Por esto nos situamos lo más cerca de donde se inicia el movimiento —es decir la mezcla para descubrir otros horizontes, otros paisajes, silenciados o aislados por razones obvias desde un punto fijo.
1. Mezcla: ¿un fenómeno transitorio?
Soy consciente del riesgo que asumo al proponer un objeto de análisis tan banal, con tan escaso peso epistemológico y con connotaciones negativas importantes como es la mezcla. Como concepto está poco definido y se suelen tener más en cuenta los productos de la mezcla que el proceso en sí. Posicionarse dentro de un proceso que se encuentra fuera de las estructuras de análisis clásicas permite, sin embargo, describir las diferentes maneras de abordarlo que han tenido lugar en momentos determinados de la historia. Montaigne, en sus Ensayos, afirma que «permanecer atado y sujeto por necesidad a una sola manera de ser, es ser, pero no es vivir. Las almas más hermosas son aquéllas que están provistas de mayor variedad y flexibilidad» (Montaigne, 2007). Es ahí donde quiero situarme, en un terreno que no permanece atado a una sola manera de ser, sino que se abre, por lo menos, a múltiples maneras de ver y nos acerca a otras maneras de ser. Pensar a partir de la mezcla es observar desde dentro los elementos exteriores que han influido en esta dinámica y cómo han condicionado sus resultados, así como las razones, en cada contexto, para su exaltación o silenciamiento. Y a la vez permite situarse en un tiempo más largo, que facilita ver cómo ciertos momentos de un proceso más amplio de transformación se han cristalizado en una única versión normalizada, transmitida de generación en generación, sin dejar lugar a otras versiones.
La mezcla encubre, por tanto, fenómenos inconexos y situaciones diversas que pueden ser efectos tanto de procesos globales como de reacciones marginales. Es un fluir continuo entre intenciones, razones y motivaciones; un continuo de...

Índice

  1. Pensar la mezcla
  2. Prefacio
  3. Prólogo
  4. I
  5. II
  6. Bibliografía