Crítica de la moral afirmativa
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Crítica de la moral afirmativa

Una reflexión sobre nacimiento, muerte y valor de vida

  1. 256 páginas
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Crítica de la moral afirmativa

Una reflexión sobre nacimiento, muerte y valor de vida

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Al preguntar filosóficamente por el valor de la vida humana, se debe preguntar por el valor del ser mismo en cuanto tal, en su surgir, en su venir-a-ser, y no por el valor de este o aquel ente en particular. Leibniz, Kant, Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger y Wittgenstein son los guías indispensables del autor en esta tentativa de pensamiento radical. Habermas, Tugendhat y Hare, algunos "afirmativos" afectados por la crítica.

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Información

Año
2014
ISBN
9788497848664
PARTE II
Nacimiento y suicidio: los argumentos de un moralista radical y anti-escéptico
1
El dolor estructural-mundano y su conexión con la inhabilitación moral
La cuestión del valor de la vida no se reduce, como aparece en el conocidísimo ensayo de Albert Camus, al problema del «suicidio». El suicidio se refiere tan sólo a la vida actualmente existente y es, por lo tanto, la mitad del problema. Si, como él argumenta, existe una gran responsabilidad en torno del pro­blema del «valor de la vida», hasta el punto de que, si se llegase a la conclusión de que no tiene ella ningún valor, estaríamos, según Camus, éticamente obligados a suicidarnos, también es plausible pensar que, llegando a esa conclusión, también esta­mos éticamente obligados a abstenernos de procrear otros seres. Pues, ¿cómo podría entenderse que la vida no tenga el suficiente valor como para que yo continúe viviéndola, pero que tenga, sin embargo, el suficiente como para que mis posibles hijos comiencen a vivirla?
En el testarudo rehusarse a hablar de estas cuestiones, suele salir al paso la objeción trivial y trivializante de que no vale la pena plantearse el problema del valor de la vida porque, de todas maneras, cuando preguntamos ya estamos vivos, de ma­nera que la pregunta «llega tarde». Nuestra vida sería, pues, «un hecho». Este insignificante argumento tendría cierta efectivi­dad, precisamente, si el problema del valor de la vida se reduje­se, como quiere Camus, al problema del suicidio, vale decir, al no-ser de la propia vida actual, pero no si se concibe, al mismo tiempo, en los dos ejes, el del suicidio y el de la abstención, pues aunque nuestra vida es un hecho, la vida de nuestros posibles hijos no lo es. Si la vida se torna éticamente problemática, puedo evitar el surgimiento de vida a través de una decisión que llega perfecta­mente «a tiempo». Una solución al problema del continuar no tiene por qué ser una solución para el problema del surgir. Pero la cuestión del no-ser y sus diversas formas puede fácilmente trivializarse si se plantea tan sólo en el plano intramundano. Pues el plano de la reflexión filosófica es, cier­tamente, el plano mundano-estructural. El no-ser que aquí interesa —como fue explicado en la Parte I— es el no-ser del ser y no cualquier tipo de no-ser intramundano. Interesan aquí tipos del dejar-no-ser, del hacer-que-no-sea, del hacerse-no-ser- a-sí-mismo, etc., que afecten a la propia mundanidad del mun­do. Más concretamente, interesa un suicidio y una abstención formal, y no tan sólo suicidios y abstenciones empíricos. La cuestión del valor de la estructura de la vida —y no de «lo que pasa dentro de ella»— se plantea, pues, en dos ejes fundamen­tales: ¿Pueden existir motivos ético-ontológicos estructurales para hacerse-no-ser a sí mismo y para no-dejar-que-otros-sean? Planteado con toda su fuerza: ¿Hay algún deber de conti­nuar viviendo y de dar la vida a otros que se base en la estructura misma del mundo, tal como elucidada por la ontología fundamental, y no tan sólo basado en ventajas ónticas, o en algún subrepticio prejuicio afirmativo de fondo religioso? O, por el contrario, ¿existe algún tipo de «derecho», estructural-ontológicamente fundado, para realizar ético-ra­cionalmente esas formas del no-ser?
Para mostrar las vinculaciones internas entre ontología y ética, debe hacerse primero una descripción ontológica guiada por lo que propongo denominar «naturalización de la ontología», aunque en una dirección diferente de la filosofía analítica contemporánea, que usa también esa expresión. A partir de ella, en un segundo momento, una exposición de las figuras éticas que son posibles delante de la estructura así elucidada del mundo. Las «naturalizaciones de la ontología» en el terreno analítico son, mucho más, «socializaciones» o «convencionalizaciones sociales» (en el sentido, por ejemplo, de una «comunidad científica de investigadores») de la ontología que, estrictamente hablando, «naturalizaciones» en el sentido de la naturaleza. Cuando hablo aquí de «naturalización» me refiero literal y directamente a la naturaleza, en el sentido de la generación, la muerte, las distintas formas de conflicto, de desgaste, de añosidad, asimilación y expulsión de elementos, del metabolismo, la circulación de la sangre, etc. Es un lugar común de la filosofía actual el decir que vivimos constantemente en un mundo ya totalmente cultural, distanciados de lo natural, y que, por tanto, la «naturaleza», en su sentido fuerte y literal, debe considerarse al lado de las referencias metafísicas y teológicas, como un elemento tradicional y dogmático del pensamiento, a ser superado por categorías vinculadas con el lenguaje, lo simbólico, la teoría de las ideologías, la hermenéutica, etc. Sin negar la aplastante obviedad de este convencimiento, lo que me pregunto es si una total des-vinculación del universo ético- racional del hombre con respecto a la naturaleza es siquiera pensable. O sea: si dadas ciertas características «naturales» de la ontología, ciertos tipos de direcciones éticas continúan siendo transitables o no. Podemos aceptar que el pensamiento contem­poráneo se libere de estructuras metafísicas y teológicas de pensamiento, sin aceptar que deba prescindirse también de la naturaleza.
En realidad, las tres cosas —metafísica, teología y natura­leza— son habitualmente reunidas bajo la misma condenación en nombre de la crítica al «fijismo» tradicional, a las estructuras «inmutables». Pero en filosofía no estamos en busca de lo mutable (o de lo inmutable), sino en busca de la verdad (así como tampoco buscamos lo edificante, lo enaltecedor, o lo que nos aleje del nihilismo o del relativismo). La filosofía no debería hacerse huyendo de nada, por ejemplo de «lo inmutable», sino, simplemente, siguiendo el hilo de sus propios argumentos. La «inmutabilidad» de la naturaleza podría ser de un tipo esencialmente distinto de la inmutabilidad de Dios y de la inmutabilidad de las entelequias aristotélicas, lo que torna­ría deseable librarse de estas últimas sin, por eso, pretender también ignorar a la naturaleza. No se trata de criticar lo inmutable, sino los inmutables arbitrarios, los que podrían no ser. Por otro lado, podemos estar de acuerdo con las críticas husserlianas y heideggerianas contra la naturalización de la conciencia o la naturalización del ser, en el sentido de una concepción empirista de la naturaleza. Pero de lo que se trata aquí es de visualizar las estructuras naturales más generales y estructurales del ser, huyendo al mismo tiempo de la concep­ción empirista de la naturaleza y de la tentación de describir el ser en términos metafísico-teológicos. Insisto: es el mundo mismo lo que se busca para poner la reflexión radical, no es el intramundo empirista ni ningún ultramundo en el sentido de la metafísico-teología tradicional.
En esta «ontología naturalizada», el ser humano es incluido en la descripción en términos de sus afecciones naturales con respecto al mundo, es decir, en el registro de su dejarse afectar por él. No se trata, en un plano natural, sino de describir estricta­mente el comercio del ser humano con la naturaleza en los términos más básicos, elementales y triviales posibles. En este nivel, ese comercio estrictamente sensible-natural ha sido habitualmen­te captado por los filósofos según el dualismo placer/dolor, aceptación/rechazo. Así, aunque el mundo mismo no sabría tener ningún tipo de «valor ético intrínseco», sí tiene, inevita­blemente, características naturales, algunas de las cuales son de carácter relacional con respecto a la particular receptividad y elaboración de los estímulos sensibles por parte del ser humano. Kant, siguiendo una tradición estoica, nos ha habitua­do a diferenciar nítidamente el orden de lo placentero o agrada­ble, por un lado, de lo éticamente bueno por otro, y lo doloroso o desagradable de lo éticamente malo. Del mundo mismo sólo podemos obtener algo así como un «valor de repercusión sensi­ble», en el sentido del impacto. Las éticas utilitaristas se han preocupado mucho más que las aprioristas por establecer vín­culos entre esos dos planos que no deben confundirse. La vinculación más importante para mis propósitos aquí entre el plano sensible-natural y el plano ético, es la siguiente:
El dolor intenso (en un sentido relativo a la cantidad y fuerza de dolor que cada persona sea capaz de resistir), entendi­do como el propio dolor (no como el dolor de otra persona, por más «próxima» que sea) y entendido como dolor físico estricto (no como algún tipo de «dolor moral») puede tener un inevitable efecto de inhabilitación moral. Ciertamente que el dolor no rebaja éticamente al hombre (¿y quién podría alguna vez haber sostenido un absurdo semejante?), pero sí que podría ponerlo en una situación de inevitable inmoralidad.3
Un ser humano en situación de tortura podrá aceptar la humillación, la delación, la corrupción y el rebajamiento moral extremo, hasta el propio desprecio de los que ama, etc. Se trata tan sólo, como lo dice el Gran Inquisidor de la mencionada novela, de alcanzar el grado de intensidad adecuado de tortura, aumentar los voltios o apretar un poco más las cuerdas. Todo hombre tiene su medida delante de los instrumentos de tortura, y el tormento es el final de toda organización ética del mundo, al sustituirla compulsivamente por una organización empírica y urgentemente actual, de integral adaptación a las estimula­ciones del momento, sin ninguna posibilidad de introducir las «postergaciones» tan típicas de la organización conceptual del mundo.
Cuando sufrimos el dolor físico propio, nos quedamos completamente solos, inhabilitados para practicar cualquier clase de moralidad, kantiana, utilitarista o estoica, y somos urgentemente lanzados a nosotros mismos sin nadie que nos acompañe. Al mismo tiempo, tampoco los que están fuera de la situación pueden condenar éticamente a quien delató o mintió bajo situación de tortura, aun cuando se continúe condenando, abstractamente, esas acciones como malas. Aun considerando que X es moralmente malo, no podremos conside­rar moralmente malo al hecho de que alguien, bajo situación de tortura, haga X. Aquí, quisiera yo hablar de un plano post-­moral, o sea, de un plano en el cual la moralidad ya fue alcanzada, pero no puede ser efectivizada por motivos estructu­rales. El propio dolor físico intenso es, así, el punto terminal de la moralidad, en el sentido de que podemos estar siempre dispuestos a «ir en contra de nuestros propios intereses» (exi­gencia moral fundamental) siempre y cuando la integridad del propio cuerpo no sea drásticamente amenazada. La ética no está en condiciones de pedirme que esté yo dispuesto a «ir ili­mitadamente en contra de la integridad de mi cuerpo». La situación de dolor intenso me obliga a «defender ardientemente mis propios intereses».4
Como consecuencia de esto, huir del dolor no es una conducta meramente sensible, que el hombre practique simplemente para satisfacer su «amor propio» o su «egoís­mo», como parecen pensar las éticas kantianas, o bien para incrementar la gratificación o felicidad de todos, como ocurre en las éticas utilitaristas, sino que puede constituirse, cuando se trata del propio dolor físico inten­so, en una huida hacia la pura y simple recuperación de la habilitación moral del ser humano. No todo lo que el hombre hace en beneficio de sí mismo lo hace para satisfacer sus bajos egoísmos sensibles, o en beneficio de su felicidad. Entre la pura búsqueda del placer sensible y la estricta obediencia de la ley moral pura o de los principios de felicidad del mayor número, se ubica simpleme...

Índice

  1. Prefacio a la segunda edición
  2. Pórtico
  3. Prólogo del autor
  4. PARTE I En camino hacia una moralidad del no-ser
  5. PARTE II Nacimiento y suicidio: los argumentos de un moralista radical y anti-escéptico
  6. PARTE III La vuelta a una moralidad del ser (o del cómo-vivir) después de la reflexión «negativa»
  7. PARTE IV Ética negativa y éticas contemporáneas en la cuestión de la responsabilidad moral ante los niños posibles: ética del discurso (Habermas), moral de la seriedad (Tugendhat), utilitarismo crítico (Hare) y pesimismo empírico (Benatar)