El sentido de lo justo
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El sentido de lo justo

Para una ética del cambio, el cuerpo y la presencia

  1. 256 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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El sentido de lo justo

Para una ética del cambio, el cuerpo y la presencia

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Información del libro

La vida en general y la vida familiar en particular están puntuadas por encuentros y desencuentros. Estos adquieren a veces una intensidad que, aunque puede a veces volverse rutinaria, asume otras veces el carácter de microeventos de cambio. En estos casos se presentan dilemas e incluso crisis ético-morales porque las normas establecidas, ya sean éticas implícitas, ya sean morales explícitas, no nos resultan fácilmente aplicables. ¿Cuál es el recurso ético disponible en esos momentos de cambio en los que nuestras hojas de ruta no sirven a su propósito? El sentido de lo justo es, en esas circunstancias, el que se encuentra disponible para dinamizar a las normas con las que pretendemos guiar nuestras vidas.El sentido de lo justo, segundo volumen de la trilogía El espectro y el signo, continúa la articulación de las consecuencias de un enfoque crítico y poético de la psicoterapia, y nos presenta la estética, la ética y política de la propia psicoterapia centrada en la dimensión del sentido y en la materialidad sensual y singular de la existencia."El motivo central de la obra de Marcelo Pakman –la poética, la imaginación, el sentido– subvierte los cánones acostumbrados de la literatura psicoterapéutica, comprometiendo al lector en la necesidad de comparecer desde nuevos registros en el encuentro con sus ideas. Es muy difícil seguir pensando del mismo modo después de internarse en sus páginas."© RODRIGO MORALES MARTÍNEZ Doctor en Filosofía Moral y Política. Universidad de Chile.

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Información

Año
2018
ISBN
9788497847599
1. El sentido de lo justo
El ser humano sabe hacer de los obstáculos nuevos caminos porque a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer.
Ernesto Sábato, La resistencia, 2000, p. 75
Sócrates: [...]) La virtud propia de la especie humana es la justicia.
Alain Badiou, La República de Platón, 2012, p. 121
Una enfermera acompaña a Esteban, que tiene nueve años, a la pequeña habitación en la cual lo espero, apoya una mano con afecto sobre su cabeza y se retira dejándolo conmigo. Su pediatra, Alberto, cuando me pidió que fuera a verlo porque estaba «angustiado», me dijo que estaba muy enfermo y que su enfermedad era incurable. No le pedí detalles. Lo veo caminar lentamente hacia mí y, mientras voy a su encuentro, observo que tiene un cuerpo muy redondo y pequeño para su edad, y una cara igualmente redonda, los efectos, pienso, de estar medicado con corticosteroides. Su cara está tan enormemente triste que me acongoja. Me presento dándole muy formalmente un fuerte apretón de manos mientras le digo mi nombre y agrego: «Mucho gusto».2 Esteban me mira serio. Su cara está tensa, con una piel adelgazada por una gordura artificial. Intenta tomar mi mano en la suya, pequeña y rechoncha, y la aprieta levemente. Tiene los dedos rojos y algo lastimados, y derrames en los brazos alrededor de las venas. Nos sentamos a una mesa sobre la que apoyo un par de papeles en blanco y un lápiz negro. Esteban me dice que Alberto, su doctor, le había contado que yo iba a venir a verlo para hablar de cómo le están yendo las cosas. Me pregunta: «¿Eres doctor?». Le digo: «Sí, hago lo que dijiste, hablo con los chicos y sus familias y trato de ayudarlos cuando las cosas están difíciles y no se sienten bien». Me dice, con el acento del campo de su provincia y algún entusiasmo: «Yo quiero estudiar de caballos». «Y ya habrás aprendido algo o bastante, ¿no?», le digo, mientras siento que huyo del futuro que se ha contraído para él y, como una sombra, también para mí. «Sí, bastante...», me contesta. Le pregunto si sabe montarlos y me dice mirándome con ojos redondos y extrañamente velados: «Sí, me enseñó el Tape, mi hermano, el que está acá conmigo. Mis papis vienen... cuando pueden, tienen que trabajar». Y agrega: «Pero no quieren que ande a caballo ahora porque, si me lastimo con las riendas o algo así, me hace mal..., o si me caigo también..., pero el Tape me deja», me dice sonriendo un poquito. «Él tiene un caballo... marrón». Se estira para alcanzar los papeles y el lápiz que traje mientras me dice: «Te lo puedo dibujar». «Sí, claro. ¿Cómo se llama?». Esteban me mira y me dice con cara de sospecha y abriendo las manos: «Marrón». Le digo: «Ah, discúlpame, creí que marrón era el color». «Sí, eso también», me dice y veo otra vez su mano rechoncha, que ya sentí en la mía, tomar el lápiz con dificultad y dibujar lentamente durante varios minutos. Se dibuja pequeño montando un enorme caballo y tiene puesto un sombrero tipo chambergo negro y unas espuelas enormes que me recuerdan a las que luce el Principito del libro de Saint-Exupéry (1971) en ese dibujo en el cual tiene puesta una capa. Le digo: «¡Flor de espuelas y de chambergo! Parece día de fiesta». «Son del Tape, me las prestó una vez, se las regalaron a los quince... y el sombrero también», me cuenta Esteban. El número me suena a mucha edad, a edad tal vez inalcanzable, y el aire se pone agobiante justo cuando noto que Esteban ya no sonríe y que sus ojos están ahora más velados y brillantes. «Está difícil la cosa, ¿no Esteban?». Él asiente y yo agrego: «¿Está para salir corriendo con el Marrón a toda espuela?». Como si su redondez ocupara en este momento el interior de su garganta, habla ahora muy lentamente: «Está difícil correr tanto, ya te conté que no puedo». «Verdad», atino a decir y pienso adónde podría escapar, adónde podríamos. Pero también que Esteban no me va a dejar decir tonterías y que lo dicho cuenta y la verdad también y que espera que lo escuche con atención. Tal vez porque no tenemos todo el tiempo del mundo. Permanecemos en silencio y él toma el lápiz otra vez y ahora dibuja un niño que parece hecho con globos, redondeles: uno es la cabeza, otro es el cuerpo, y otros hacen de manos, de pies, de dedos. A su lado está el caballo del mismo tamaño que él, pero Marrón es ahora quien tiene puesto el chambergo negro. Esteban lo sostiene de las riendas y tiene puestas las espuelas, que son tan grandes como sus pies. Me sorprende tanto que estoy tentado a reírme. Le digo: «¿Te desmontaste?». Oigo a Esteban que dice: «Es que si sigo así de gordo lo voy a aplastar..., así es lo que pasa..., como que va a reventar». Mientras tanto sonríe más abiertamente, pero su cara está tan estirada que también le cuesta hacerlo, le sale una mueca y mira para abajo como escondiéndose. Siento que su vergüenza es un líquido que inunda la habitación, pero que hay también una presencia de algo difícil de domar más allá de lo difícil que sea aguantar lo que está viviendo. Hay una pausa silenciosa.
«¿Sabes lo que es un centauro?», le pregunto apenas se hace presente para mí. Cuando niega con la cabeza le digo: «Mitad hombre, de la cabeza hasta la cintura, mitad caballo, de la cintura para abajo». Esteban me dice, más animado: «Los vi, sí, los vi..., de los griegos», pero le cuesta hablar, le sale la voz rasposa. Sonríe con la misma mueca que antes. Le digo: «Caray con esos medicamentos, que ni reírse se puede bien». Esteban me mira y me animo a decir: «¿Hacemos un centauro?». Se apura a tomar uno de los papeles, lo da vuelta y dibuja. Un centauro gordo va apareciendo, las patas son muy gruesas y todavía tiene las espuelas enormes, pero en los codos. El chambergo está en la tierra. Le pregunto cómo se llama y hace un gesto de que no sabe levantando los hombros un poquito. Le digo: «Es como un Esteban/Marrón». Me regala la mueca y nos sonreímos. Sigue dibujando el centauro con cuidado hasta terminarlo. Agrego: «Esas espuelas, las del Tape, las que te prestó, se parecen a una de las figuras de El Principito, ¿conoces ese libro?». Él niega con la cabeza. Le cuento que es un libro escrito por un francés, que fue piloto de aviones muy pequeños en nuestro país hace muchos años y que trata de un pequeño príncipe, como de la edad de él. Le cuento también que en una de las figuras del libro tiene una capa con unas estrellas muy grandes en los hombros, de las que me acordé por las espuelas que él dibujó. Y agrego: «El Principito sabe escaparse de pequeños planetas que va visitando y de uno de ellos se escapa agarrándose de unos globos y dejándose llevar por ellos en el viento. En el libro hay un dibujo que lo muestra, tiene muchos dibujos que hizo el mismo autor. Mañana podemos pedirle permiso a Alberto e ir juntos a la biblioteca del hospital y buscarlo... si quieres». Esteban me dice que quiere ir y añade: «Me gusta el viento cuando monto a Marrón..., pero no tiene las crines tan largas». Hay un silencio, noto que tomo de nuevo el último dibujo y le digo: «Vamos los tres entonces, vos, Marrón y yo». «Los dos», me dice inmediatamente y me hace una mueca/sonrisa. «Tienes razón», le digo. Nos miramos suavemente. Saco una de mis tarjetas profesionales, hago un redondel en torno a mi nombre, subrayo la extensión a la que hay que llamar, y le digo que cuando quiera verme le pida a la enfermera que me llame y vendré apenas pueda. Sonríe otra vez y la mueca tiene más sonrisa. Le pregunto: «¿Quién se queda con los dibujos?». Y me dice: «Yo quiero este del... ¿Cómo se llamaba?», me pregunta señalando al Esteban/Marrón. «Centauro», digo. Esteban guardó mi tarjeta junto al dibujo y los tuvo siempre cerca los dos años en que continuamos nuestros encuentros.
Fue Gilles Deleuze quien recordó (2007) que, para Paul Cézanne, el desafío del pintor no era el de enfrentar la tela en blanco, sino el de evitar ser capturado por la acumulación de clichés que darían lugar a una obra trivial. Ante el lienzo en blanco Cézanne no se sentía confrontando un vacío, sino más bien las tradiciones de la pintura que en ese momento parecían ocuparlo todo. Esos poderosos atractores, podríamos decir ahora en el lenguaje de la teoría del caos, de no ser resistidos, lo conducirían insensiblemente hacia la reiteración de clichés ahogando sus posibilidades singulares de expresión. La psicoterapia también se inclina hacia la reiteración de clichés y, como el pintor, debemos encontrar la apertura que, funcionando como una resistencia, nos permita sustraernos a esa reiteración. En este breve encuentro terapéutico inicial con Esteban, lo logramos asumiendo una posición efectivamente crítica de la micropolítica dominante de la situación, cuyas fuerzas dan usualmente forma a esos clichés. A partir de ciertos puntos de resistencia, que están siempre presentes en toda situación aunque no siempre podamos ser sensibles a los mismos, pudimos sustraernos a esas fuerzas micropolíticas que parecían en principio dominar todo nuestro comportamiento, para dar lugar en cambio al desarrollo de un evento poético.
El horizonte sin futuro ante una muerte prematura parecía quitar el aire de la habitación en que estábamos reunidos con Esteban y se extendía al cuerpo castigado y a su andar, a sus gestos de agobio y a la voz que marcaban sus expresiones emocionales, así como a los dibujos que hizo. Todo lo que entraba en contacto con ese horizonte nefasto parecía ser tragado por el mismo como por un remolino. Allí parecían desvanecerse sus deseos de estudiar más sobre caballos, como el querido Marrón que su hermano le prestaba aunque él no podía montar ni con frecuencia ni con facilidad. El remolino solo dejaba como rastro un sentido de lo absurdo y de futilidad de la vida. Su cuerpo golpeado por los medicamentos que necesitaba, su voz ronca y sus manos deformadas, sus sonrisas que no terminaban de desprenderse de una mueca con la que el dolor las desvirtuaba, señalaban el ámbito sombrío en que estaba viviendo y cuya presencia hacía difícil no caer bajo el agotamiento y la desvitalización que él mismo anunciaba. Sin embargo, ya al saludarlo como un adulto de pleno derecho sin dejar de reconocer que era un niño, al seguir sus vaivenes emocionales sin apurarnos a tratar de reducir el impacto huyendo a una rápida connotación positiva, al permanecer en cambio en la seriedad de la situación vital que nos reunía en el borde de lo trágico y de la complejidad contradictoria y ambigua de la experiencia, al contener nuestra tendencia a la interpretación simbólica de sus dibujos y de todo ejercicio hermenéutico de lectura de sus contenidos mentales, nos desviábamos de un guión repetitivo ritualizado de relación adulto/niño tranquilizadora pero también trivializadora del momento de convivencia con un niño gravemente enfermo. La aparición misma tanto del centauro, a partir de elementos que aparecían en sus dibujos y dibujados a su vez a sugerencia mía, como así también del Principito corrían el riesgo de volverse expresiones compensatorias o modos de distraerse de su enfermedad, a través de un escape a la ficción que lo normalizaría dentro de lo posible encajándolo en las expectativas de sentido común sobre un niño en una situación semejante. También podía transformarse en una aplicación de una metodología orientada a una connotación positiva a ultranza o a una ilustración de prejuicios (Cecchin, Ray, Lane, 1994) nacidos del ámbito de la psicoterapia o de las morales religiosas en juego en situaciones de ese tipo, una clasificación en la que prefería no caer porque estaba no solo en el camino del conocimiento establecido, que es necesario, sino también en el del cliché. En ese caso estaríamos nuevamente dentro de gui...

Índice

  1. Índice
  2. Agradecimientos
  3. Sensus Iustitiae, Corpus Veritatis
  4. Introducción
  5. 1. El sentido de lo justo
  6. 2. La potencialidad del sentido: la inclinación hacia lo justo
  7. 3. La exclusión de la poiesis y la tradición contemplativa: éticas y morales normativas
  8. 4. El retorno de la poiesis: sentido, presencia, lenguaje
  9. 5. Ética del sentido: historia, verdad, libertad
  10. 6. El cuerpo del sentido: amor, erótica, violencia
  11. 7. La marca de Caín: el sentido de lo justo y el testimonio
  12. Bibliografía