Las leyes sociales
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Las leyes sociales

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Las leyes sociales

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Hacia 1900, Gabriel Tarde era una de las figuras más reconocidas dentro de la intelectualidad de su tiempo. Sus trabajos sobre la multitud y la opinión pública en la política moderna fueron capitales para el desarrollo de la sociología norteamericana. Sin embargo, su obra fue crecientemente eclipsada, en parte por la hegemonía que alcanzaron las tesis de Durkheim en el estudio de las sociedades. Pero la figura de Tarde ha vuelto a cobrar relevancia: su obra ha sido reeditada, traducida y es objeto de numerosos estudios y homenajes. La actualidad de sus intuiciones; la conexión que establece entre la sociología, la psicología, la economía y la filosofía o la vinculación con ciertos posicionamientos políticos de hoy han renovado el interés de sus textos. Tarde ha empezado a ser redescubierto como precursor de los modernos análisis de difusión de la información y las relaciones sociales por las teorías de redes; como inspirador de una sociología centrada en el papel activo del individuo en cuanto agente creador de la vida colectiva; como autor de referencia para el desarrollo de una "microsociología"; como ancestro de la filosofía de la diferencia deleuziana; como numen tutelar para concebir formas de pensar que posibiliten la disolución de las entidades opresivas de la sociología y la política clásicas.Esta edición de Las leyes sociales nos brinda la oportunidad de empezar a introducirnos en la sugerente modalidad que Tarde propone para el análisis del funcionamiento de las sociedades.

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Información

Año
2013
ISBN
9788497847728
Categoría
Sociología
1
Repetición de los fenómenos
Situémonos ante un gran objeto: el cielo estrellado, el mar, un bosque, una multitud, una ciudad. De todos los puntos de este objeto emanan impresiones que asaltan los sentidos del salvaje tanto como los del científico. Pero en este último esas sensaciones múltiples e incoherentes sugieren nociones lógicamente dispuestas, un manojo de fórmulas explicativas. ¿Cómo se ha operado la lenta elaboración de esas sensaciones en nociones y en leyes? ¿Cómo se ha convertido en científico el conocimiento de las cosas? Sostengo que eso ha ocurrido, primero, a medida que se han descubierto entre ellas más semejanzas o que, tras haber creído ver entre ellas semejanzas superficiales, aparentes y decepcionantes, se han percibido semejanzas más reales, más profundas. En general eso significa que se ha pasado de semejanzas y repeticiones de masa, complejas y confusas, a semejanzas y repeticiones de detalle, más difíciles de apresar pero más precisas y elementales, infinitamente numerosas e infinitesimales. Sólo tras haber percibido esas semejanzas elementales se han podido explicar y reducir a su justo valor las semejanzas superiores, más amplias, más complejas y más vagas. Ese progreso se ha operado cada vez que se resolvían en combinaciones de semejanzas tantas originalidades distintas que se habían creído sui generis, lo que no quiere decir que la ciencia, al progresar, disipe ni disminuya la proporción total de las originalidades fenomenales, es decir, de los aspectos no repetidos de la realidad. No, bajo la mirada más aguda del observador, las originalidades masivas, gruesas y estridentes se disuelven, es cierto, pero en beneficio de originalidades más profundas y escondidas, que se van multiplicando indefinidamente, tanto como las uniformidades elementales.
Apliquemos eso al cielo estrellado. Hubo un comienzo de la ciencia astronómica desde el momento en que los pastores ociosos y curiosos descubrieron la periodicidad de algunas revoluciones celestes relacionadas: levante y poniente de las estrellas, vueltas circulares del sol y de la luna, sucesión y regreso regulares de sus lugares en el cielo. Pero algunos astros parecían constituir una excepción a la globalidad de esta única y grandiosa revolución circular: las estrellas errantes, los planetas, de los que se advertía una marcha caprichosa, cada instante diferente de sí misma y de las otras. Hasta que se descubrió que había una regularidad en esas mismas anomalías. Entonces se pudieron pensar como semejantes entre sí todas las estrellas —fijas o errantes, soles o planetas, incluso las estrellas fugaces—, y sólo distinguirse tajantemente entre ellas y el sol o la luna, que pasaron a ser considerados los únicos astros verdaderamente originales del firmamento.
La astronomía progresó cuando, por un lado, se sustituyó la apariencia de esta enorme y única rotación del cielo entero por la realidad de una innumerable multitud de pequeñas rotaciones muy diferentes entre sí y no sincronizadas en absoluto, aunque cada una se repita indefinidamente, y cuando, por otro lado, desapareció la originalidad del sol, reemplazada por una más difícil de percibir: la de cada estrella, sol de un sistema invisible, centro de un mundo planetario análogo al torbellino de nuestros planetas.
La astronomía dio un paso aún mayor cuando las diferencias entre esas gravitaciones siderales, cuya absoluta globalidad no excluía la desigualdad en velocidad, en distancia, en elipticidad, etcétera, se desvanecieron ante la ley de la atracción newtoniana, que presentó todas esas periodicidades de movimiento, desde las más pequeñas hasta las más grandes, desde las más rápidas hasta las más lentas, como la repetición incesante y continua de un mismo hecho permanente: la atracción en razón directa de las masas y en razón inversa del cuadrado de las distancias. Y sería mucho mejor aún si, explicando a su vez este mismo hecho por una hipótesis audaz, siempre buscada y siempre obsesionante, viéramos en él el efecto de una presión de átomos etéreos debida a vibraciones atómicas de una inimaginable exigüidad y una inconcebible mutiplicidad.
¿No tengo, pues, razón al afirmar que la ciencia astronómica ha trabajado siempre sobre semejanzas y repeticiones, y que su progreso ha consistido, a partir de semejanzas y de repeticiones únicas o muy escasas, gigantescas y aparentes, en alcanzar una infinidad de semejanzas y repeticiones infinitesimales, reales y elementales, que al revelarse, por lo demás, han ofrecido la explicación de las primeras?
¿Quiere esto decir —entre paréntesis— que el cielo ha perdido algo de su atractivo al ritmo del progreso de la astronomía? De ningún modo. En primer lugar, la precisión creciente de los instrumentos y de las observaciones ha permitido distinguir en las gravitaciones repetidas de los astros muchas diferencias antes inadvertidas y fuentes de nuevos descubrimientos, como por ejemplo el de Leverrier. Por otra parte, el firmamento se extendió cada día más y, en su dilatada inmensidad, las desigualdades entre los astros y entre los grupos de astros —en volumen, en velocidad, en particularidades físicas— se profundizaron. Las variedades de configuración de las nebulosas se multiplicaron y cuando, por el espectroscopio, cosa inaudita, se pudo analizar tan maravillosamente la composición química de los cuerpos celestes, se descubrieron entre ellos diferencias que permiten afirmar la existencia de profundas disparidades entre los seres que los habitan. Finalmente, se ha conocido mejor la geografía de los astros más cercanos y, si se juzga a los otros por éstos, se debe creer —tras haber estudiado los canales de Marte, por ejemplo— que cada uno de los incontables planetas que gravitan sobre nuestras cabezas o bajo nuestros pies tiene sus accidentes característicos, su mapamundi especial, sus particularidades locales que, allí como aquí, dan a cada rincón del territorio su encanto particular e imprimen, sin ninguna duda, el amor a la tierra natal en el corazón de sus habitantes, sean quienes fueren.
Pero esto no es todo, en mi opinión —y lo digo en voz muy baja, por miedo a exponerme al grave reproche de hacer metafísica—: yo creo que no es posible explicar las diferencias de las que hablo, ni siquiera esas desigualdades de ubicación y esta caprichosa distribución de materia a través del espacio, en la hipótesis, muy cara a los químicos (ellos, en esto, son verdaderamente metafísicos), de la existencia de elementos atómicos perfectamente semejantes. Creo que la pretendida ley de Spencer sobre la inestabilidad de lo homogéneo no explica nada y que, por lo tanto, la única manera de explicar el florecimiento de diversidades exuberantes sobre la superficie de los fenómenos es admitir que en el fondo de las cosas existe una multitud tumultuosa de elementos individualmente caracterizados. Así, igual que las semejanzas de masa se resolvieron en semejanzas de detalle, las diferencias de masa, groseras y muy visibles, se transformaron en diferencias de detalle infinitamente sutiles. Y del mismo modo que sólo las semejanzas de detalle permiten explicar las semejanzas de conjunto, así también sólo las diferencias de detalle, esas originalidades elementales e invisibles que yo sospecho, permiten explicar las diferencias manifiestas y voluminosas, es decir, lo pintoresco del universo visible.
Esto en cuanto al mundo físico. En cuanto al mundo viviente, las cosas no son distintas. Situémonos, como el hombre primitivo, en medio de un bosque. En él está toda la fauna y la flora de una región, y hoy sabemos que los fenómenos tan distintos expresados por esas plantas y esos animales diversos se resuelven, en el fondo, en una multitud de pequeños hechos infinitesimales resumidos por las leyes de la biología. De la biología animal o de la vegetal, da lo mismo: ahora se las confunde. Pero al comienzo se diferenciaba profundamente lo que nosotros asimilamos, así como se asimilaban muchas cosas que nosotros diferenciamos. Las semejanzas y las repeticiones que se percibían, y de las que se nutría la naciente ciencia de los organismos, eran superficiales y decepcionantes: se asimilaban plantas sin parentesco entre sí, cuyo follaje y porte se parecían vagamente, mientras que se establecía un abismo entre las plantas de la misma familia, pero de silueta y talle muy distintos. La ciencia botánica progresó cuando aprendió la subordinación de los caracteres, de los que los más importantes, es decir, los más repetidos y los más significativos —como parte de un séquito de otras semejanzas—, no eran siempre los más visibles sino, al contrario, los más escondidos, los más menudos, a saber, los que surgen de los órganos de la generación: el hecho de tener uno o dos cotiledones, por ejemplo, o de no tener ninguno.
Y la biología, síntesis de la zoología y de la botánica, nació el día en que la teoría celular mostró que, tanto entre los animales como entre las plantas, la unidad elemental, indefinidamente repetida, era la célula —la célula ovular primero y después todas las otras que se siguen de ella—, y que el fenómeno vital elemental es la indefinida repetición, por parte de cada célula, de los modos de nutrición y de actividad, de crecimiento y de reproducción, que ha recibido en herencia y que transmitirá fielmente a su posteridad. Esta conformidad a los precedentes, que se llama costumbre o herencia (digamos, en una palabra, herencia: la costumbre no es más que una herencia interior, así como la herencia no es más que una costumbre exteriorizada), es la forma propiamente vital de la repetición, así como la ondulación (o, en general, el movimiento periódico) es su forma física, y como la imitación —lo veremos más adelante— es su forma social.
Vemos pues que el progreso de la ciencia de los seres vivos tuvo como efecto hacer caer gradualmente todas las barreras establecidas entre ellos en relación con sus semejanzas y sus repeticiones, sustituyendo, también ahí, las semejanzas groseras y visibles, abultadas y poco numerosas, por parecidos muy precisos, innumerables e infinitesimales, que son los únicos que explican los otros. Pero al mismo tiempo aparecen distinciones múltiples, y no sólo la originalidad individual de cada organismo se volvía más sobresaliente, sino que también se debían admitir originalidades celulares. En primer lugar, ovulares: ¿hay algo más parecido en apariencia que dos óvulos, y hay algo, en realidad, más diferente que sus contenidos? Tras haber experimentado la insuficiencia de las explicaciones ensayadas por Darwin o Lamarck sobre el origen de las especies —cuya ascendencia, descendencia y evolución, por lo demás, nadie discute—, hay que convenir que la verdadera causa de la especie es el secreto de las células, la invención, en algún tipo de óvulo inicial, de una originalidad particularmente fecunda.
Pues bien, sostengo que, si ahora observamos una ciudad, una multitud, un ejército, en lugar de un bosque o del firmamento, las consideraciones precedentes encontrarán su aplicación en la ciencia social, como la encontraron en la astronomía y la biología. Aquí, análogamente, se ha pasado de generalizaciones apresuradas fundadas sobre analogías vanas y artificiosas, grandiosas e ilusorias, a generalizaciones sostenidas sobre un cúmulo de pequeños hechos semejantes, de una semejanza relativamente nítida y precisa.
Hace mucho tiempo que la sociología trabaja para constituirse. Ensayó sus primeros balbuceos cuando, en el caos confuso de los hechos sociales, se distinguió o creyó distinguir algo de periódico y de regular. Constituye ya un primer planteamiento sociológico la concepción antigua del gran año cíclico, al fin del cual todo, tanto en el mundo social como en el mundo natural, se reproducía en el mismo orden. A esta falsa y única repetición de conjunto, admitida por el talento quimérico de Platón, Aristóteles hizo suceder las repeticiones de detalle, a menudo verdaderas pero siempre muy vagas y difíciles de ceñir de cerca, que formula en su Política, a propósito de lo que hay de más superficial o de menos profundo en la vida social: la sucesión de las formas de gobierno. Detenida entonces, la evolución de la sociología recomenzó ab ovo en los tiempos modernos. Los ricorsi de Vico son la reanudación y profundización de los ciclos antiguos, con menos quimera; esta tesis, así como la de Montesquieu sobre la presunta semejanza de las civilizaciones surgidas bajo el mismo clima, son dos buenos ejemplos de repeticiones y semejanzas superficiales o ilusorias de las que la ciencia social se debía nutrir antes de encontrar un alimento más sustancial. Chateaubriand, en su Ensayo sobre las revoluciones, desarrollaba un largo paralelismo entre la Revolución de Inglaterra y la Revolución francesa, y se divertía con los aproximamientos más superficiales. Otros fundaban grandes pretensiones teóricas sobre vanas analogías establecidas entre el genio púnico y el genio inglés, o bien entre el Imperio Romano y el Imperio Inglés... Esta pretensión de encerrar los hechos sociales en fórmulas de desarrollo, que los obligan a repetirse en masa con insignificantes variaciones, ha sido hasta ahora el señuelo de la sociología, sea bajo la forma ya más precisa que le dio Hegel con sus series de tríadas, sea bajo la forma, todavía más sabia y más precisa, y menos alejada de la verdad, que recibió de los evolucionistas contemporáneos. Éstos, a propósito de las transformaciones del derecho, especialmente del régimen de la familia y del régimen de la propiedad —a propósito de las transformaciones del lenguaje, de la religión, de la industria y de las bellas artes— han arriesgado leyes generales, de cierta nitidez, que sometían la marcha de las sociedades, bajo esos diversos aspectos, a pasar y volver a pasar por los mismos senderos de fases sucesivas, arbitrariamente trazadas. Hubo que reconocer que esas pretendidas reglas están minadas de excepciones y que la evolución lingüística, jurídica, religiosa, política, económica, artística y moral no es una ruta única, sino una red de vías llena de encrucijadas.
Felizmente, a la sombra y abrigo de estas ambiciosas generalizaciones, trabajadores más modestos se esforzaron, con mucho éxito, por observar leyes de detalle mucho más sólidas. Eran los lingüistas, los mitólogos, sobre todo los economistas. Esos especialistas de la sociología percibieron numerosas relaciones interesantes entre hechos consecutivos o concomitantes, relaciones que se reproducen a cada instante en los límites del pequeño dominio que ellos estudian: en la Riqueza de las naciones de Adam Smith y en la Gramática comparada de las lenguas indoeuropeas de Bopp, o en los textos de Dietz, por no citar más que estas tres obras, se puede encontrar una multitud de ideas de ese tipo, donde se expresa la semejanza de incontables acciones humanas en materia de pronunciación de ciertas consonantes o vocales, de compras o de ventas, de producción o de consumo de ciertos artículos, etcétera. Es verdad que esas mismas semejanzas, cuando los lingüistas o los economistas intentaron formularlas en leyes, condujeron a leyes imperfectas y burdas, relativas al plerumque fit; pero ...

Índice

  1. Prefacio
  2. Prólogo
  3. Introducción
  4. 1
  5. 2
  6. 3
  7. Conclusión
  8. Posfacio