Del gesto a la palabra
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Del gesto a la palabra

La etología de la comunicación en los seres vivos

  1. 144 páginas
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Del gesto a la palabra

La etología de la comunicación en los seres vivos

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Información del libro

Este libro explica en una gran variedad de ejemplos cómo el ser humano evoluciona gracias al hecho de que todo su sistema de percepción se va llenando de sentido. En constante comparación con la conducta animal, Cyrulnik despliega todo el proceso de la "humanización" del bebé hasta el niño que habla, que consiste en un perfeccionamiento de las señales. Aunque las señales están desde siempre presentes en el mundo de los seres vivos, permiten sólo un mecanismo de enunciado y respuesta inmediato. El perfeccionamiento humano consiste en poder distanciarse cada vez más de los objetos, manteniendo la relación con ellos, primero a través del dedo índice que los señala, luego a través de palabras, lo cual sólo tiene su lógica entre seres sociales.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418193491

Capítulo 1

Del animal al hombre

Un mundo de perro

Mi perro y yo tenemos un armario Luis XIII. Está instalado en el comedor. Macizo, pesado, sombrío, austero y majestuoso. Comprendo que procure evitarlo, esquivarlo. Su geometría es disuasoria, y no sienta bien golpearse con él. Y, sin embargo, todo esto es pura ilusión; mi perro no ha visto jamás este armario Luis XIII; no verá jamás ningún armario Luis XIII, ni tampoco sillones Luis-Felipe ni mesas de oficina. ¿Qué es Luis XIII para un perro? Y este armario, «mi» armario, el que heredé de la familia de mi mujer, cuando un buen día se lo regaló su tía, precisando, como si fuera una experta, que se trataba de un mueble «de época», una pieza preciosa de un patrimonio que fue necesario transportar, lo recuerdo bien, con infinitas precauciones… No, mi perro no ha visto nunca este armario, que está impregnado de palabras, marcado de sentimientos, y silenciosamente cargado de toda una historia que siempre será extraña para un can.
Esta «cosa», en la medida en que ocupa un lugar en «mi» mundo, se me aparece como un «objeto» de este mundo, una realidad que no se encuentra situada únicamente en el espacio-tiempo físico que comparto con mi perro, sino anclada en múltiples redes de sentido, surcada por un flujo de significaciones que a nuestros ojos le confieren esa consistencia, la de «nuestro» querido armario Luis XIII. Podría decir entonces que mi perro se contenta con percibir la «cosa» como tal, la «cosa en sí», que se topa con su existencia bruta, que se tropieza con su ser físico «puro», su forma imponente, su volumen, su densidad, sus propiedades neutras. Tal planteamiento es antropocentrismo que se convierte en antropoesnobismo. ¿Por qué su «mundo», por el hecho de mostrarse desprovisto de significaciones que dan forma, sustancia y sabor al mío, al de mi mujer y su tía, al de los amigos que me visitan, se despliega en un desierto de sentido? ¿Y, al mismo tiempo, se puede asegurar lo contrario? ¿Puedo abolir en mí toda humanidad hasta el punto de convertirme en perro o, a modo de comunión, «espíritu de perro»? Sin duda es imposible instalarme de forma imaginaria en una visión canina del mundo; pero al menos puedo efectuar en las cosas algunas manipulaciones simples que prueben que el mundo de perro, como el mío, no puede reducirse al universo físico. Este mundo se le presenta también repleto de «objetos», pero son «objetos de perro». Basta, por ejemplo, con meter un trozo de carne en mi armario Luis XIII; en lugar de esquivarlo, se abalanzará sobre él, salivará, gruñirá, ladrará, el mueble habrá perdido entonces su aparente neutralidad; se convertirá, para él, en un obstáculo significativo, aunque este sentido se apegue todavía demasiado a la estimulación biológica.
Así se presenta el «mundo» de los animales, ya pleno de sentido, aunque este sentido no sea el nuestro. Las observaciones de los etnólogos desmienten las concepciones filosóficas y psicológicas que sólo ven en los animales pobres máquinas entregadas a la ley de bronce del «estímulo-respuesta». Desde el momento en que percibe, el animal confiere sentido a las cosas que constituyen su mundo. En el universo físico, adquiere un material a partir del cual construye sus propios «objetos».
Valga como ejemplo la actividad sensorial que goza de peor reputación, la que se considera más tosca: la olfacción. En este punto los mamíferos son los campeones, a excepción del hombre, que en materia de olfato es un verdadero discapacitado y, además, menosprecia dicho sentido. ¿Es quizá para marcar mejor la distancia, incierta pero decisiva, que lo separa de sus vecinos más próximos, los primates no humanos?
Observemos una mariposa. Hasta desde once kilómetros de distancia, el macho puede detectar la presencia de una hembra sexualmente receptiva, distancia que recorrerá gustoso para acudir a la cita. Hoy se puede explicar muy bien este aparente prodigio amoroso: la hembra emite feromonas, moléculas olfativas secretadas por glándulas exocrinas. El receptor de estas hormonas, en lugar de encontrarse en el propio individuo, como sucede con las hormonas del crecimiento, por ejemplo, está situado en otro organismo; en este caso, en la mariposa macho que percibe la presencia de la molécula a través de sus antenas. Procede entonces a un movimiento de exploración del espacio; dos o tres balanceos le bastan para recabar y precisar la información. Pone rumbo hacia el lugar y acaba cayendo directamente sobre la hembra adecuada. Se puede observar el mismo proceso en el tiburón con el sentido gustativo. Una gota de sangre se diluye en el mar, pero el tiburón dispone de un sistema de radar hipersensible que le permite detectar la presencia de sangre en concentraciones mínimas; le basta con una molécula por metro cúbico de agua. También él sabrá llegar hasta la fuente de información recibida. Se aconseja al lector, no obstante, que tenga la prudencia de no confundir un tiburón con una mariposa.
Por lo que se refiere al oído, veamos el caso de las aves, que son capaces de emitir señales sonoras sorprendentes.
Cuando se procede a registrar y analizar tales sonidos, se obtienen «fonogramas» que representan la serie de frecuencias altas y bajas; en el gráfico se observa cómo se dibujan verdaderas estructuras de voces, con secuencias bien delimitadas. Asimismo, se detectan extraordinarias sincronizaciones entre las aves que se responden. Pero lo más llamativo es que una parte del sonido es un signo característico de cada especie, una suerte de firma sonora. Y los individuos de la especie en cuestión reconocen el sonido sin la menor vacilación. Cada uno puede rodear dicha estructura de ciertas variaciones «personales», pero sin eliminar la parte de la voz que se halla genéticamente programada. Las observaciones sobre las gaviotas de Porquerolles que tuve ocasión de constatar en repetidas ocasiones con mis alumnos nos enseñaron muchas cosas. Las gaviotas perciben verdaderas organizaciones sonoras que provocan comportamientos diferentes: voces de llamada, voces de triunfo, voces de alarma, voces de cortejo… La percepción de la gaviota no se corresponde con la idea de una pura recepción de informaciones, sino que parece bien estructurada y activamente estructurante. Manifiesta la existencia de una auténtica semiótica en la que se articulan señales sonoras y visuales con otras de tipo gestual y espacial. Cuando las gaviotas inglesas desembarcan en Hendaya, ninguna de sus congéneres francesas de Porquerolles se mezclará con ellas… La idea de una percepción que sea simplemente «receptiva», pasiva, no permite explicar tales fenómenos.
Pasemos ahora al más «noble» de los sentidos, el de la visión. Las aves aquí se llevan la palma sin duda alguna. Sin embargo, no nos contentaremos con admirar esa prodigiosa agudeza visual. Una observación clásica de Nikolaas Tinbergen, premio Nobel de 1973, sobre los «señuelos» de gaviotas permitió analizar con mayor finura la percepción de estos animales. El célebre etólogo había constatado que la gaviota, desde el momento en que frota la cara interna del huevo para cascarlo y salir, aún indecisa, se orienta indefectiblemente hacia una gaviota adulta y golpetea con el pico la mancha roja que se encuentra situada en la raíz de su mandíbula inferior. Es un ritual extraño y misterioso. Nikolaas Tinbergen decidió construir un señuelo de gaviota de cartón que reprodujese la imagen completa del ave. Y constató que la pequeña gaviota se dirigía de todas formas al señuelo y golpeteaba la mancha roja que tenía pintada. Era un magnífico ejemplo que parecía avalar el «innatismo» de este comportamiento, puesto que ningún aprendizaje podía preceder a aquel movimiento espontáneo.

El período sensible

El método de Nikolaas Tinbergen ha sido cuestionado. Reproducir con la máxima fidelidad posible, con tijeras, cartón, pinceles y colores, la imagen de la gaviota puede parecer un esfuerzo inútil. ¿No presupone, en efecto, que la percepción del ave debe ser idéntica a la de nuestro mundo de seres humanos? Una gaviota vista por una gaviota tiene muchas probabilidades de ser diferente de una gaviota vista por un hombre. A partir de esta hipótesis, elaboramos otro experimento, técnicamente más sencillo, que permitió derivar conclusiones bien distintas. En lugar de dedicarnos a reproducir escrupulosamente la imagen humana de la gaviota, nos contentamos con tomar varas de madera y trozos de cartón en los que pintamos manchas redondas de distintos colores. Así pudimos detectar lo que realmente estimula a la pequeña gaviota: una disposición determinada de colores. Sólo faltaba hacer comparaciones. Cuando se asocia el gris con el negro, sólo un pequeño número de gaviotas golpetea con el pico; el número aumenta si se trata del azul y el verde, y todavía más si los colores son el rojo y el negro. La probabilidad de golpeteo alcanza el 90 por ciento con el amarillo y el rojo, los colores «reales» que presenta la gaviota adulta.
El experimento prueba que el «estímulo» no es sencillo; la respuesta de la gaviota recién salida del huevo no parece en absoluto «organizada» de antemano, predeterminada como un reflejo, dado que puede variar, y aun en el caso más perfecto, el 10 por ciento de las aves no responde al estímulo. Lo que estimula es una forma coloreada; lo cual presupone ya, en lo más cercano a lo biológico, una «interpretación» que refleja un primer grado de libertad en relación con la inmediatez de los estímulos procedentes del mundo exterior; una «interpretación» y, por tanto, también variantes y… errores.
Observemos un animal considerado más «inteligente»; veremos cómo se amplifica esta «interpretación» con respecto a las restricciones del medio. Se realizó, por ejemplo, un ingenioso experimento con macacos en una jaula de gran tamaño, pensada para simular el medio natural. Se instalaron pantallas de cine en los lados de la jaula para proyectar caras de simios, machos, hembras, jóvenes y viejos… Los macacos estaban encerrados en una jaula donde veían desfilar esas imágenes. Cuando se les soltaba, se dirigían hacia las pantallas. A modo de recompensa, se colocaron pasas sobre la cara de una hembra madre. Muy pronto los macacos aprendieron a dirigirse hacia esa cara «interesante». Después se sustituyó esa cara por la de uno de sus hijos. Se constató que los macacos se orientaban muy rápido hacia él; reconocían, por tanto, el vínculo entre la madre y el hijo. Se mostraban también capaces de percibir una semejanza familiar o una estructura afectiva. En este caso, nos hallamos lejos, muy lejos, de la simple «estimulación» física. La percepción de los macacos se encuentra estructurada, de manera abstracta, por un sentido ya muy elaborado. Propongo utilizar el término «inteligencia perceptiva» para designar esta actividad de selección e interpretación que señala la recepción de estímulos sensoriales efectuada por animales. Dichas estimulaciones no constituyen datos «brutos» sin más; en ellas no hay ninguna información «en sí».
La mejor prueba que se puede aportar radica en un fenómeno hoy muy conocido, porque ha sido minuciosamente estudiado por los pioneros de la etología animal. Me refiero a la famosa «impregnación», que revela que una misma información puede adquirir, según el momento de desarrollo del organismo que la recibe, un valor hipermarcado o, por el contrario, completamente nulo.
El experimento más sencillo y más conocido fue el desarrollado por Konrad Lorenz, que mostró cómo un anadón puede seguir cualquier objeto que se mueva en su campo visual, siempre que tal movimiento se produzca en un período comprendido entre la decimotercera y la decimosexta hora después del nacimiento. Antes de la decimotercera hora, el pato se desplaza al azar, sin rumbo; no es susceptible de apegarse a ningún objeto. Después de la decimosexta hora, la tendencia al apego es cada vez menor. Pero durante el período intermedio, que se denomina «período sensible», se observa cómo se apega, en el 90 por ciento de los casos, a todo objeto que se presente. El pato sigue al objeto y se acurruca contra él para dormir. A partir de entonces ya no se aleja; explora su mundo siempre en las proximidades de «su» objeto. Se dice que el objeto se «infiltra» en el pato. Y se constata que a partir de entonces adquiere una función tranquilizadora; el animal se apoya en él para familiarizarse con su mundo de pato. Si se ve privado de su objeto querido, el pato presenta todos los síntomas del «estrés», por encontrarse perdido y totalmente inerme en un universo sin objeto. En un instante se pone a correr en todas las direcciones; tropieza, se hace daño, deja de comer y beber, ya no puede dormir. Cualquier otro estímulo sólo sirve para aumentar el estrés.
Puede afirmarse que Konrad Lorenz tuvo suerte, pues el pato parece la especie que mejor se impregna. Sin embargo, se ha podido demostrar, después de estos trabajos memorables, que el «período sensible» no representa en realidad más que un período de receptividad máxima, cuya duración puede variar por medio de procedimientos experimentales. El pato se vuelve hipersensible en condiciones de aislamiento, aunque sólo sea posible impregnarlo desde un poco antes de la decimotercera hora; si se lo sobreestimula antes del período sensible, es posible atenuar la impregnación y prolongarla un poco más allá de la decimoséptima hora. Por tanto, el proceso no tiene la rigidez que le atribuía Konrad Lorenz, si bien es cierto que constituye un período bien definido. Cabe preguntarse cuál es el «objeto» al que se apega el pato. La respuesta es que le es indiferente. Puede ser una lámpara, otro pato o incluso la mano del etólogo. La experiencia se ha repetido con crías de gato o de perro, y se ha demostrado que éstos también son «impresionables», aunque la duración del período sensible se prolonga considerablemente. Se calcula que tal período dura unas cinco semanas en el caso del perro, y varios meses en los primates. Por ahora no hablaré del hombre, pero volveré sobre el tema más adelante.
Los etólogos deben cuidarse de considerar el mundo animal como un mundo psicoquímico; por el contrario, mediante observaciones dirigidas y comparaciones deben detectar el sentido que ya circula en dicho mundo. Conviene evitar, asimismo, otra trampa simétrica e inversa, mucho más extendida, popular y temible: la trampa antropomórfica que nos lleva «espontáneamente» a interpretar el comportamiento animal en términos humanos.
Este defecto de pensamiento es aún más insidioso por el hecho de que nos atrapa en una de nuestras debilidades más probadas: la emoción que sentimos ante la percepción del otro. Tomemos el caso, tan familiar, del gato. Se observa cómo se frota contra los objetos y después se acurruca amorosamente contra nuestra pierna. Es difícil sentirse indiferente ante el contacto de su piel y tales muestras de afecto. Sin embargo, la realidad no tiene nada que ver con los sentimientos que proyectamos sobre nuestro gato. El muy pícaro tiene una glándula olfativa en la parte externa de la boca; al frotarse, nos marca su olor y así procede metódicamente a la construcción de su mundo familiar. De este modo, el mundo en el que se instala sin que nosotros lo sepamos ya no le producirá angustia y podrá sentirse seguro en él. Por tanto, no viene a frotarse para que nos sintamos a gusto, sino que de ese modo reafirma, de modo «egoísta», su propio bienestar afectivo.
Veamos a continuación un experimento ya más sofisticado, pero que entraña la misma trampa. Dividimos en dos grupos una población de cachorros de perro recién nacidos. El primer grupo se separa precozmente de su madre, mientras que el otro se cría en las condiciones habituales. Hacia el tercer o quinto mes, un grupo de psicólogos entra en el laboratorio, donde después se soltará a los cachorros. Se advierte a los psicólogos que algunos de los perros han crecido en una situación de carencia afectiva descrita en los términos apropiados; se les pide que identifiquen a los cachorros de cada grupo. Todos los psicólogos ofrecen una respuesta unánime y se equivocan; para ellos, los cachorros «bien criados» son los que se le acercan para hacerles carantoñas, lamerlos y rodearlos, dando así muestras de alegría vital, a su parecer. Pero es justo al contrario: los perros afectivamente vulnerables son los que se acercan a los psicólogos para satisfacer su avidez afectiva y familiarizarse con el medio que se les abre por primera vez, mientras que los perros «bien criados» perciben a los recién llegados como extraños en un mundo con el que ya se han familiarizado por medio de la madre. Adoptan entonces un comportamiento ambivalente: el interés les acerca a los humanos, pero el temor frena ese primer impulso. Los psicólogos diagnostican imperturbablemente esta conducta como una manifestación de la asociabilidad.
¿Por qué se equivocan? Porque proyectan sobre los perros la gratificación afectiva que ellos mismos sienten ante la zalamería canina. Algunos criadores conocen bien la fuerza de este malentendido. Los menos escrupulosos la utilizan en su propio beneficio con el fin de captar clientes: aíslan a los perros y de ese modo los hacen metódicamente vulnerables. El comprador que se presenta se ve seducido por el entusiasmo de que es objeto, y adquiere sin vacilar un animal afectivamente frágil.
El antropomorfismo adopta vías menos directamente afectivas. Puede tratarse de analogías erróneas, poco reflexivas, aunque la afectividad no esté del todo ausente, como veremos. Volvamos a los gatos; o, más exactamente, a la célebre «limpieza» de los gatitos realizada por su propia madre cuando nacen. ¿Qué hay más conmovedor que la primera limpieza del recién nacido? Cautiva y enternece observar los cuidados pacientes y meticulosos de la gata, que adopta la figura de la buena madre, afectuosa y atenta. Lo malo de esta escena edificante es que la madre no «lava» a los pequeños; somos los humanos quienes hemos inventado el mito de la «limpieza del gato». La madre marca a su cría con su olor y de este modo se «familiariza» con ella. La prueba es que si se impide que la gata lama a la cría en el momento del nacimiento, la considerará como una extraña. Y esta madre excelente puede llegar incluso a comerse a su propia cría.
Humor (¿involuntario?) de etólogo: se han hecho las mismas observaciones con las ratas, esas golosinas de los gatos que tienen la costumbre de «limpiarse» cuando se acuestan. Si a alguien se le ocurre la idea ingeniosa de ataviarlas con un «tutú», no logra transformarlas en estrellas de la danza, pero bloquea el encadenamiento natural de secuencias de comportamiento que conduce a la presunta limpieza. En tal caso, la madre no podrá marcar a sus crí...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Créditos
  4. Contenido
  5. INTRODUCCIÓN de Dominique Lecourt
  6. 1. Del animal al hombre
  7. 2. Señalar con el dedo
  8. 3. Los objetos de apego
  9. 4. La libertad por medio de la palabra
  10. DEBATE entre Dominique Lecourt y Boris Cyrulnik
  11. BIBLIOGRAFÍA