Señales sensibles
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Señales sensibles

Conversación a propósito de las artes

  1. 152 páginas
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Señales sensibles

Conversación a propósito de las artes

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Dos filósofos conversan sobre la situación del arte en la actualidad: lo que quiere decir de hoy en adelante, lo que, lejos de ser una palabra anticuada, nos permite reflexionar de nuevo. El elaborado pensamiento de Jean-Luc Nancy sobre este tema es retomado y también continuado en el curso de una discusión en la que Lèbre se interroga con él sobre la mejor manera de aprehender el compromiso del cuerpo sensible en la actividad artística y la aproximación a las obras, la relación del arte con la técnica, la historia, su modulación en las artes tradicionales y nuevas, su posición actual frente a la religión, la política y la literatura.Este texto, un diálogo en el más pleno sentido filosófico del término, constituye en sí una introducción al pensamiento de Nancy en torno al hecho artístico: qué es el arte, su significación y finalidad en nuestro tiempo, su polimorfismo, la responsabilidad que tiene para con el mundo, su interacción con él…

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Información

Año
2020
ISBN
9788446049661
I
Los retratos de Jean-Luc Nancy
JL: Aquí estamos, libres para empezar. Espero que esté de acuerdo conmigo en que el comienzo siempre es libre, siempre está separado de un principio: partiendo de nada es como abrimos y configuramos un espacio. Así es como nacemos, y también como empezamos a dibujar: «Estampo un punto allá donde me place»[1], escribe Alberti, y el punto se convierte en línea, trazado, forma…
Podríamos comenzar el esbozo de su pensamiento colocando nuestro lápiz sobre el retrato mismo, para realizar el retrato de un filósofo, usted; y lo primero que veo es que es usted un filósofo del retrato. El nacimiento del retrato está ligado para usted al nacimiento del sujeto; el sujeto del retrato es el propio sujeto, un sujeto expuesto, pero también un sujeto que se expone, que da otra configuración al espacio a partir de su propia mirada: el retrato nos observa, como la libertad misma (así lo ha escrito usted en una obra sobre este asunto). Recientemente, en L’Autre Portrait, ha partido (o ha vuelto a partir) usted de la idea de que esa mirada excede el cuadro, que en él el otro se presenta y se retira (retrato es ritratto en italiano, palabra que aporta un segundo sentido, inexistente en francés, a saber, el de «retirado»), que su intimidad sólo se muestra sumergiéndose en ella misma. De ahí que el arte contemporáneo tienda a volver accesible esa retirada del otro, a mostrar el desvanecimiento de la figuración sin que la figura deje de fascinarlo, lo que conlleva cierta insistencia en la superficie pictórica, en el cuadro, que deshace el rostro en el detalle de las formas o lo ahoga en el color. Estamos, por lo tanto, ante un cierto final del retrato, vinculado al final de la filosofía: la verdad ya no se muestra, la evidencia del sujeto se retira. El otro retrato sería, en consecuencia, indisociable de lo que usted afirma acerca del estilo filosófico: «se necesita otro gesto», y ése es «el desafío del trabajo filosófico contemporáneo»[2].
Se necesita otro estilo, que no se desvanezca más ante la presentación de la cosa misma, que insista en la escritura, en sí mismo como separación y sacudida de la verdad. Cierto es que, para un filósofo, colocar el lápiz en un punto es emplearlo para escribir, no para dibujar sino para pasar a otro estilo de retrato, que arroja una mirada sobre el mundo… Para hacer o rehacer ese gesto, ¿podría hacer usted su propio retrato, un retrato del hombre y del filósofo, tal vez no en toda su verdad, pero sí conforme a la verdad?
JLN: Si he trabajado sobre el retrato, cada vez ha sido por un motivo contingente, procedente del exterior, de otra persona. Por lo demás, lo mismo ha ocurrido con la gran mayoría de los temas sobre los que he trabajado (con la excepción, creo yo, de «el sentido», «el cristianismo» y «el sexo»). Hago esta observación porque, sin duda, mi retrato empieza por ahí, por esa permeabilidad o receptividad a las circunstancias. Incluso la filosofía, en cuanto disciplina y vía de estudios, me vino sugerida por mi profesor de último año de secundaria. No niego que hay una parte que tira –una parte re-tirada– de mí, pero me he preguntado muchas veces si a mí solo se me hubiera ocurrido la idea de «hacer filosofía».
La verdad es en primer lugar un conjunto de impresiones recibidas. Desde luego, no sabría identificarlas todas… Pondría en primer término las que me hicieron descubrir muy joven la posibilidad de interpretar un texto. Se trataba del texto bíblico, estudiado en un marco que no era el de la escuela, y así es como descubrí la posibilidad propiamente dicha de estudiar los textos, mucho antes de hacerlo en la escuela. Descubrí que leer podía consistir en algo distinto a asimilar un conocimiento o a seguir una historia, que la historia podía adquirir diversos sentidos y que el conocimiento venía en menor medida dado por el libro que por la interpretación de la lectura. Mucho más adelante me pareció ver claro que mi inclinación por la filosofía procedía de ahí, y ello de una manera muy sensible y activa, como si yo hubiera sentido formarse el sentido, componerse lentamente, primero casi en secreto, después por efecto de diversos procedimientos (análisis, interrogación…), de manera parecida a como los gusanos y otros animales surgen de la tierra al hurgar en ella.
También podría explicarlo como si entonces hubiera visto formarse imágenes parecidas a retratos: portadoras de palabras, de voces, tal vez de rostros, de figuras desfiguradas pero a pesar de todo esbozadas que transmitían las palabras de los sentidos revelados por la interpretación. Era como si el texto hiciera aparecer en su superficie sujetos parlantes, o bien crecieran sobre él o a partir de él, o flotaran sobre su superficie líquida, móvil, imprecisa. Por otro lado, creo que muy pronto, incluso antes del momento del que estoy hablando (que debía de ser cuando yo tenía 12 o 13 años), las imágenes ya hablaban. Quiero decir que, en la naturaleza, una madera, un árbol, un castillo en ruinas o un campo de vides tenían una elocuencia propia, o tal vez, mejor que una elocuencia, un fraseo, un tono… Y en los libros ilustrados (fueran los de Julio Verne, El pequeño Lord, La historia de la armada, El amigo Fritz, Los grandes inventos…), las imágenes constituían encarnaciones o, más bien, epifanías importantes y necesarias del texto. Para mí, incluso en la actualidad, Balzac, por ejemplo, es inseparable de los grabados de Johannot (si no recuerdo mal…; como mínimo, era uno de los grabadores de la época). Evidentemente, no se me escapa que me refiero a libros que apelaban a la imagen porque estaban escritos en referencia evidente a hechos, a escenas concretas. Pero los libros que he leído después y que ya no llevaban imágenes (pienso, por ejemplo, en Proust o en Faulkner, y también en los libros de filosofía), han sido para mí siempre libros ilustrados o imaginativos, en el sentido de que hacen emerger, como quien dice a la superficie del agua, rasgos, tonalidades, colores, aspectos. Además, son indisociables de las imágenes de sus autores. Para muchos lectores, tal vez incluso para todos, el texto de Descartes está inextricablemente ligado a su retrato, a uno de sus retratos más conocidos. Si hablo de Descartes, me parece que veo flotar en filigrana sus cabellos, su mostacho y su mosca de mosquetero, y que me hablan o, más bien, que hablan en el texto, no porque lo pronuncien, sino porque dicen algo en su interior.
Hablo de esto para llegar sin más preámbulo a lo que constituye la otra cara de mi atracción por las imágenes (paso por alto todas las horas dedicadas a contemplar las láminas de cuadros del Larousse de mis padres…): la plena conciencia de no saber cómo es mi semblante, de que mi semblante está completamente expuesto hacia fuera y es imposible que gire hacia mí. Nunca me ha interesado el espejo, siempre me ha parecido un elemento extraño, no sólo infiel por la inversión de los lados, sino también distanciado de todo el alejamiento de esa falsa profundidad cuya falsedad resulta ineludible, como si abriera una falsa apertura tras la que en realidad no hay nada. Recuerdo todas las reticencias que me causaba el motivo de «el otro lado del espejo», cómo pensaba que, cuando nos muestran o nos describen el atravesamiento del espejo, hay que licuar el espejo y confesar así que hemos dejado atrás las condiciones dadas de partida.
La verdad, por lo tanto, puesto que usted me propone esa palabra… la verdad es tal vez un cierto saber sobre lo que ella es, siempre ahí delante, afuera, siempre alejada, por poco que sea; de que hay que observarla y que jamás la encontramos en nuestro interior. Que no hay un «nuestro interior». Que lo íntimo tiene siempre su «interior intimo», que necesariamente es un «exterior extimo». Tampoco se trata de un allende o de un afuera inaccesible o peligroso, sino de un ahí delante en el que podemos avanzar, por el que podemos ir, incluso deambular, pasearnos en todo caso o vagabundear. Siempre me he interesado en multitud de materias, ¡y bien que me lo ha reprochado la Universidad! Toco todos los temas, y eso en principio no es algo bueno, pero lo hago porque todo me atrae, me intriga, me llama, me excita… Es también otra forma de diversificar y descomponer esa figura mía que se me escapa. Tal vez corro tras todos los fragmentos con los que podría volver a componer una figura ausente. De repente me viene a la cabeza Osiris y, por supuesto, el falo que le falta. Era inevitable, así que debo confiarme a Isis. De Isis paso a «Los discípulos de Sais», que al final de la iniciación no descubren bajo el velo levantado más que su propio semblante, o nada en absoluto, o la equivalencia de esas dos cosas. Y esa equivalencia es la diosa misma (rehago a mi modo una historia que he olvidado).
JL: Si hay una historia que uno puede olvidar y rehacer, es precisamente ésta: el discípulo de Sais ve la verdad pero no puede decir nada sobre ella (Schiller), mientras que Novalis duda entre tres rostros (vemos la naturaleza, su amante, nos vemos a nosotros mismos, ¡«milagro de milagros»!). Del velo podríamos pasar a la túnica que cubre todo el cuerpo, y pasar de Isis a su estatua, que sólo se puede desvelar si ya lo ha hecho ella misma, en un breve instante suspendido del que surge el erotismo de la piedra.
Lo que nos remite… a sus textos. En primer lugar, a un libro ilustrado por François Martin, La Pensée dérobée[3]. Allí cita la siguiente frase de Bataille: «Pienso tal como una muchacha se quita su vestido». Así es como se revela la verdad, es decir, como se muestra al desnudo, con una desnudez que no da paso a otra cosa sino a una desnudez mayor aún, a una evidencia más palmaria aún, es decir, a un enceguecimiento cada vez mayor. Aquí el saber frisa con el no-saber, y eso es, según usted, lo propio del pensamiento moderno. También me viene a la cabeza un texto que habla del misterio sin misterio del semblante o del cuerpo de la verdad, y en el que usted muestra que pensar es saber detenerse ante el cielo o ante un árbol, y añade que «es más complicado si hablo de detenerse ante la cámara de cine, ante la cámara de fotos, ante el micrófono»[4]. Esa dificultad, nos dice usted, procede del hecho de que son objetos técnicos, de que no basta con desvelar la naturaleza, de que también hay que detenerse ante «nuestro» misterio, el de la técnica. Pero, cuando lo leo, yo veo otra dificultad: usted escoge aparatos que registran o amplifican la imagen o la voz de quien se encuentra delante de ellos… ¡y eso es un nuevo más allá respecto del antiguo espejo! Por último, pienso en un obra que verdaderamente ha sido recibida como un acontecimiento, como una vía inu­sitada, L’Intrus, escrita en primer persona, en la que su cuerpo se expone y se abre a una operación técnica, un trasplante que le hace vivir con el corazón de otra persona.
Por todo ello le planteo una pregunta: si los «retratos del pensamiento», por citar el título de una bella exposición organizada en Lille, evolucionan con el curso de la historia, si estamos más allá de la magnificación del cuerpo pensante a la antigua o de la imagen del pensador como monje ascético, ¿qué retrato podemos hace del pensador en la época de la técnica?
JLN: Tal vez me atrevería a proponer un retrato sonoro, no visual. El retrato visual del «pensador» privilegia una mímica y/o una actitud que plasma, que expresa la concentración, la meditación. Domina en él la idea de una interioridad tensa, recogida sobre sí misma, cuya densidad aflora en el ceño fruncido, en los labios apretados… Me parece que en la actualidad (o al menos eso es lo que ocurre en mi caso, aunque no creo ser el único) pensar es una actividad que acontece ante todo en o como un conjunto de resonancias, fricciones, ecos, deslizamientos y chirridos. Es posible que en primer lugar se haya producido un cierto ruido de armas en el que llevamos sumidos hace ya mucho. Desde hace tiempo, los conflictos (guerras, revueltas, estallidos sociales, raciales, guerrillas) nos han acostumbrado a las explosiones, las deflagraciones, las detonaciones, las ráfagas destructoras, así como al estruendo sordo de los bombarderos, de los carros, y a los silbidos agudos de los cazas en picado, de los misiles… Al mismo tiempo se ha producido la transformación de todo un universo sonoro, las ciudades se han vuelto mucho más ruidosas (automóviles, máquinas que excavan, demuelen, martillean) y las músicas han adquirido un carácter eléctrico, ronco, áspero. Por su parte, el campo está repleto de tractores, de trenes de alta velocidad, de cosechadoras. La radio o la televisión nunca se encuentran demasiado lejos, como tampoco los jóvenes con auriculares, de donde nos llega un sonido amortiguado pero intrigante, sincopado, que anima con su ritmo la cabeza de su portador. Los teléfonos suenan de improviso por todas partes. Sí, yo creo que pensamos en medio de toda esa red, cuya propiedad más destacada es la de detenerse poco en la figura, la forma reunida, reabriéndose sin cesar hacia la búsqueda o la solicitud de envíos más lejanos, de rebotes o de despegues, de huidas, de desapariciones y de retornos, de suspensiones y de timbres que chocan entre sí. La característica general sería la de que todo eso se envía y se reenvía, resuena, salta y se aplasta, tintinea o resopla, se amplifica o se corta, lentamente o de golpe.
Este caos, este incesante nacimiento y este desvanecimiento siempre inminente del sonido, de la transmisión, del transporte, de la aproximación y de la huida de lo lejano, me hace pensar en la agitación de un pensamiento sorprendido, sacudido, apelado o convocado desde muy lejos o desde muy cerca. ¿Acaso es un azar que en el análisis de la inevitable resonancia de la voz supuestamente silenciosa de una presencia-a-sí Derrida haya abierto lo que dio en llamar «différance», es decir, distensión infinita de todo ser sí mismo, de todo ser, a secas. En Deleuze, la tensión sonora, o la tensión de lo sonoro, ocupa un lugar muy particular, pues el sonido tiene el privilegio de la «desterritorialización». Por otro lado, me parece que la música, Varèse, para simplificar, se ha vinculado de numerosas formas al nacimiento del sonido, a sonoridades nacientes y, por lo tanto, murientes, que ponen de relieve las tensiones crecientes o decrecientes, las variaciones, las repeticiones, las conexiones y las desconexiones, los desvanecimientos. Como si estuviéramos en un mundo de fuga, en todos los sentidos posibles de la palabra: huida, fugacidad, carrera en la que uno alcanza al otro y después lo pierde, retorno y transformación del tema, escapada fulgurante o secreta, vagabundeo y regularidad. Maquinismo e interferencia, taladro neumático y estridencias, jadeos, sacudidas.
Un pensamiento que se oye a sí mismo traquetear, zumbar o bien estridular, rechinar, restregar, desenrollar, raspar. Ni siquiera en el bajo continuo de un encadenamiento obligado de razones e impresiones reina la intención, el propósito de una imagen, de un cuadro del mundo o del ser. Prima más bien una captación furtiva de conjunciones, de pasajes, de derrames o de desbordamientos. Una invasión, sin duda alguna, pero con sus cadencias, sus tiempos y contratiempos. No lo escuchamos, puesto que falta la forma, pero lo oímos. Decimos que hemos oído algo. Algo se ha roto, se ha deslizado, ha patinado, ha rechinado o ha pitado. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué oímos acercarse o alejarse?
JL: Como es usted el que plantea la pregunta, le voy a responder: lo que oímos acercarse o alejarse tal vez sea justamente el yo, el ego. O, como mínimo, tal vez usted mismo habría respondido «yo» cuando escribió una de sus primeras obras, Ego sum. Se trataba ya de aguzar el oído para oír el texto de Descartes, «el murmullo del sujeto que ahí se enuncia y se desploma». Ciertamente, Descartes pretende dar al mundo la claridad de un cuadro, y ese cuadro lo presenta, por encima de todo, él mi...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Contraportada
  4. Legal
  5. I. Los retratos de Jean-Luc Nancy
  6. II. Exposición – el arte, el cuerpo, la comunidad, el mundo
  7. III. El arte dentro y fuera de la historia
  8. IV. Las artes en pedazos
  9. Conclusión. Arte y finitud
  10. Akal/Los Caprichos