Último tango en Auschwitz
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Último tango en Auschwitz

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Último tango en Auschwitz

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Alguien llama a la muerte pero la muerte no termina de acudir… Este tren no tiene destino a Salzburgo, hoy, dentro de cincuenta años continuará sonando la misma música de cámara y este tren jamás pasó por Salzburgo… Ya abrió el alemán la puerta, los miembros del "Sonderkommando" se precipitan en el interior, nuevamente es la hora de las manos y los ganchos, cuando terminen de sacar de las cámaras de gas todos los cuerpos procederán a ventilarlas, acondicionarlas para que puedan acoger a nuevas víctimas, no puedo hablarte de otra cosa, compréndelo, te cansa mi relato, pero no existen otras historias, la vida era solamente esto… Te quedaba una última, fugaz, inmediatamente olvidada visión de aquellos ojos desorbitados, estallados, de vómitos, excrementos, de bocas abiertas, de dientes encajados, cuerpos revueltos, otra vez, otra vez como dicen los niños cuando alguien les cuenta el cuento del lobo que viene, que viene, asiéndose a sus madres con las blancas uñas de sus dedos clavadas en sus pechos, asiéndose a sus lágrimas… El último tango perfuma la noche, un tango dulce que dice adiós…"Último tango en Auschwitz, hermosísimo documento sobre la repugnancia que merece la indignidad, nos invita al ejercicio del insomnio y a iniciar el trabajo intelectual de cada amanecer con los ojos abiertos y los puños cerrados." (Félix Grande) "Una novela excepcional, nada parecido a lo que anda por los escaparates. Una historia con una profundidad y un compromiso extraordinarios." (Germán Gullón) "La idea de que los tangos sean la música de fondo es espléndida: el tango es egoísta, como son los fascistas, pero sobre todo es compasivo y sentimental, y los fascistas, no." (José Carlos Mainer) "Último tango en Auschwitz es una obra que ayuda a la reflexión, a la introspección y al análisis, a movilizar el pensamiento que en los medios actuales anda perdido y prófugo, una profunda reflexión ética" (Francisco Morales Lomas)

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Información

Año
2013
ISBN
9788446038375
Edición
1
Categoría
Literatura
Tercera secuencia
En Auschwitz no había tiempo para aburrirse
Yo adivino el parpadeo
de las luces que a lo lejos
van marcando mi retorno.
Son las mismas que alumbraron
con sus pálidos reflejos
hondas horas de dolor.
. . .
Tengo miedo de las noches
que, pobladas de recuerdos,
encadenan mi soñar.
13
4 de la madrugada. Invierno. La sirena rompe el sueño de quienes consiguieron sumirse en él. Insultos, bastonazos a los que tardan en levantarse. Con presteza ordenan los camastros. Limpian el barracón. Más golpes, gritos. Desayuno. Pan negro y margarina. Agua caliente y turbia en la que se ha sumergido alguna sustancia herbácea. Formación en la Lagerstrasse. Pasa revista un oficial de las SS. Recuento en posición de firmes. Los guardias y soldados de la Wehrmacht, puños apoyados en las caderas, piernas arqueadas, botas lustradas recientemente, látigos en la mano, forman hieráticos, sus miradas fijas en los presos. No tiene duración prevista el pase de la lista en la Appellplatz: puede alcanzar una hora, tres, un día entero. Depende de que se encuentren presentes todos los números registrados, vivos o muertos, que no falte sin justificación alguno de ellos. Los kapos, más violentos y rigurosos que los policías alemanes, deseosos de realizar méritos ante ellos, extreman la vigilancia antes de conducirlos a los lugares de trabajo.
Yo no sólo formo parte de la orquesta, sino que, como miembro de la Notenschreiber, me libro de abandonar el Lager. Es la hora que precede ya al amanecer. La Lagerkapelle se apresta a despedir a los que salen a trabajar fuera. Solamente cuando el tiempo es extremadamente riguroso nos encontramos exentos de esa obligación para evitar que los instrumentos puedan dañarse. Mosin Kals luce su lira de plata bordada sobre el brazo izquierdo con la que recién le ha distinguido el comandante como director de la orquesta. Desfilamos por la carretera central hacia las puertas del campo. Ya han sido colocados los atriles de rústica madera sin pulimentar, los pentagramas en ellos y los taburetes en el estrado.
Vorwärst, adelante, grita el director. Y los bombos y platillos ejecutan con sonoridad la marcha. Ya salen por la puerta principal los trabajadores. Tal vez algunos no regresen con vida. Otros, pese a la dureza que les espera, se reconfortan. Una luz, un paisaje diferente. Y en el tiempo de la sopa, en furtivas conversaciones, intentan encontrar nuevas formas para organizarse, alentar sueños de fuga. No ignoran que el día que carezcan de fuerzas para transportar piedras, arrastrar vigas, traviesas del ferrocarril, serán conducidos directamente al gas y los hornos crematorios. Sobrevivir significa poder contribuir con su trabajo a alimentar la máquina bélica alemana, la industria del mantenimiento de los campos, sus nuevas necesidades, la aniquilación de los deportados. Si un día carecen de trabajo concreto, los entretienen trasladando piedras de un lugar a otro, sin objetivo determinado. Quienes no soportan la carga o la dejan caer, son golpeados, azotados y hasta asesinados. La mayor parte de los presos, embrutecidos y depauperados, se encuentran incapacitados para pensar en algo ajeno al hecho de obedecer, resistir un día más. Los más afortunados somos nosotros, todavía podemos sentirnos capaces de alumbrar alguna idea, de sentirnos humanos. No pensar significa situarse en la antesala que conduce a la postración de los musulmanes, dejarse ir hacia la irremediable muerte. Los también afortunados trabajadores que ofician dentro del Lager, parten patatas y zanahorias, asisten a los enfermos, reparan los zuecos, pintan o reparan edificios, se emplean como recaderos, limpian las oficinas, los barracones, los retretes, cuidan las huertas del comandante, ejecutan servicios para los mandos, ofician de putas en el burdel, reparan la electrificación, clasifican los objetos amontonados en el Kanada, desempeñan sus tareas como peluqueros, bomberos, sastres, privilegiados todos que pueden ganar unas semanas, meses, tal vez hasta años de vida y soñar incluso con alcanzar la liberación. A la nieve, al frío y la humedad, sucederán días de tibio sol. Los copistas nos encontramos hoy obligados a transcribir música ligera y de tangos a las partituras para una fiesta en la Kommandantur que se celebra el fin de semana. Sobre el campo planea la sombra de varios infeccionados de tifus. Huir de las epidemias, de las heridas que no cicatrizan, de las nubes de mosquitos en verano o de la congelación en el invierno, de las infecciones purulentas y gangrenosas, de la tuberculosis, sortear el perenne abrazo del hambre, resistir los golpes y torturas, no hacer méritos para ser ahorcados, son los mayores problemas a resolver. Y si resulta imposible resistir el dolor o la creciente y enloquecedora angustia, «irse a la alambrada». Un fontanero que arrojó en la mañana sangre por la boca en abundancia, le ha dicho a uno de los que con él trabajaban: hoy es mi turno, mañana será el tuyo, antes de dirigirse calmosamente hacia la muerte electrificada. Avisaron a dos Sonderkommandos para que fueran a recoger al muerto y lo colgaron para que todos los condenados pudieran presenciar su final. Al menos, pensó la mayoría, se había librado de la muerte lenta. No faltan quienes, dos de los que trabajan en mi grupo son ejemplo de ello, recurren a la oración en cuanto pueden, procurando no ser vistos a la hora de rezar sus plegarias. Y los políticos continúan desarrollando planes para sabotear la producción e intentar huir del campo, al tiempo que se afanan en enviar mensajes que es casi imposible alcancen interlocutores válidos, aquellos que, dicen, han de venir desde otros lugares a liberarnos con sus hombres, tanques o aviones.
Y nosotros, los músicos, ¿qué papel desempeñamos en este gran tinglado del asesinato, genocidio programado? Todavía me veo copiando notas en las hojas que nos proporcionan. O interpretando marchas, valses, incluso música clásica para los presos, o en las residencias y clubes de los oficiales. Más difícil resultaba entonces que ahora pensar en el sentido de la función que cumplíamos. Ahora, al evocar aquella mañana en el campo, sí me encuentro con la posibilidad de transcribir las palabras, con las que me identifico plenamente, de quien fuera director de la orquesta de Auschwitz-Birkenau, escritas antes de que muriera en París en diciembre de 1983:
Después de una estancia lo suficientemente larga en el campo, la monotonía del infierno en que vivíamos se convierte en una cotidianidad sin sentido, despreocupada, banal: no nos interesan en absoluto las buenas noticias del Frente que prevén una inmediata derrota de Alemania y el final de la guerra. No nos afectan porque antes de ese final va a tener lugar nuestro propio fin. La música desmovilizaba a los desgraciados y precipitaba su fin.
Ahora recuerdo una conversación que tuve, un año después de que tanto él como yo llegásemos a Auschwitz, con Jacques Stroumsa. Éste, a sus treinta años de edad, ya era un violinista reconocido en múltiples países. Nacido en Salónica había sido deportado el 8 de mayo de 1943. Salvado de los hornos, le asignaron el número 121.017. Nos dieron noticias del desembarco de los aliados en Normandía. Los dos considerábamos que no tendríamos tiempo para festejar aquel avance que presagiaba que tal vez un día no muy lejano el desembarco pudiera realizarse en los propios campos de trabajo y exterminio. Los dos salimos la misma noche del 20 de enero de 1945, con el último tango que interpretamos en Auschwitz. A él lo liberaron en Mauthausen. Me dijo entonces: «Nunca pensé que el arte tuviese tan trágico destino. Muchas noches pienso que debiera con el arco, en vez de buscar las cuerdas, dirigirlo a mi corazón para que cesara de latir».
14
7 de la mañana. En invierno, si amanece, amanece avanzado ya el reloj del día. La niebla arroja sus tentáculos sobre el campo. Penetra en ella el humo que no cesan de expandir las chimeneas de los crematorios. Como espectros se desplazan por la carretera central del campo, por algunas de las calzadas adyacentes, presos que no pudieron salir a trabajar, intentando evadirse del fangal que aprisiona sus pies para dirigirse al KB, a que los reconozca algún Pfleger. Por estas calles transversales o paralelas al eje que divide en dos el campo, atestadas de barracones, deambulan las sombras de quienes merodean cumpliendo trabajos de su oficio o buscando dirigirse a los lugares en que han de cumplimentarlos. Confían los internos en que caiga una copiosa nevada que asiente su espesor y los libere a todos de la pesadilla del barro que se prende, como si de grilletes se tratara, escurridizos pero clavados en la torturante extensión pantanosa, a sus pies. Pero es sólo la nevisca quién dificulta el caminar, impide la visión, como hizo hace apenas una hora con nosotros, cuando ofrendábamos nuestras alegres marchas y canciones a los presos que traspasaban las puertas del campo para dirigirse, en la libertad encadenada, a sus trabajos. Los vimos desfilar en las postrimerías de la noche a los sones de la música, de cinco en cinco las filas, amoratados los rostros por la gélida temperatura reinante, faltos de masa muscular y carnosa los cuerpos en los que los huesos se convierten en puñales que los traspasan. El dolor provoca que las lágrimas afloren a sus ojos, desciendan por el rostro como si fueran gruesas gotas de salobre lluvia, mientras continúan impasibles, cual articulados robots, la marcha, y nadie se preocupa de ellos en tanto no se detengan o derrumben. Lo importante es que caminen, que, de no hacerlo, recibirán sin explicación alguna una consistente golpiza, y si oponen resistencia o no reaccionan, un tiro en la nuca. Los perros acechan, son ellos quienes guían e impulsan los pasos de los condenados, desgraciado el que se pare, verá como se ensalivan las fauces de las bestias estremeciéndose ante los aullidos brotados de sus gargantas.
Ya van quedando lejanas las notas del tango que acompasaba la marcha. Dos de los condenados, demasiado débiles, no pueden continuar caminando. Caen sobre el lodazal, hermanados en un abrazo fatídico. Un miembro del Kommando que los escolta restalla con fuerza el látigo sobre sus cuerpos. Llama a los tres compañeros de la fila que ha quedado descompensada para que los levanten. Lo consiguen tras varios intentos, los agarran, empujan, terminan situándolos entre ellos obligándoles a continuar la marcha, casi a rastras, les insuflan un soplo de vida, si mueren tendrán que cargarlos sobre sus hombros, hacerse cargo de ellos hasta la hora del pase de lista de la tarde, vivos o muertos han de presentarse en la formación, no escucharán la música que reciba a la vuelta al resto de los trabajadores, y en la noche, cuando sean conducidos al crematorio, se borrarán sus números que pronto serán adjudicados a otros recién llegados. Dejarán de formar parte cuando llegue la mejor hora, la que precede al sueño y los sobrevivientes se aprestan a organizar los intercambios de cualquier objeto, robar si es preciso un trozo de pan, descansar para recuperar fuerzas, apagados ya los sones alegres de la orquesta, esperando ansiosos la sopa. Pero todavía es tiempo de amanecida y contemplamos cómo a lo lejos, por el camino exterior del campo, continúan avanzando los esqueletos vivientes mientras por la Lagerstrasse culebrean los que se dirigen al KB. Muchos de ellos no llegarán a ser auscultados por el Oberart: su estado físico aconseja enviarlos directamente a la cámara de gas.
15
Avanza la mañana. Varios SS se congregan en la cantina antes de dirigirse al comedor. A veces terminan emborrachándose. Veo venir hacia el Conservatorio a los miembros del Esskommando portando el gran perol en el que nos traen la caldosa sopa que huele a desinfectante. Ofrecemos nuestras marmitas para que volteen en ellas el caldo que contiene algunos restos de col y mondas de patatas. Pero está caliente y nos reconforta, intentando calmar en muchos de los internos los espasmos de dolor emitidos por el estómago vacío. Al principio a todos nos resultaba incomestible. Al poco tiempo raro era el que no pujaba por aumentar su ración. En muchos Blocks se lucha encarnizadamente por acceder al fondo de las perolas. También se roban mendrugos de pan mal guardados por quienes desean dosificar su ración, ese trozo de pan que el primer día pensábamos era barro prensado y se convirtió en uno de los bienes más cotizados del Lager, aunque cruja al masticarlo y amenace con desprender de sus encías muelas y dientes. El pan es oro por el que todos pujan desesperadamente. Mi oficio de copista y mi puesto en la orquesta han permitido, gracias a los extras que obtenemos, que mi alimentación mejore considerablemente.
Comenzó a levantarse la niebla. El humo conforma nubes grises que como vaporosos y sucios tules van ascendiendo y diluyéndose en el cielo. Con la nueva remesa de deportados que lo alimenta se torna más denso, hollinesco, y como corona fúnebre se posa momentáneamente encima de las cuadradas y pequeñas chimeneas para después ascender por encima de nuestras miradas, de las barracas, edificios de la Comandancia, torres de vigilancia, residencias de los altos Esman, en lenta evolución, como si le costara esfuerzo desprenderse de nuestra compañía y quisiera advertirnos del crujir de los esqueletos que le alimentaban y dan forma, pero nosotros dejamos pronto de contemplarlo, sabemos que todos llegaremos un día más pronto o más tarde a formar parte de él, que también saldremos del campo por la chimenea hacia el cielo que nos reclama y dejaremos de alinearnos en la Appellplatz, no nos despertarán a las cuatro de la madrugada, se acallarán los gritos, cesarán los golpes, dejaremos un hueco en las koias, no visitaremos más las letrinas, cesaremos el sufrimiento ante la imposibilidad de hacer de vientre o de padecer las inoportunas diarreas, todo el campo ascenderá por las chimeneas, apoteósico final para las SS, para Alemania entera, contemplar el derrumbe definitivo de su imponente obra, y cuando llegue la hora de la desbandada, si sucede eso algún día, los alemanes en retirada se plantarán más enrabietados que nunca ante nosotros, desordenados, vulnerando su burocrática rutina, accionando como marionetas sin hilos que dirijan sus bastones, intentando con ellos disolver y ocultar el humo cada vez más amenazante que ahora es a ellos a quienes envuelve, se abraza a sus gargantas, contra él descargarán las balas de sus fusiles y metralletas que atravesarán sus etéreas cortinas, espirales, masas densas, sin alcanzar objetivo alguno, bailarán ellas, culebrearán disolviéndose momentáneamente para no tardar en volver a cerrarse, nube oscura, pegajosa, que va limitando la visibilidad de los soldados y miembros de las SS, arrojarán sus perros sobre él y sólo morderán escurridizas sombras disueltas a su conjuro que inmediatamente se espesan y cierran sus fauces ahogándolos, horrísono estruendo el que al unísono hombres y perros, perros y hombres conforman, ya ese fragor taladra, aturde nuestros oídos, crujieron los esqueletos, volaron las cenizas, qué grande es el firmamento que nos acoge, vacíos los camastros se resquebrajan las tablas, nieva sobre el campo congelado por las lágrimas convertidas en hielo de quienes lo habitaron, de cinco a seis de la madrugada fue el último recuento y cuando terminó se puso a nevar con más pasión, cambió el color de las estrellas que adquirieron un tono rojizo, pronto surgen miles de condenados, como si hubiesen resucitado, gritan, corren, se aprestan a salir del Lager, han olvidado la manera de desfilar que les enseñaron durante el periodo de la cuarentena, el saludo militar, por los altavoces suena la música que nadie interpreta, cantemos a la Patria, la gran Patria alemana, caen bombas sobre Berlín, no queda ningún edificio en la ciudad de Dresde, sobre la fosa no cerrada del Universo yacen esqueletos sin forma, nubes de ceniza navegan las aguas del Vístula, se acercó a mí y me pidió que le narrara un cuento, creí que había muerto, pero la niña rubia y de ojos azules me sonreía, y yo le dije: ¿de verdad, pequeña, quieres que te cuente el cuento de un día en la vida de Auschwitz?; estaba soñando su final, no me gustaría regresar al principio, va a ser pronto el mediodía, allí todo eran cuentos, tristes cuentos, demasiados para que pueda hilvanarlos, los coches de la Cruz Roja no transportaban heridos sino el zyklon B y su destino no era el hospital sino las cámaras de gas, los condenados no se duchaban con agua sino con cianuro, y los observadores internacionales enviados desde la neutral, dicen, Suiza para recabar informes recibieron dictámenes que luego transcribieron en sus memorandos acerca de cómo, por medida profiláctica y para no tener que enterrar a los que se morían uno a uno, necesitaban incinerar los cuerpos: no preguntaron ni les dijeron cómo morían ni cuántos, ni sus nombres o procedencia, y en todos los campos de internamiento –les aclaraban– se producían epidemias, accidentes de trabajo, y más en los reconcentrados tras la batalla, en todas las naciones enterraban a los muertos en un lugar que carecía de tumbas, no era tiempo ni lugar para ceremonias, y después, para comprobar la normalidad de la vida de los prisioneros, les llevaron a una representación teatral organizada por los propios presos y a un concierto de la orquesta del Lager, y los observadores internacionales se mostraron satisfechos de cuanto habían visto y así lo expresaron en la tierra de los bancos fieles a las grandes fortunas del mundo entero, y la niña, ya joven estudiante y yo no me encontraba en Auschwitz, no quiso saber más de cuentos, y me confesó su pasión por la música –esto fue en la otra vida, un paréntesis antes de que regresara yo a la verdadera, al campo–, había venido a verme a mi despacho al final de la clase, yo me quedé contemplando aquel rostro que parecía ocupar de lleno unos inconmensurables ojos, abiertos y profundos como si toda la tristeza del mundo se hubiera depositado en ellos, la voz era espesa, ronca, demasiado ronca para la edad y la dulzura de sus facciones, lejana, como si proviniera de un lugar en que sólo reinan las tinieblas, y las trenzas rubias y suaves, largas como quizás otras jamás existieran, me estremecieron con su belleza, esperaba una respuesta, la música, dije, yo soy uno de ellos, de los que nadie quiere porque es portador de la muerte, miles de muertos se adhirieron a mi violín, se encuentran dentro de él, por eso no me pidas que toque para ti, pero vamos a hacer una cosa, siéntate y te pondré un disco, y los dos escucharemos, y yo imaginaré que he vuelto a Auschwitz y me encuentro en el estrado con el resto de la orquesta que dirige Mosin Kals, nada importa que ése no sea su nombre verdadero, se parece bastante al real, y los presos conforman el coro, es un día radiante de sol y los SS han desaparecido, y los verdes setos cuajados de flores han sustituido a las vallas electrificadas, y el letrero que enmarca la entrada al campo ha cambiado sus letras, que ahora se encuentran perfectamente alineadas y son blancas todas ellas, bien dibujadas, y rezan: «La libertad abolió el trabajo», y ya comienzan a sonar las notas de la Fantasía para piano, coro y orquesta de Beethoven, cuando quise contemplar de nuevo el rostro de la muchacha, ésta había desaparecido de mi lado, recordé que aquellas trenzas yo las había pisoteado convertidas en esteras de alguna casa visitada cuando recobré la libertad, y también recordé la conversación mantenida con Kando, el Sonder, en el día de vida del Lager, uno de los cientos allí pasados, le quedaba al húngaro Janos Kando poco tiempo para ser ahorcado, consciente de que su fin se acercaba acudió aquella mañana a verme, quería hablar conmigo, había conseguido escaparse unos minutos en la parálisis que los abotargaba y entregaba al sueño allí donde se encontraran, me confesó que admiraba mi arte, me había escuchado la tarde precedente en que dimos un concierto en honor del Lagerführer que se despedía tal vez momentáneamente de Auschwitz, y me dijo, el apestado entre todos los proscritos, que en la ciudad de donde provenía, Sopor, no dejaba de asistir a uno solo de los conciertos que allí se programaban, ...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Citas
  5. Prólogo
  6. Primera secuencia
  7. Segunda secuencia
  8. Tercera secuencia
  9. Cuarta secuencia
  10. Quinta secuencia
  11. Coda final
  12. Apéndice
  13. Otros títulos