Ensayo sobre Wagner (Monografías musicales)
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Ensayo sobre Wagner (Monografías musicales)

Obra completa 13/1

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Ensayo sobre Wagner (Monografías musicales)

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Monografías musicales' presenta los ensayos realizados por Th. W. Adorno sobre tres compositores: Wagner, Mahler y Berg. Dividida en tres partes bien estructuradas –Ensayo sobre Wagner; Mahler. Una fisionomía musical, y Berg. El maestro de la transición mínima–, la presente edición recoge no sólo los textos de las primeras ediciones que fueron publicadas de algunos de estos materiales, sino que a éstos añade nuevos escritos fruto de años de reflexión y estudio.I. Carácter socialII. GestoIII. MotivoIV. SonidoV. ColorVI. FantasmagoríaVII. Drama musicalVIII. MitoIX. Dios y mendigoX. Quimera

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Información

Año
2008
ISBN
9788446038344
Edición
1
Categoría
Music
I. Carácter social
La primera ópera de Richard Wagner estrenada en vida del autor, La prohibición de amar, utiliza un libreto cuyo tema procede de Medida por medida, de Shakespeare, con la diferencia de que, según las propias palabras de Wagner, «el hipócrita únicamente es castigado por el amor vengativo», pero no desenmascarado por el poder político. A sus veintiún años, el compositor, según se recordará a sí mismo llegado a la madurez, consideraba la comedia shakespeariana desde la perspectiva fantástica de Ardinghello[1] y la Joven Europa[2]. «Fundamentalmente, mi mentalidad se oponía a la hipocresía puritana y me conducía, por tanto, a la audaz glorificación de la “libre sensualidad”. Me esforcé exclusivamente por comprender el tema shakespeariano en este sentido: yo no veía más que al sombrío y austero gobernante, él mismo abrasado por un terrible y apasionado amor hacia la bella novicia», y se reprocha haber pasado por alto, imbuido del espíritu feuerbachiano de esa producción temprana, la «justicia» dramática, único elemento que en Shakespeare permitía el desarrollo de los opuestos. Tras el fracaso de su estreno en provincias, esta obra cayó inmediatamente en el más profundo olvido, del que ni siquiera consiguió rescatarla el celo filológico en la época del apogeo de Wagner. La justicia de la obra siguiente se mostró más condescendiente con la hipocresía: Rienzi no sólo fue el primer gran éxito de Wagner, que le reportó nombradía y posición, sino que hasta hace bien poco llenaba de alboroto los teatros de ópera a pesar de que la actitud meyerbeeriana contradice tan radicalmente como la novicia de Palermo las normas wagnerianas del drama musical. La escena inicial, desde luego, ya no glorifica la libre sensualidad. La denuncia. Un tropel de jóvenes nobles está a punto de atentar contra la virtud de la honesta Irene. Ella es la hermana ciegamente sumisa de Rienzi, el último tribuno romano y el primer terrorista burgués. Por lo que se refiere al «movimiento por la libertad» de éste, Wagner combinó la fidelidad a las fuentes con la aprobación: «¡Libertad anuncio a los hijos de Roma! Pero que cada cual muestre con dignidad y sin ira que es romano; bendito el día que os vengue a vosotros y vuestro oprobio». Sí hay, pues, una ira permitida: la de la venganza moralmente sancionada. Pero, por eso mismo, cuando el titubeante representante del poder feudal, Adriano Colonna, apostrofa a Rienzi como «sanguinario siervo de la libertad», no se está dando cuenta de que es su propio estamento el que ante todo se beneficia de la prohibición de la ira. Rienzi se inclina ante él diciendo: «Nunca te conocí más que noble, tú no provocas el horror en el justo», y una indicación escénica de Wagner aclara con admiración: «Los mensajeros de la paz son jóvenes pertenecientes a las mejores familias romanas, van ataviados casi a la antigua con túnicas de seda blanca, ciñen coronas y portan en la mano bastones de plata». Las mejores familias forman parte de una comunidad nacional: «Mi espíritu no concibió este audaz plan con el fin de destruir tu casta, yo sólo quiero crear la ley que someta tanto al pueblo como a los nobles». En esta comunidad nacional los oprimidos son admitidos de iure: «Así pues, haré grande y libre a Roma, la despertaré de su sueño y a cualquiera que veas en el polvo lo convertiré en ciudadano libre de Roma». Si el «héroe de la libertad» da a entender a los feudales que no quería infligirles ningún daño grave, a cambio restringe las pretensiones de los oprimidos a su mera consciencia: «... Ayudar a quien piensa mezquinamente, alzar lo que se hunde en el polvo, tú transformaste el oprobio del pueblo en grandeza, esplendor y majestad...». En resumen, Roma se subleva contra el estilo de vida libertino, no contra la clase enemiga, y con consecuente ingenuidad son los conflictos privados de la familia de Adriano los que activan el sonado acto de Estado. Lo que desde un principio quiere el revolucionario Rienzi es integrar: cuando oye las consignas opuestas de los partidos: «¡Por Colonna! ¡Por Orsini!», él, profeta de la ideología totalitaria, responde: «¡Por Roma!». Como primer servidor del gran todo, el dictador Rienzi renuncia al título de rey, como más tarde Lohengrin a la dignidad de duque. A cambio, acepta de antemano los laureles tan gustosamente como que es él mismo quien los dispensa. De nuevo en el sentido de las categorías de «Egoísmo y movimiento de libertad»[3], una indicación escénica precisa: «Entra Rienzi, aparece como tribuno envuelto en fantásticas y pomposas túnicas». En esta espectacular pieza histórica casi se vislumbra ya una consciencia crítica del verdadero tipo del héroe como autocontemplación. El elogio de sí mismo y la pompa –rasgos de toda la producción wagneriana y existenciales del fascismo– nacen del presentimiento de la precariedad del terror burgués, de la condena a muerte que pesa sobre el heroísmo que se autoproclama. Quien duda de que lo por él creado le sobreviva busca en vida su gloria póstuma y celebra con desfiles festivos sus propias exequias. La muerte y la aniquilación acechan entre los bastidores wagnerianos de la libertad: las ruinas históricas del Capitolio bajo las que yace sepultado el héroe disfrazado de libertad son los modelos de las metafísicas que se desmoronan sobre los dioses despojados de su poder y el mundo culpable del Anillo.
Cuando más tarde Wagner se interprete a sí mismo diciendo que la «conciliación de las dos tendencias» de su juventud, a saber, la sexualidad liberada y el ideal ascético, ha constituido «la obra de su ulterior evolución artística», esta conciliación se produce en nombre de la muerte. Placer y muerte convergen: lo mismo que al final del tercer acto de Sigfrido Brunilda se entrega al amado por «una muerte risueña» en el momento en que cree despertar a la vida, así Isolda siente su muerte física como «supremo deleite». Incluso allí donde el tema inmediato es la oposición entre sexualidad y ascesis, en Tannhäuser, adopta la forma de tal maridaje en la muerte. El impulso contra la «hipocresía puritana» aún está lo bastante vivo. Los caballeros que han reconducido al apóstata Tannhäuser, contra la voluntad de éste, al círculo de sus costumbres quieren matarlo por el escándalo de la virtud que supone, porque «en la extrema izquierda» ha experimentado lo que su moderado entorno les prohíbe experimentar, y la multitud les dedica por ello el «frenético aplauso» de la comunidad nacional de Rienzi sin que esta vez la obra esté de acuerdo con él. En cierto sentido, la santa Elisabeth es solidaria con el contumaz hedonista. Lo demuestra su muerte contra la orden de la que ella lo protege. Ascesis y rebelión se unen contra la norma. En adelante, en Wagner a la caballería, al gremio de maestros y a todas las figuras de clase media no les va nada bien: Hunding, el esposo primitivo, es enviado a los infiernos sin muchas contemplaciones. No obstante, precisamente el despectivo movimiento de la mano con que Wotan ordena a Hunding partir es a su vez un gesto terrorista. Tal difamación del burgués que, sin embargo, en Los maestros cantores celebra rápidamente el gozoso renacimiento, sirve al mismo fin que en la era totalitaria. No debe sustituirse por otro concepto del hombre. Se le debe dispensar de las obligaciones que afectan a las clases medias. A los pequeños se los cuelga, Wagner salva a los grandes. En todo caso, así sucede en el Anillo. Wotan parece, sin duda, abogar por la rebelión, pero lo hace en aras de sus planes de imperialismo mundial y dentro de las categorías de libertad de acción –«no me ligan a ti, infame, los términos de un pacto»– y ruptura de pacto –«cuando se agitan las fuerzas de la osadía, yo aconsejo abiertamente la guerra»–. El dios soberano deja en la estacada a su protegido insurrecto, no sabe eludir las contradicciones de la política mundial más que rompiendo bruscamente la discusión con su consejera, y cuando ésta ejecuta el plan original del dios, la castiga despiadadamente, para acabar despidiéndose de ella con sentimiento paternal.
Según testimonio de Newman, Wagner expresó el disgusto ante su propia fotografía de la primera época parisina con esta frase: «It made me look like a sentimental Marat»[4]. La virtud refleja sentimentalmente el espanto que ella propaga. Este sentimentalismo adoptó en la fisonomía de Wagner un rasgo fatal: el del mendicante de compasión. No en vano él, al contrario que los hijos de pastores de la Iglesia y funcionarios de la generación anterior, procedía de una bohemia de medio artistas diletantes nueva en Alemania; no en vano el periodo de su ascenso fue aquel de economía precaria en que la producción de óperas no gozaba ya de la seguridad de la corte ni tampoco todavía de la protección de la ley burguesa que reglamentaba las percepciones por derechos de autor[5]. En un mundo profesional en el que un autor de éxito como Lortzing[6] murió de hambre, Wagner tuvo que ejercitar con virtuosismo la capacidad de alcanzar metas burguesas al precio de su propia dignidad burguesa. Ya pocas semanas después de huir de Dresde debido a su ostensible participación en el levantamiento de Bakunin, pidió por carta a Liszt que le consiguiese un salario de la gran duquesa de Weimar, el duque de Coburg y la princesa de Prusia[7]. Pero no conviene indignarse por la falta de carácter de Wagner, de la que tan profundamente penetrada está su obra. Ahí la representa Sigmundo. Errante sin tregua, apela a la compasión y la utiliza como medio para conseguir mujer y arma. Para ello se sirve de rodeos moralistas: declara que lucha por la inocencia perseguida, por el amor oprimido; un revolucionario que cuenta, conciliador, a los menospreciados burgueses de clase media sus pasadas proezas. Lo decisivo no es, sin embargo, lo histriónico del gesto. Su delito no es que engañe a los burgueses, sino que al apelar a la compasión reconoce a los dominantes y se identifica con ellos. El desenfreno en el mendigar podría sugerir una especial independencia de las normas burguesas. Pero tiene el sentido contrario. El poder del orden sobre el contestatario es ya tan grande para éste que ni siquiera se produce ya un verdadero aislamiento, ni siquiera resistencias contra el todo: ¿lo mismo, pues, que también le falta resistencia a la armonía wagneriana, que se desliza desde la sensible, que de la dominante cae en la tónica? Es la actitud del zalamero hijo de papá que trata de persuadirse a sí mismo y a los demás de que sus buenos padres no podrían negarle nada precisamente porque no lo hacen. Los trastornos de las primeras semanas de emigración hicieron a Wagner tomar clara consciencia de ello. A los treinta y seis años de edad, terminado Lohengrin y trabajando ya en el Anillo, el 5 de junio de 1849 escribe a Liszt: «lo mismo que un niño malcriado por sus padres, exclamo: ¡ah, cómo me gustaría una casita junto al bosque y poder mandar al diablo el gran mundo, que ni en el mejor de los casos me gustaría conquistar, porque su posesión me repugnaría aún más de lo que ya hace su mera visión»[8], y en la misma carta: «Muchas veces mujo como un ternero por el establo y por la teta de la madre que lo nutre... ¡Pese a todo mi coraje, muchas veces soy el más vil de los cobardes! No obstante tus generosos ofrecimientos, a menudo veo con verdadera angustia de muerte la mengua de mi peculio»[9].
El poder de la burguesía sobre Wagner es tan perfecto que como burgués no puede satisfacer ya las exigencias de la conveniencia burguesa. La apelación a la compasión supera aparentemente el antagonismo de intereses, de tal modo que el oprimido hace de la suya la causa del opresor: ya en los escritos oficialmente revolucionarios de Wagner el rey desempeña un papel positivo. El mendicante Wagner contraviene los tabús de la moral burguesa del trabajo, pero su bendición es provechosa para la salvación del statu quo. En él pronto indica el cambio de función de la categoría burguesa de individuo. Éste trata de escapar a su aniquilación en el conflicto sin esperanza, con la instancia social poniéndose de su lado y racionalizando precisamente esa conversión como la evolución propiamente hablando individual. El pedigüeño impotente se convierte en panegirista trágico. En una fase histórica posterior, estos rasgos cobraron la máxima significación cuando en situaciones difíciles los dictadores amenazaban con el suicidio, sufrían crisis de llanto en público y conferían a su voz un tono lloriqueante. Precisamente los puntos de descomposición del carácter burgués, en el sentido de la propia moral de éste, son preformas de su transformación en la era totalitaria.
El Wagner posterior aún muestra la configuración de envidia, sentimentalismo e instinto destructor. El partidario Glasenapp informa de la última época veneciana que, «al contemplar los numerosos palacios desconocidos que permanecían cerrados», exclamó: «¡Eso es la propiedad! ¡La causa de todas las corrupciones! Proudhon ha comprendido el asunto de manera todavía demasiado material, desde fuera; pues el respeto al patrimonio condiciona mucho la mayoría de los matrimonios y por tanto la degeneración de las razas»[10]. Todo el instrumental está aquí reunido: la comprensión de lo absurdo de las relaciones de propiedad dominantes convertida en rabia contra la sed de placeres, despolitizada por el ademán del «demasiado superficialmente», obnubila...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. Prefacio del editor
  6. I. Carácter social
  7. II. Gesto
  8. III. Motivo
  9. IV. Sonido
  10. V. Color
  11. VI. Fantasmagoría
  12. VII. Drama musical
  13. VIII. Mito
  14. IX. Dios y mendigo
  15. X. Quimera
  16. Anexo
  17. Apostilla editorial