Alban Berg. El maestro de la transición mínima (Monografías musicales)
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Alban Berg. El maestro de la transición mínima (Monografías musicales)

Obra completa 13/3

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Alban Berg. El maestro de la transición mínima (Monografías musicales)

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Monografías musicales' presenta los ensayos realizados por Th. W. Adorno sobre tres compositores: Wagner, Mahler y Berg. Dividida en tres partes bien estructuradas –Ensayo sobre Wagner; Mahler. Una fisionomía musical, y Berg. El maestro de la transición mínima–, la presente edición recoge no sólo los textos de las primeras ediciones que fueron publicadas de algunos de estos materiales, sino que a éstos añade nuevos escritos fruto de años de reflexión y estudio.

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Información

Año
2008
ISBN
9788446038351
Edición
1
Categoría
Filosofía
III. Acerca de las obras
Berg y el análisis
Berg era amigo de los análisis. En su juventud analizó escrupulosamente las obras de Schönberg: los Gurrelieder, Pelléas und Mélisande y la Primera Sinfonía de cámara. Estos análisis acabaron siendo publicados, aunque durante mucho tiempo no fueron tan conocidos como merecían; el de la Sinfonía de cámara, una pieza hoy tan difícil como antes, puede considerarse ejemplar; una publicación que reuniera todos estos análisis sería muy recomendable. El artículo sobre el Cuarteto en re menor de Schönberg abrió la perspectiva para todo un libro sobre esta obra, que desgraciadamente nunca fue escrito; el análisis de Träumerei[1] tiene, junto a otros muchos méritos, el de haber aplicado con los más fecundos resultados a una obra de la música tradicional las experiencias derivadas del pensamiento de la escuela de Schönberg en lo relativo a los motivos y las variaciones. Se cuenta entre los pocos textos que responden de manera concluyente o, para usar una palabra favorita de Berg, «vinculante», a la cuestión de por qué decimos con razón que una determinada obra de arte es bella. La concepción de la escuela de Schönberg acerca de la calidad y los criterios objetivos de la composición hace que el análisis, forjado en el esfuerzo autocrítico, no abandone la inteligencia musical a ese tipo de sentimiento, que en la mayoría de los casos no es más que una sorda mezcolanza de formas de reacción inadecuadas al objeto. Se trataría de intentar captar, en un proceso de composición por así decirlo inverso, esto es, que comienza por el resultado, la objetividad del rango de las composiciones sumergiéndose en su totalidad y su microestructura. De hecho, todo intérprete musical que se dedica con seriedad a su tarea advierte que no tiene otra posibilidad de exponer fielmente la textura, la economía, la estratificación y la interrelación de la composición que haciendo un análisis previo. La desconfianza hacia el análisis –que, como mostró Freud, casi siempre es ya desconfianza hacia la palabra– no sólo va ligada a una visión acríticamente irracionalista de la obra de arte, sino en general a una actitud reaccionaria. Tal actitud se figura que el conocimiento es una amenaza para toda sustancia, y que lo que se resiste a él sólo se acredita cuando se desarrolla en un conocimiento penetrativo. Los enemigos del análisis confunden, real o ficticiamente, la racionalidad sobreentendida hasta el pleonasmo del método cognoscitivo con una concepción racionalista de aquello que se intenta conocer; identifican falsamente y sin mediación el método con la cosa a la que quiere aproximarse. El síntoma más inequívoco de este irracionalismo burgués, que separa el arte de todo lo demás como si constituyese un dominio especial y que es ideológicamente complementario de la pseudorracionalidad económica y social dominante, es ese argumento idiota e inveterado que automáticamente se esgrime contra el que analiza: si las relaciones que ha descubierto fueron conscientes por parte del compositor, si fueron intencionadas. En el arte lo que importa es el producto, cuyo órgano es el artista; lo que éste imagina difícilmente puede reconstruirse enteramente, y además es de todo punto irrelevante. Gracias a su ley inmanente, la obra asigna determinadas características al autor, a su ejecutor, sin que él tenga que reflexionar sobre ellas. La obra será tanto mejor cuanto más resueltamente se entregue el artista a lo que hace. La subordinación del artista a las exigencias que le impone la obra desde el primer compás pesa incomparablemente más que la intención del mismo. Schönberg ha dado hermosos ejemplos de ello precisamente en la Primera Sinfonía de cámara.
Claro que, para que el concepto de análisis no acabe degenerando en un mal racionalismo, hay que tensarlo al máximo. El análisis apunta a los momentos concretos de los que una música se compone. No tiene como norma la reducción de la obra a determinaciones más o menos abstractas y, dentro del idioma dado, relativamente idénticas; de lo contrario, como observó Metzger, sería tautológico. Lo que le importa es la carne, no el esqueleto. Por poco que en la música tradicional se pueda prescindir de ciertos elementos estructurales abstractos y más o menos invariables, cuyo significado reside en una interacción viva con la fibra de la obra, nunca se entenderá una obra mientras se la reduzca exclusivamente a tales unidades primitivas y abstractas. Lo que hay que determinar es más bien su valor cambiante dentro de la constelación de la obra singular; gracias a este cambio, incluso las invariantes abstractas adquieren en cada caso significados diferentes en extremo. Así, Berg no se sirvió de la forma de rondó en la última escena del segundo acto del Wozzeck o en el Finale del Concierto de cámara, como pretende la conciencia cosificada, sino que, debido a la función que adopta aquí y allá el tipo formal tradicional, éste se convierte en algo muy distinto en cada uno de los dos casos, y desde luego diferente del tipo tradicional. Por grande que haya sido el mérito de Heinrich Schenker por haber afinado, frente a la literatura manualística y las descripciones poéticas, el análisis musical como instrumento para el conocimiento de los procesos musicales o, como él acertadamente lo llama, del «contenido» musical, la similitud entre las llamadas líneas primitivas, que él sacó a la luz, habla en contra de su fertilidad, a pesar de sus enfáticas afirmaciones de lo contrario. Sus análisis terminan en la generalidad, no en lo específico de la obra singular. Sostener que esa generalidad constituye la grandeza del gran arte es hacer una apología desesperada. En armonía con su actitud reaccionaria –lo que musicalmente significa con su idolatría de la tonalidad–, Schenker toma lo general e inmutable de la obra de arte por su esencia. Su método, no por casualidad desarrollado sobre la obra de Beethoven, en la que la propia tonalidad era, si se quiere, «temática», es decir, no sólo presupuesta, sino también confirmada por la composición, no puede aplicarse a creaciones ejemplares de la nueva música como las obras de Berg, en las que, por profundas que sean sus huellas, las categorías tradicionales y el idioma tonal son desde el principio triturados por la tendencia enfática a la particularización.
El análisis, que el prejuicio vulgar tanto rechaza por ver en él una voluntad atomizadora, una desmembración de la forma, funda su derecho a existir en la composición misma con diferentes elementos, de la que ninguna música organizada puede prescindir y que precisamente en las obras canonizadas de la tradición llega incomparablemente más lejos de lo que le gustaría a la hoy dominante religión del arte. El análisis paga con la misma moneda a las obras musicales realmente «compuestas», construidas con elementos particulares; rectifica la apariencia que ellas crean de ser pura forma, la apariencia de la absoluta preeminencia del todo y de su transcurrir sobre aquello de lo que se compone. Como destrucción de esta apariencia, el análisis es crítico. Esto lo perciben muy bien sus enemigos. No quieren saber nada de él porque temen que con esa apariencia de absoluto sentido del todo se les robe aquello que creen poseer y guardar como un secreto de la obra de arte y que en gran medida coincide con la apariencia. Con todo, esto señala también uno de los límites de los análisis usuales, incluidos los que yo mismo hice en 1937 como aportación al libro de Reich sobre Berg, y que ahora vuelven a aparecer. Pero, contra lo que quieren los prejuicios, ello no pide menos, sino más análisis: una segunda reflexión. No basta entresacar analíticamente los elementos, ni siquiera las células primarias más concretas, las llamadas «ocurrencias» del autor. Lo que habría que hacer sería sobre todo reconstruir lo así obtenido, o, en palabras de Schönberg, escribir la «historia de un tema». Ésta es la razón de que, en Berg, el tradicional análisis de los elementos sea un tanto tortuoso, pues su música, por su estructura, no se compone –y esto es lo más peculiar de ella– de elementos conmensurables en sentido alguno tradicional. Su música se halla, en virtud de su tendencia inmanente, en un incesante proceso de disgregación. Aspira al elemento como a su resultado, el cual es además un valor límite cercano a la nada. Tal es el correlato técnico de lo que se ha interpretado como un instinto de muerte en la música de Berg. Mientras que su idioma está en muchos aspectos más cerca de la música tonal que el de Schönberg y o el de Webern, en esta otra dimensión se opone a ella de forma mucho más violenta que sus amigos. Aunque tomó de Schönberg la técnica del «desarrollo por variación», le impuso inconscientemente la dirección opuesta. La producción de un máximo de formas a partir de un mínimo de elementos, según la idea de Schönberg, constituye uno de los dos estratos de la composición de Berg; el otro es más profundo: la disolución de la música en su propio transcurso. Ésta acaba en lo mínimo, virtualmente en una única nota. De ese modo, los elementos que la componen acaban pareciéndose retrospectivamente y cumplen en sentido inverso el principio de economía. En Berg se observa, más que en ningún otro compositor, que el tipo de elementos en el que el análisis se detiene no es nada primario ni originario, sino un resultado completamente mediado en sí mismo. El programa para un conocimiento futuro y suficiente de Berg tal vez guardaría relación con el análisis de tal mediación, con aquello que he intentado demostrar a propósito del destino de algunas formas temáticas de Mahler y en el análisis interpretativo del Concierto para violín de Berg que hice en Der getreue Korrepetitor[2]. Un día, el concepto de análisis en relación con Berg habrá cambiado tanto como su música dio la espalda a la meta de la totalidad para concentrarse en lo mínimo, donde dicha totalidad desaparece. Es sabido, y hay pruebas de ello, que a Berg le gustaba conectar con categorías musicales del pasado por medio de metamorfosis extremas. Una de estas categorías del clasicismo vienés sería aquella para la que, recogiendo quizá un término de Schönberg, se ha generalizado la expresión «campo de disolución»[3]: esos típicos compases hacia el final de la exposición de la sonata, antes de la coda, en los que la vida de los motivos, a menudo sobre la dominante, deja paso a un juego tonal puramente armónico con trinos sobre la dominante. Berg extendió estos campos de disolución por toda la composición a modo de recursos formales, fundiéndolos con la técnica motívica de los «restos» y con el principio del diferencial musical; virtualmente, todo el movimiento se convierte en su propio campo de disolución[4]. ...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. Prólogo
  6. I.Tono
  7. II.Recuerdo
  8. III.Acerca de las obras
  9. Índice de obras
  10. Acerca del texto
  11. Anexo
  12. Apostilla editorial