La novela inglesa: una introducción
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La novela inglesa: una introducción

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La novela inglesa: una introducción

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Escrita por uno de los más importantes teóricos de la literatura de todo el mundo, la presente obra constituye una introducción amplia, fácilmente comprensible y amena. Recorre la historia de la novela inglesa, desde Daniel Defoe (finales del XVII) hasta la actualidad. Siguiendo el modelo empleado en su enormemente popular Introducción a la Teoría de la Literatura, Terry Eagleton comienza resumiendo los aspectos fundamentales de una teoría de la novela, con una sinopsis de lo que ha escrito sobre este género literario toda una pléyade de eminentes teóricos de la literatura. A continuación, se incluye una serie de capítulos que versan sobre los novelistas más relevantes, como Jonathan Swift, Henry Fielding, Jane Austen, las hermanas Brontë, Charles Dickens, George Eliot, Thomas Hardy, Henry James, James Joyce y Viginia Woolf. En cada capítulo se discuten las principales obras del autor en cuestión, además de esbozar los hitos fundamentales del contexto histórico en que escribe y de concretar los temas comunes a toda su producción.

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Información

Año
2013
ISBN
9788446038832
Categoría
Literatura
II. Daniel Defoe y Jonathan Swift
Al igual que el novelista y ex presidiario Jeffrey Archer, la trayectoria vital de Daniel Defoe incluye el endeudamiento y la alta política, la creación de obras literarias y el encarcelamiento. Cronológicamente hablando, en la carrera de Defoe el arte fue un paso por detrás de la vida, desde el momento en que el origen de la mayor parte de sus obras se encuentra en sus tareas como activista político. En otros sentidos puede afirmarse sin embargo que su vida constituyó una imitación de su arte, puesto que por su carácter tan atrabiliario podría haber encajado perfectamente en una de sus propias novelas. En diversos momentos de su existencia fue vendedor de ropa interior, comerciante de vinos y tabacos, propietario de una fábrica de ladrillos, renegado político, informante político encubierto, agente secreto del Gobierno y publicista o propagandista al servicio del Estado. Tomó parte en una rebelión armada contra Jacobo II, viajó por buena parte de Europa y desempeñó un papel crucial en las negociaciones que condujeron a la unión política entre los reinos de Inglaterra y Escocia.
Defoe sufrió la bancarrota más de una vez en su vida, fue encarcelado por deudas y fue condenado a la picota bajo el cargo de sedición a causa de la publicación de un panfleto satírico. Con posterioridad escribiría un «Himno a la picota», como también publicaría un «Himno a la plebe», en el cual, de forma harto escandalosa, encomia a la muchedumbre por la sagacidad del buen juicio del que hace gala. Resulta difícil imaginar a cualquier otro de los grandes escritores ingleses haciendo algo semejante. Fue también el autor de Una historia política del Demonio, un estudio sobre los fantasmas, una descripción de la Gran Plaga de peste que asoló Londres, y un trabajo que constituye un elogio desmesurado del matrimonio titulado Obscenidad conyugal o la prostitución matrimonial. Tratado acerca del uso y del abuso del lecho matrimonial. Defoe no fue un «novelista» (esta categoría, al menos en tanto que término crítico riguroso, surge más tarde), si bien atacó los denominados «romances», es decir, aquellas historias cuya función era más el entretenimiento que la formación. Obras como Moll Flanders o Robinson Crusoe sólo se convirtieron en «novelas» de forma retroactiva. Defoe se limitó a escribir cualquier cosa que creyó que podría venderse, pergeñando sin tregua todo tipo de obras para el mercado de masas de la época, que estaba experimentando en aquel entonces un rápido crecimiento. La prensa de las imprentas no discriminaba entre los diferentes tipos de obras literarias, como tampoco lo hizo nunca el propio Defoe.
Cabe afirmar, por consiguiente, que la escritura fue para Defoe una suerte de mercancía, del mismo modo que el mundo que representa en sus escritos se halla mercantilizado de arriba a abajo. No fue un hombre «de letras». Antes bien, su escritura es urgente, carente de densidad, transparente, de modo que puede hablarse de una suerte de estilo «de grado cero», propio de los reportajes que en principio sólo buscan exponer los hechos desnudos, y el cual llega a borrar su propio estatus como escritura. Es lo que él mismo caracterizó como «estilo común», esto es, aquel que parece no ser consciente de su propia naturaleza artificiosa. En el lenguaje de Defoe, lacónico, sencillo, burdo pero efectivo, escuchamos, casi por primera vez en la historia de la literatura, el modo de hablar de la gente corriente. Se trata de un lenguaje despojado de textura y de densidad, de manera que podemos atisbar a través de las palabras hasta ver las cosas a las que hacen referencia. «El conocimiento de las cosas, y no de las palabras, es lo que hace al sabio», comentó en El perfecto caballero inglés. La profusión de acontecimientos y de aventuras es lo que compensa esta falta de textura. La fertilidad plena de su inventiva resulta asombrosa. A Defoe no le interesan los sentimientos que evocan las cosas, o al menos no en mayor medida en que un tendero se pasaría el día acariciando extasiado los quesos que vende. Lo que le interesa a Defoe, en cambio, es el uso práctico que se pueda conferir a los objetos y su valor como bienes intercambiables, no así sus cualidades sensoriales. En Defoe hay sensualidad, especialmente en Moll Flanders y en Roxana, pero no hay sensibilidad. El realismo de Defoe es el realismo de los objetos, mientras que el realismo de Richardson será el realismo de las personas y de los sentimientos.
Tras pasar su vida como factótum errabundo y como superviviente profesional, Defoe murió mientras se escondía de sus acreedores, probablemente con la determinación de perecer de una manera a la que ya se había acostumbrado. Había sido un disidente en una época en la que se había privado de la mayor parte de sus derechos civiles a los miembros de este grupo demonizado. Como veremos posteriormente, procedía, al igual que buena parte de los novelistas ingleses más importantes, de los estratos inferiores de la clase media, es decir, era un pequeño burgués que se encontraba en sintonía con el pueblo llano, aunque contaba con una mejor educación, tenía mayores aspiraciones sociales y su conciencia política era superior. En su Diario del año de la peste se mofa de algunas supersticiones populares, pero, al mismo tiempo, concede crédito a otras. Al igual que buena parte de los que provenían de esta clase social, la más disconforme desde el punto de vista político (cabe pensar, por ejemplo, en el caso de William Blake), fue un disidente político que defendió la radical igualdad entre hombres y mujeres, sosteniendo que el hecho de mantener relegadas a éstas últimas era una pura convención social. Las desigualdades basadas en el sexo tenían una causa cultural y no natural. Las características que convierten a personajes como Roxana y Moll Flanders en rameras y prostitutas (sean de alto o de bajo nivel) también implican que estas mujeres han dejado de ser la propiedad permanente de un determinado hombre. De hecho, en este mundo ninguna relación es permanente.
Estas mujeres se revelan como eficaces empresarias que gestionan con gran habilidad su propia sexualidad, mostrando una notable capacidad de control de esta rentable mercancía, que corre a la par de la que manifiesta Robinson Crusoe con respecto a los bienes generados con su trabajo. La prostituta hace uso de su cuerpo del mismo modo que el labriego ara su tierra. La belleza y la sagacidad de Moll constituyen materias primas que han de ser explotadas, en buena medida de forma semejante a los diversos materiales que Robinson Crusoe logra rescatar del naufragio. Reducir de este modo el sexo a una mercancía puede conllevar una degradación del mismo, pero también contribuye a desmitificarlo. Lo despoja de todos sus ropajes caballerescos y mojigaterías medievales. Por el contrario, la sexualidad en una sociedad patriarcal como es ésta pasa a concebirse en términos de poder, de recompensa, de posesión y de explotación. El hecho de contemplarla desde este punto de vista puede que no equivalga exactamente a lo que supone la emancipación sexual, pero cabe afirmar también que constituye un paso que conduce hacia ella. Cuando Moll Flanders se apresura a afirmar que está encantada de haber podido librarse de los niños que ha tenido, todos los lectores honestos se sienten escandalizados, pero en el fondo también la comprenden. Roxana es una «comerciante de sí misma» que rechaza casarse incluso con un noble porque ello supondría el final de su independencia económica. Según su punto de vista, ser esposa equivale a ser esclava. El puritano de la época de Defoe valoraba la felicidad doméstica en la misma medida que el individualismo económico. El único problema que cabría plantear a este respecto es que se trataba de dos objetivos en esencia incompatibles. Esta disparidad resultaba particularmente cierta en lo que concernía a las mujeres por cuanto se veían, en líneas generales, excluidas del ámbito económico, si bien también era el caso de los hombres puesto que el individualismo económico implicaba, en la práctica, pisotear aquellos valores que, como es el caso de la ternura, el afecto, la lealtad o el compañerismo, supuestamente simbolizaba la familia.
Para completar este perfil tan progresista, resulta preciso reseñar que Defoe defendió, asimismo, la completa soberanía del pueblo, el cual, en su opinión, nunca debería abjurar de su derecho a rebelarse contra un gobierno injusto. Defendió, consecuentemente, a los cuáqueros y se manifestó a favor de las bondades de una sociedad étnicamente mixta. Los extranjeros, afirmó, procuraban un beneficio inapreciable a la nación. En su poema «El auténtico inglés» se mofa de las mitologías chovinistas acerca de Inglaterra, se reafirma de forma bien manifiesta en la naturaleza mestiza, en términos étnicos, de los habitantes de Inglaterra, desdeña la noción aristocrática de la pureza de sangre y ridiculiza la propia idea de autenticidad inglesa como algo paradójico, ficticio y contradictorio. Aunque no es por completo ajena a esta cuestión el hecho de que Guillermo III, para cuyo gobierno trabajaba Defoe, fuera holandés.
Si bien Defoe no fue nunca un igualitarista en términos sociales, sostuvo, sin embargo, que había muy pocas diferencias entre «el contable y la Corona». De forma harto provocativa, afirmó que el comercio era «la forma de vida más noble, instructiva y beneficiosa de todas». Cabe afirmar que, en cierto sentido, su fe religiosa lo condujo a una suerte de reformismo social, puesto que, si bien la naturaleza humana era para él radicalmente corrupta, era preciso basarse en mayor medida en lo adquirido que en lo innato. «¿De qué valen todas las capacidades con las que nace un niño en ausencia de enseñanza», se planteará en su obra El perfecto caballero inglés. Serán los tories de clase alta, como es el caso de Henry Fielding, los que insistirán en la importancia de las cualidades naturales, si bien Defoe no tardó en darse cuenta de que era la política lo que se encontraba realmente detrás de este tipo de doctrinas. La razón es que los postulados de esta clase podían utilizarse para relativizar la importancia de la educación y de las reformas sociales, y para justificar las diferencias de rangos, que tendrían, por consiguiente, un carácter innato e inalterable.
Defoe no abogaba sin más por la idea de que hombres y mujeres eran al nacer una suerte de tabula rasa sobre la que las influencias sociales dejaban su marca, pero, no obstante, sí defendió la idea de que «la Naturaleza no produce nada hasta que no se une en matrimonio con el Aprendizaje y la Ciencia les procura hijos». La isla de Robinson Crusoe es una suerte de tabula rasa a la espera de que el hombre imprima su huella sobre ella. El deseo de Defoe era que la palabra «caballero» se emplease en mayor medida en sentido moral y no tanto en sentido social, aunque ni siquiera él fue capaz de admitir que dicho término pudiese utilizarse para hacer referencia a un comerciante. Sin embargo, a su modo de ver sí que podría emplearse para designar al hijo del comerciante que hubiese recibido una educación. Defoe denunció a los acomodados concejales londinenses recurriendo para ello a un estilo bíblico, al afirmar que eran hombres «entre los que se ocultan crímenes tan negros como las vestiduras con las que se cubren, y cuyos festines devienen en corrupción y excesos... sus bocas están llenas de maldiciones y blasfemias». Fue también un esforzado apologista de los pobres y con respecto a la situación en la que se encontraban, adoptó un punto de vista marcadamente determinista, desde el momento en que, en su opinión, los desposeídos se veían abocados al crimen sin ser culpables de ello. Así, se preguntará mordazmente en su revista Review lo siguiente: «¿Cuántos honestos caballeros habrá en estos tiempos en Inglaterra, que cuenten con una buena hacienda y vivan de modo favorable, que no se convertirían en bandoleros y acabarían en la horca en caso de haber nacido pobres?». Al hombre rico, a diferencia de lo que le sucede a quien carece de todo, no se le presenta nunca la tesitura de tener que convertirse en un truhán: «El hombre no es rico porque sea honesto, sino que es honesto porque es rico».
Se trata de una doctrina escandalosamente materialista, más típica quizás de Bertolt Brecht que de un fervoroso cristiano del siglo xviii. Los valores morales constituyen un mero reflejo de las condiciones materiales en las que vive el individuo. Los ricos son aquellos hombres lo suficientemente afortunados como para no tener que robar. La moral es para quienes pueden permitírsela y los ideales están muy bien para los que tienen comida de sobra. Consecuentemente, Defoe exigió la promulgación de leyes que fuesen sensibles a las condiciones en las que se encontraban los más desfavorecidos y no un sistema que lo que hacía en primer lugar era conducirlos a la pobreza y posteriormente los colgaba a causa de ella. Defoe estaba convencido, a su manera tan francamente realista, típica de una sabiduría aprendida en la calle, que ninguna reflexión de índole moral o racional podría atemperar la formidable fuerza del instinto biológico que lleva al individuo a luchar por su propia supervivencia, instinto que él denominó «necesidad»:
La pobreza nos convierte en ladrones... Cuando se es pobre, hasta el mejor de nosotros terminará robando, y no sólo eso, sino incluso comiéndose al vecino... La necesidad es la madre del crimen... Preguntemos al peor bandolero de toda la nación, interroguemos a la prostituta más arrastrada de toda la ciudad, si no desearían dejar de hacer lo que hacen en caso de poder vivir dignamente de otra manera. Y yo me atrevería a afirmar que no habría ni uno que no estuviese dispuesto a hacerlo.
La reflexión anterior constituye un ejemplo de lo que podría denominarse la teoría moral del trabajador social. Por el contrario, el conservador Henry Fielding sostiene en su ensayo Sobre el aumento de los ladrones que el crimen es el resultado del deseo de los pobres de emular las condiciones en las que viven los ricos.
Merece la pena destacar que la actitud que adopta Defoe implica, en realidad, un menoscabo de la condición personal de los pobres, puesto que quedan reducidos a meras víctimas de las circunstancias, carentes de libre albedrío o de capacidad de acción propia, mientras que al mismo tiempo logra despertar nuestra compasión hacia ellos. Se trata de una opción que conlleva sus riesgos, pues lo habitual es que no tendamos a sentir simpatía por aquello que creemos que no posee valor. Sea como fuere, lo cierto es que un postulado como el anterior asesta un terrible golpe al concepto de autonomía del individuo, que constituye el norte ideológico del tipo de civilización que defiende Defoe. De hecho, este tipo de postulados deja bien visible una embarazosa contradicción que surge en el mismo núcleo de dicho ordenamiento. Si la sociedad de clase media defiende la autonomía del individuo, que tan cara le resulta en teoría, ¿cómo es, entonces, que la conculca con tanta frecuencia en la práctica? ¿Realmente desea esta sociedad que sus sirvientes, sus esclavos a sueldo y sus trabajadores de las colonias alcancen la independencia? ¿No será que en su fuero interno lo que uno prefiere en realidad es disponer de una libertad absoluta para actuar como le plazca, negándosela, en cambio, a quienes compiten con uno en el mercado? La sociedad de clase media cree en el derecho del pueblo a regirse por sí mismo, pero también es una sociedad en la que hombres y mujeres parecen no ser mucho más que meros peones en manos de las impersonales fuerzas económicas. Todos los protagonistas de las obras de Defoe (Moll Flanders, Robinson Crusoe, Roxana, el coronel Jack) se hallan atrapados por esta contradicción. Si en cierto sentido puede afirmarse que son capaces de dar forma a su propio destino, también resultan ser víctimas dignas de lástima en manos de la providencia, del mercado y de sus propias pasiones.
En realidad, Defoe no es un crítico de la sociedad capitalista. Antes bien, es uno de sus propagandistas más elocuentes. Sus escritos rebosan satisfacción ante la bonanza y la vitalidad sin límites que procura el capitalismo en su estado primigenio. En un ensayo que lleva por título «El carácter divino del comercio», describe a la propia naturaleza como una suerte de ente capitalista que en su inconmensurable sabiduría burguesa ha hecho a los cuerpos capaces de flotar, de modo que gracias a esta circunstancia nos es posible construir barcos con los que comerciar. Del mismo modo, ha tachonado el cielo de estrellas con objeto de que los comerciantes puedan navegar y ha excavado ríos que permiten acceder directamente a los recursos de otros países con objeto fundamentalmente de saquearlos. Del mismo modo, ha hecho de los animales seres humildemente sumisos, de manera que podemos explotarlos como instrumentos o como materia prima; la existencia de líneas costeras accidentadas se adapta de modo ideal a nuestra necesidad de construir puertos resguardados, mientras que las materias primas aparecen distribuidas de forma admirablemente conveniente por todo el globo, de forma que cada nación posee algo que vender y algo que comprar. De ahí a llenar los océanos con Coca-Cola o a implantarnos una necesidad biológica por el calzado deportivo Nike queda bien poco. La naturaleza no se olvidó casi de ninguna argucia.
En tanto que un radical ilustrado (aunque uno que creía en la brujería), Defoe vio en el capitalismo una forma de vida internacionalista, socialmente emancipada, y merecedora de ser encomiada antes que de ser debelada. En su opinión, se trataba de una cuestión estimulantemente progresista. El comerciante era el nuevo principio de la armonía y de la solidaridad universales: «se sienta en su oficina de contabilidad y conversa con todas las naciones». El comercio y las transacciones mercantiles reducían de forma incesante los privilegios, las deferencias, las jerarquías y las costumbres absurdas. El mérito y el trabajo duro empezaban a pesar más que la sangre o la cuna. Si con algo se mostraba crítico Defoe, no era con esta bulliciosa y dinámica forma de vida, sino con algunos de los resabios ideológicos que todavía seguían unidos a ella. Existía una discrepancia evidente entre lo que el capitalismo hacía realmente y lo que decía que hacía, entre sus hechos y los valores que defendía. Así, por ejemplo, mediaba un abismo entre la asunción moral que hacía de que hombres y mujeres eran libres y la evidente constatación material de que no lo eran.
Del mismo modo, también existía una problemática contradicción entre la manera en que este orden social había conferido el estatus supremo al individuo, y el modo en que en la práctica trataba a dichos individuos en tanto que seres susceptibles ser intercambiados entre sí con total indiferencia. En las novelas de Defoe los compañeros de negocios, sexuales o maritales, van y vienen, y su individualidad no supera, en ocasiones, la de un conejo. Pero el principal conflicto que se plantea a este respecto es el que existe entre las prácticas inmorales de una cultura en la que lo que realmente importa es el dinero y el interés personal, y los altisonantes ideales que dice defender en la esfera moral. En las novelas de Defoe este conflicto se convierte en una tensión entre la historia narrada, que si se cuenta es porque lo picaresco y lo inmoral poseen un atractivo inherente, y la moral, que defiende la idea de que si dicha historia ha de contarse es con objeto de prevenir al lector de imitar a los truhanes que allí se describen.
Se trata del doble lenguaje de los periódicos sensacionalistas: «Es posible que usted encuentre violento este relato acerca de escarceos eróticos en una sala consistorial, pero creemos que es nuestro deber público denunciar las actitudes inmorales de las autoridades locales». Otro escritor del siglo xviii, John Dunton, quien conocía superficialmente a Defoe, era con...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. Prefacio
  6. La novela inglesa
  7. I. ¿Qúe es una novela?
  8. II. Daniel Defoe y Jonathan Swift
  9. III. Henry Fielding y Samuel Richardson
  10. IV. Laurence Sterne
  11. V. Walter Scott y Jane Austen
  12. VI. Las hermanas Brontë
  13. VII. Charles Dickens
  14. VIII. George Eliot
  15. IX. Thomas Hardy
  16. X. Henry James
  17. XI. Joseph Conrad
  18. XII. D. H. Lawrence
  19. XIII. James Joyce
  20. XIV. Virginia Woolf
  21. Posfacio. Después de Finnegans Wake
  22. Otros títulos