Naturaleza y conflicto
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Naturaleza y conflicto

La explotación de recursos en América Latina

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Naturaleza y conflicto

La explotación de recursos en América Latina

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"En México, tan sólo en los últimos veinte años se han extraído más minerales ""preciosos"" que durante toda la época colonial. Los altos precios en el mercado justificaron esta práctica –en el país y en toda América Latina– junto con otras sin precedentes, como la explotación de la naturaleza pese al daño irreversible a los ecosistemas. El argumento de los gobiernos para permitirlo era enmendar tres promesas incumplidas: erradicar la pobreza, reducir la desigualdad y promover el ""desarrollo"", pero sin atender el otro lado de la ecuación: el extractivismo provoca tremendos conflictos sociales y ecológicos, y Latinoamérica es la región con más incidencia de éstos en el mundo.Desde esta perspectiva, el Dawid Bartelt acude a los hechos y expone que los discursos políticos no evitan que la naturaleza sea vista como un ""recurso"" (en la minería y la agroindustria) para ""salvar"" el presente a costa del futuro.De manera concisa, llega a la matriz del conflicto: la diferencia entre comprender la pertenencia al territorio o ser propietario de éste. Dicho de otra forma: las transnacionales (y los gobiernos que las invitan y subsidian) ven una simple explotación donde los habitantes contemplan el arraigo y el espacio en que desarrollan su vida.Acompañan la investigación dos valiosas colaboraciones (una de Gustavo Esteva y otra de Aleida Azamar Alonso) que nutren la discusión desde el ecofeminismo, la construcción de la desigualdad, y proponen nuevas rutas de participación social."

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Información

Año
2020
ISBN
9788446049616
CAPÍTULO II
(Neo)extractivismo: en la naturaleza del conflicto
Uno camina sobre el agua, el segundo la vadea y se sumerge en ella. El tercero marcha con las botas secas sobre los guijarros que debían albergar un río. Uno vive en el área metropolitana de Río de Janeiro, el segundo en la selva tropical de Perú, el tercero en las estribaciones de los Andes en Chile. Uno pesca, el otro draga; el tercero siembra, escribe y habla. La cotidianidad de los tres está marcada por el extractivismo. Y todos ellos viven y trabajan en territorios.
Territorio
El debate y la controversia sobre el extractivismo en América Latina resultan incomprensibles sin el concepto territorio. En las ciencias políticas éste tradicionalmente designa al ámbito del Estado nacional en el que coinciden el derecho, la lengua y la esfera de dominio del gobierno: un espacio definido geográficamente por las fronteras nacionales y determinado por la soberanía del Estado; uniforme y homogéneo, como lo define el ideal.
La reciente geografía crítica se ha distanciado de esta conceptualización. En el debate latinoamericano, territorio ahora se entiende sobre todo como el área (natural) a la cual se quiere expandir un cierto tipo de explotación económica de la naturaleza, pero en la que ya existe otra praxis económica y otra forma de vida. Dicho concepto designa espacios en los que está activo el extractivismo, mismo que desencadena conflictos específicos de apropiación y explotación con la población que vive en él, porque conlleva complejas consecuencias para sus formas de vida y sus derechos.
El núcleo de estos conflictos lo constituye la pregunta: ¿Quién tiene acceso al territorio y a lo que se halla encima y debajo de la tierra; quién tiene el poder de disponer sobre ello y cómo lidian los diferentes actores con los elementos naturales y con las formas de vida y de producción que existen en esos espacios?
El territorio es tierra, y en la historia latinoamericana la tierra ha sido objeto de disputas desde la época colonial. La cuestión de la tierra ha provocado revoluciones. Los muchos campesinos sin tierra del continente exigen hasta hoy que se expropien los latifundios y que se les adjudiquen tierras de cultivo. La tierra es, al mismo tiempo, objeto y lugar del conflicto. Los actores estatales y del sector privado apuntan al dominio (es decir, la propiedad y el aprovechamiento o valorización), los habitantes a la apropiación (como propiedad de uso colectivo y como un espacio de vida, económico y cultural que debe ser conservado).[1] Lo que para los habitantes puede ser campo, bosque, río, bahía, patria y santuario, se convierte en territorio debido a la intervención del extractivismo. El territorio es, al mismo tiempo, un concepto, un hecho espacial y una práctica extendida, sobre todo de medición y control. Y son también las prácticas de intervención las que territorializan el espacio y la tierra.
Esto significa que el extractivismo es más que un modelo económico: conlleva un sistema político, códigos jurídicos, una cierta cultura, símbolos y anhelos; actúa como si dispusiera de un espacio vacío e indeterminado. El conflicto con las formas de producción, las normas y la cultura de quienes viven en esos territorios es inevitable.
Abordar los territorios con base en opuestos asimétricos entraña el peligro inherente a todas las dicotomías: la exageración de lo bueno y de lo malo, la idealización de las prácticas “buenas” y la demonización de las “malas” y también de aquellos que las ejercen. No todos los habitantes de los territorios tienen una orientación comunitaria, no todos son autóctonos ni están libres de intereses económicos transitorios. A la inversa, existen proyectos que, aunque fueron llevados desde fuera a los territorios y afectan las condiciones locales de producción, de ninguna manera tienen por objetivo integrar al territorio en los ciclos del mercado mundial. Los debates en torno a la naturaleza y el desarrollo adolecen de simplificaciones, armonizaciones o proyecciones, porque éste es el clásico punto ciego del abordaje desde el liberalismo económico: en los conflictos por los territorios, las relaciones de poder están configuradas de manera desigual; con frecuencia, extremadamente desigual. Los recursos de poder y de influencia (y de dinero, con el cual los dos primeros van de la mano) no están distribuidos de manera equitativa, ni por mucho. La gran mayoría de los territorios se encuentran en aquellas regiones nacionales en las que no existe un Estado de derecho, o sólo de manera fragmentaria. Tampoco se dispone de infraestructura material, o igualmente sólo de manera fragmentaria. Los grupos poblacionales que viven ahí son lo que en derecho internacional se conoce como “vulnerables”: personas que cuentan con pocos recursos, que carecen prácticamente de una educación formal, a las que los hospitales les quedan lejos y un abogado les resulta inalcanzable, y que ganan poco más que lo necesario para sobrevivir.
Río de Janeiro, Madre de Dios, Alexandre y Daniel
Estos territorios se ubican en la selva tropical de la Amazonia, en las montañas de los Andes, en el Chaco paraguayo y argentino, en el altiplano brasileño, en las costas, lagunas y bahías, entre la una vez “espesa selva” que debió ceder su lugar a infinitos campos de soya en Mato Grosso, así como en todas las reservas indígenas del continente.
La Bahía de Guanabara es una especie de mojada antesala de Río de Janeiro, una primera experiencia de asombro y admiración en esa ciudad de anhelos para muchas generaciones de viajeros que llegaron a Brasil. Lo que debería ser un área natural y cultural con una protección extraordinaria, es hoy una enorme cloaca. Y esto, a pesar de que la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) la declaró patrimonio cultural de la humanidad. La bordean 14 municipios con más de 10 millones de habitantes y un sinnúmero de industrias. Cuando se postuló como sede de los Juegos Olímpicos 2016, el gobierno brasileño prometió que habría limpiado en 80% la Bahía para el inicio de las justas. Y a pesar de esas promesas hechas durante la candidatura olímpica de Río de Janeiro, aún ingresan en la bahía 18 mil litros de aguas negras… por segundo.[2] La falta de plantas de tratamiento de aguas residuales o las defectuosas conexiones de nuevas plantas de tratamiento a la canalización son una cosa. La otra es el petróleo. Porque en 2006 se descubrieron a gran profundidad frente a la costa de Río de Janeiro y los estados vecinos grandes yacimientos de petróleo y de gas natural. Plataformas petroleras que precisan reparación, buques petroleros listos para descargarse y cientos de remolques se bambolean en las aguas. Entre los vecinos se cuenta la refinería Duque de Caxias; otro complejo petroquímico, aún más grande, está en construcción; se suman además terminales y tubos alimentadores de gas natural. Desde las terminales en las aguas de la bahía, tubos conducen el crudo hacia las refinerías. Esa parte de la bahía fue cerrada al tránsito marítimo por el consorcio Petrobras. Y ahí comenzaron los problemas para Alexandre Anderson y sus compañeros pescadores de la AHOMAR, la Asociación de Hombres y Mujeres del Mar en Magé.
Los pescadores han sido siempre los más pobres, pero no forzosamente los más infelices. A lo largo de los 8 mil kilómetros de costa brasileña y de miles de kilómetros más del subcontinente, la pesca a pequeña escala les ha proporcionado el sustento a muchas personas, incluso a los pescadores en la Bahía de Guanabara, desde hace cientos de años. Hasta que llegó el petróleo. Contra la poción mágica de nuestra moderna forma de vida, los pequeños pescadores no tienen oportunidad alguna.
Hoy la Bahía de Guanabara le sirve de base al gran proyecto petrolero frente a la costa de Río de Janeiro y de São Paulo. No obstante, y de manera asombrosa, siguen viviendo peces en la bahía, y estos cardúmenes alimentan a miles de familias pescadoras. O más bien, las alimentaban. Magé colinda al noreste con Duque de Caxias. Partes de Magé pertenecen a la zona natural protegida de Guapimirim, en la que se han conservado manglares. Guapimirim, a su vez, se cuenta entre las 31 zonas protegidas en el estado de Río de Janeiro que se ven directamente afectadas por las plantas petroquímicas. El estado de Río de Janeiro hace ambas cosas: registra zonas naturales protegidas y luego les da entrada a esas industrias que convierten el registro de protección en obsoleto. El Complexo Petroquímico Rio de Janeiro (Comperj) fue autorizado después de una cuestionable verificación de los efectos ambientales. Cuestionable, entre otras razones, porque sólo se encargó de ella el estado de Río de Janeiro y no el Ministerio Federal del Medio Ambiente, y porque sólo se evaluaron las instalaciones principales en tierra firme, pero no el sistema de tuberías de alimentación y de terminales en las aguas de la bahía.[3]
La sede de la asociación de AHOMAR está ubicada directamente en la playa de Magé, que luce igual que todas las playas a lo largo de la bahía: la arena está oscurecida, luce un tono gris pardo, basura plástica y de todo tipo flota sobre las olas. Frente a la casa de la asociación todo está limpio, las redes y los botes descansan en la playa. Ya no salen a pescar al mar. Y menos aún, Alexandre Anderson.
El hombre de 47 años vivía desde 2009 —junto con su esposa, Daize Menezes— cobijado por un programa de protección para defensores de derechos humanos; luego, a partir de 2012, en lugares desconocidos y cambiantes. Cuando todavía vivía en su casa lo acompañaban de manera permanente dos policías. Pero, como Anderson dijo alguna vez a personas de su confianza, no siempre estaba seguro de si significaban protección o más bien amenaza. En algunas zonas de Río de Janeiro los policías en activo son, al mismo tiempo, miembros de las milicias, mafias que explotan a la población de barrios enteros cobrando “protección” o cargos adicionales por el gas para cocinar, la televisión por cable o las camionetas de transporte privado. Y que muelen a golpes o asesinan a quienes no acceden a pagar. Se supone que fueron milicianos bajo las órdenes de las empresas petroleras los que asesinaron en 2009 y 2010 a dos miembros de AHOMAR. En 2012 otros dos pescadores de AHOMAR fueron encontrados atados y ahogados. Aun cuando fuera verdad lo que la policía afirma, que los dos murieron por disputas relacionadas con las zonas pesqueras, esto sólo muestra cuánta violencia, tanto física como estructural, ha provocado ya el conflicto por la bahía.
Durante una salida en bote hacia la bahía, Anderson les muestra a los visitantes las pequeñas terminales de gas y de petróleo que cambiaron su vida. Y de pronto, al salir del pequeño bote fuera de borda, se encuentra de pie en el agua y avanza unos pasos con cautela. Lo que parece una emulación de Jesús tiene fundamentos sólidos: Anderson está parado sobre una de las tuberías de alimentación. Muchas de ellas están instaladas apenas bajo la superficie del agua. También, afirma Anderson, esto les impide a los pescadores salir al mar en esta zona: una colisión con alguno de estos tubos puede ser mortal.
Anderson ha organizado la resistencia, él y sus correligionarios han llevado a cabo manifestaciones en el agua, se han encadenado a los tubos y le han dirigido una petición tras otra a Petrobras. No se rinden y hacen ruido en los medios brasileños, también a nivel internacional. Anderson ya ha estado en Europa, invitado por organizaciones internacionales de derechos humanos y de protección al medio ambiente. También otros activistas luchan por la bahía: “Baía Viva”, “La bahía viva” se llama su dinámica campaña. Por el momento el gran proyecto petrolero opera a un ritmo mínimo, los trabajos de construcción del nuevo complejo han sido suspendidos. El gigante Petrobras se tambalea en la tormenta suscitada por un vasto escándalo de corrupción.
Puesto que ni los Juegos Olímpicos de 2016 le ayudaron a la bahía, las perspectivas de mejora son más bien escasas. Así pues, la Bahía de Guanabara no es sólo la entrada a una ciudad mítica, patrimonio cultural de la humanidad, zona de recreo, área de pesca, estacionamiento de petróleo y cloaca. También es, aunque los menos quieran reconocerlo, territorio.
Hasta el cuello le llega el agua al joven Daniel Condori Soneco; tiene que estirarlo para no tragar el caldo amarillento. Vadea las charcas con mucho cuidado. Su tarea es posicionar la manguera de tal modo que la bomba a gasolina pueda absorber la mezcla líquida de rocalla y arena. A través de un tubo, el material llega al borde superior de una rampa de madera montada sobre una tosca balsa, igual que el motor. La rampa está forrada con fieltro negro. Las pesadas partículas minerales se quedan pegadas en la tela, que debe ser sacudida cada tantas horas. Sobre esa mezcla de arena y mineral, los buscadores de oro echan después mercurio, que aglutina el polvo de oro en pequeños gránulos.
Todos los días lavan entre 180 y 200 gramos del río, las grandes estaciones de bombeo sacan hasta un kilogramo de oro por día de la arena. Por cada kilo de oro se necesitan 2.8 kilos de mercurio.[4]
Daniel tiene 23 años y es originario de Cusco. También ha trabajado ya como pastor y jornalero agrario. Ahora busca oro de aluvión. Su “contrato” tiene siempre una validez de 15 días. Gana 40 soles al día (alrededor de 10 euros). Cuando hay suficiente trabajo se queda dos meses, después regresa con su esposa ...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Prólogo
  5. Introducción a la edición en castellano
  6. Prefacio
  7. I. América Latina: un malentendido que funciona
  8. II. (Neo)extractivismo: en la naturaleza del conflicto
  9. III. REDD, PES, TEEB: El nuevo mercado de la naturaleza en América Latina
  10. IV. ¿Gobernanza de los recursos o vivir de manera diferente? Caminos para salir del extractivismo
  11. Agradecimientos
  12. Epílogo