Qué hacemos con las fronteras
  1. 80 páginas
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Información del libro

Qué hacemos para conectar la crítica a la movilidad en el capitalismo con la lucha contra las políticas migratorias y las fronteras. Vivimos en la era de la hipermovilidad: millones de personas se desplazan del campo a la ciudad, de un país a otro, por todo el planeta. Pero a la vez las fronteras se fortifican y la política migratoria es más represiva: redadas racistas, Centros de Internamiento, expulsiones y restricciones al asilo. Los análisis del hecho migratorio tienden a simplificarlo y descontextualizarlo. Entender las migraciones obliga a considerar cómo el proceso de acumulación capitalista vacía unos territorios y llena otros; cómo fuerza el desplazamiento de poblaciones desposeídas y garantiza una mano de obra migrante barata. Exige además un análisis de la específica violencia ejercida contra las mujeres migrantes y del papel que ellas juegan en los lugares de destino. Una propuesta por un mundo sin fronteras, donde nadie sea obligado a desplazarse ni impedido de hacerlo.

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Información

Año
2013
ISBN
9788446038726
Edición
1
Categoría
Social Sciences
Categoría
Ethnic Studies
III. Destino
Cuatro mujeres comparten un cuartucho minúsculo y frío en el último piso de un edificio. Una bombilla colgada de una percha concede una tenue luz a la estancia. Si siguiéramos el cable, podríamos comprobar que la corriente está enganchada clandestinamente al piso de uno de los vecinos del edificio. No hay baño dentro de esta casa, ni agua corriente. Al otro lado de la puerta hay un váter en medio de una especie de pasillo que comunica con una escalera.
Las cuatro mujeres cenan encima de la cama, pues en la habitación no hay espacio para una mesa. Una pequeña cocina y dos colchones apoyados en una pared húmeda y desconchada son el resto del mobiliario.
La conversación es alegre, casi festiva. Si guardamos silencio por un momento, podremos escuchar cómo una de las mujeres explica al resto –parecen recién llegadas– detalles de la vida de esta ciudad.
En 1968 había más de seiscientas mil personas de nacionalidad española censadas en Francia, casi la mitad mujeres. Una buena parte de ellas trabajaba en esa época en el servicio doméstico, principalmente en París. Eran alojadas en la chambre de bonne; la chambra, una habitación de servicio miserable, pero que dotaba a las mujeres de más independencia que la habitación de servicio que, en España, solía formar parte de la propia vivienda de la familia empleadora. De ese modo, el trabajo no tenía límites ni horarios.
Muchas de las españolas empleadas del hogar en París habían migrado solas, en busca de autonomía, libertad y ascenso social. Las chambras engrasaban las cadenas migratorias y la solidaridad entre mujeres: acabamos de presenciar la escena en la que tres jóvenes llegan a París y son acogidas en esa primera noche –y durante varias semanas más– por una amiga, pionera de este periplo migratorio.
A lo largo de la historia del capitalismo europeo –desde las migraciones irlandesas a Gran Bretaña hasta el reclutamiento de trabajadores y prisioneros extranjeros por el III Reich–, la necesidad de una fuerza de trabajo abundante y barata había provocado que los Estados europeos promoviesen determinados movimientos migratorios. Pero el final de la Segunda Guerra Mundial nos ofrece quizás el ejemplo más genuino. Una población diezmada por la guerra y tendente al envejecimiento –pues las mujeres autóctonas ya no querían proveer a la fábrica europea con largas proles de futuros trabajadores y trabajadoras– no era el punto de partida más idóneo para iniciar el periodo de acumulación capitalista que se extenderá durante un cuarto de siglo tras el fin de la guerra. Se hizo necesario lo que la feminista italiana Mariarosa Dalla Costa denomina una «política de restablecimiento de la clase obrera». Un restablecimiento cuantitativo, pero también cualitativo: la población migrante en su conjunto estará dispuesta a trabajar en condiciones mucho peores que la población autóctona; y las mujeres migrantes desempeñarán un papel específico: reemplazar parcialmente en las tareas de cuidados a las mujeres autóctonas que se incorporaban al mercado de trabajo, y contener el descenso de la natalidad en la Europa occidental.
Millones de migrantes de Portugal, España, Italia, Grecia, Turquía y las excolonias británicas y francesas desempeñarán este papel. A partir de los años setenta, la crisis de acumulación capitalista provocará, por el contrario, la aprobación de políticas migratorias restrictivas y un cierto retorno a los países de origen. Sin embargo, lejos de desaparecer, la explotación de la población migrante en el corazón de la Europa occidental se intensificará con la crisis. Serán ellos y ellas las primeras en experimentar el significado de la flexibilización del mercado de trabajo.
*****
En el Centro de Internamiento de Hoya Fría (Tenerife) se rotula la ropa de las personas detenidas con un número que las identifica. En el Centro de Recepción y Custodia del Puerto de Motril la policía marcaba con tinta indeleble la piel de las personas inmigrantes recién llegadas en patera. Para evitar confusiones de identidad, decían. En Aluche (Madrid) la negación del nombre y la identificación numérica han sido denunciadas reiteradamente como ejemplos de trato humillante y deshumanizador.
Estas prácticas remiten a otras parecidas en momentos históricos más o menos alejados en el tiempo: una foto de Jean Mohr en Un séptimo hombre, el libro que creó junto a John Berger sobre las migraciones masculinas hacia la Europa del desarrollismo capitalista de posguerra, muestra un torso desnudo sobre el que se ha rotulado el número tres. El texto que acompaña a la foto explica que este número identificativo se pintaba sobre el pecho y la muñeca. La foto forma parte de una serie que revela el carácter de los exámenes médicos que los inmigrantes turcos debían superar en su propio país. Dichos exámenes eran realizados por médicos alemanes que se desplazaban a Estambul. Solamente los turcos sanos y robustos podían superar estas pruebas, en las que eran sometidos a situaciones indignas: una de las fotos muestra a los aspirantes en fila, semidesnudos, y a un médico bajándoles, uno a uno, los calzoncillos para examinarles los testículos.
A Nadia, sin embargo, le realizaron otro tipo de pruebas. La parte técnica era una entrevista en la que se comprobaba su manejo del idioma del lugar de destino. También le preguntaban por las cargas familiares que dejaría en su casa si finalmente era seleccionada para viajar. En el examen corporal le resultó curioso comprobar que el interés se focalizaba en sus manos, que fotografiaron varias veces y en distintas posiciones. Nadia, joven polaca, fue seleccionada para trabajar en Almería durante nueve meses en la recogida de la fruta. Hemos viajado casi medio siglo: ya no estamos en Estambul, sino en la España de comienzos del siglo xxi. A los empresarios hortícolas y a las autoridades políticas que organizaban la selección les interesaba que las mujeres tuvieran unas manos adecuadas para la eficiente recogida de la fresa. También que las trabajadoras que venían del Este dejasen en su país de origen fuertes lazos familiares, preferiblemente de personas dependientes: un buen perfil para asegurarse de que volverían a sus casas cuando se terminara el contrato.
A Sandra la seleccionaron en Perú. La patronal de hosteleros gallegos (CEHOSGA) aterrizó en Lima con el apoyo del Ministerio de Trabajo e Inmigración. Un largo periplo de pruebas selectivas fue dejando en la cuneta a cientos de candidatas: pruebas psicopedagógicas, exámenes de razonamiento lógico y matemático, entrevistas personalizadas, pruebas específicas de trabajo en hostelería… Finalmente, exámenes médicos terriblemente exigentes: radiografías, análisis de esputos en busca de tuberculosis, análisis de sangre para detectar, entre otras, la hepatitis B o el VIH, e incluso si las futuras camareras tenían anemia. De seiscientas candidatas, solamente cincuenta y dos lograron viajar a España. El premio no era demasiado suculento: cuatro meses de contrato, prorrogables un mes más. Del salario se descontaría el coste del viaje. También les descontarían dinero por el alojamiento en el propio hotel donde trabajarían. Y las candidatas, por supuesto, debían comprometerse a volver a Perú al final del contrato.
Pensar en estos exámenes médicos, de Turquía a Perú, de Alemania a España, de la década de los cincuenta del siglo xx a los primeros años del siglo xxi, nos permite visualizar nítidamente la funcionalidad de las personas migrantes como cuerpos de los que succionar la máxima productividad. Cuerpos sanos y funcionales, cuerpos que alimentan el proceso de acumulación capitalista. Cuerpos que se marcharán de vuelta después de hacer su trabajo.
O no. Porque Sandra no quiso volver, no se presentó al vuelo de vuelta y se quedó, durante años, sin papeles, en el estado español. Lo hicieron ella y otras diez de las cincuenta y dos personas contratadas en Lima por CEHOSGA. Revelador, entonces, pensar en el celo médico para examinar y seleccionar el cuerpo de Sandra en Perú y en el desentendimiento médico sobre el cuerpo de Sandra aquí y ahora, una vez que se ha aprobado el decreto que acaba con la universalidad del acceso a la salud y, específicamente, imposibilita el acceso a la misma para las personas sin papeles. El decreto no forma parte oficialmente de la política migratoria. Ni siquiera es su función principal expulsar a las personas sin permiso de residencia del sistema sanitario. Aunque lo hace. Esta medida, irrelevante para el Estado en términos de ahorro económico, ha actuado como cortina de humo al presentar ante la sociedad a un colectivo excluido por el recorte. Si es un decreto contra los sin papeles, entonces no me afecta a mí, esperaba el Gobierno que pensara la mayor parte de los y las españolas. Los argumentos culpabilizadores enseguida salían también a colación: la sobreutilización de la sanidad pública por parte de la población inmigrante justificaba la medida. Este argumento, por cierto, es falso, pues Sandra y tantas otras personas inmigrantes con o sin papeles son generalmente mucho más jóvenes que la edad media de la población y recurren con menos asiduidad al sistema sanitario.
Bajo esta cortina de humo se oculta un decreto que, en el fondo, implica una transformación radical del conjunto del sistema: la división entre personas aseguradas y no aseguradas. Además, parece que no son solamente las personas sin papeles las que resultan caras al sistema. El mal llamado copago es la medida que concreta en la práctica la idea de que los sectores vulnerables de la población –pensionistas y personas con enfermedades crónicas– suponen un gasto excesivo y, por tanto, deben pagar parte de su atención y de sus medicamentos.
La muerte en Valencia de Soledad Torrico, inmigrante boliviana obligada a peregrinar durante seis días entre centros de salud y hospitales –puesto que ya no cotizaba–, es una muestra de las consecuencias concretas del decreto sanitario. Soledad llevaba cinco años en España y había sido despedida tres meses antes de su empleo como trabajadora doméstica.
Cuerpos obligados a cuidar y condenados a no recibir nunca cuidados.
*****
La irrupción de la población migrante en el estado español en los primeros años del siglo xxi presenta importantes paralelismos con las migraciones a Francia, Suiza, Alemania o Bélgica inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Pero existe una diferencia sustancial: las personas migrantes ya no somos nosotras, sino que son extranjeras que llegan aquí. Aunque por lo visto en estos años de crisis enseguida hemos vuelto a convertirnos en emigrantes.
En el año 2000 el número de personas migrantes inscritas en el padrón municipal no llegaba al millón. En menos de nueve años, esa cifra se multiplicó casi por seis, ya que en 2009 era de más de 5,6 millones de personas. En los últimos años se ha estabilizado, y el último dato conocido –de 2012– es de 5,7 millones.
Durante casi una década ha llegado una media de más de quinientas mil personas cada año. España fue el país de la OCDE que recibió más inmigrantes, en términos relativos, durante este periodo. En términos absolutos solamente fue superado por Estados Unidos.
Crucemos por un momento estos datos con los de la economía española en el periodo de auge (1994-2007). En estos trece años la población asalariada se incrementó espectacularmente: pasó de menos de doce a más de veinte millones de personas. En 2007, al final de este periodo, casi doce millones de hombres y más de ocho millones de mujeres estaban ligadas a la relación salarial.
La explotación de trabajo abundante y barato fue condición imprescindible de esta etapa de acumulación del capitalismo español. ¿Dónde se escondían esas reservas de fuerza de trabajo dispuestas a ocupar los tramos más precarizados del mercado? En la segunda mitad de los años noventa la incorporación de cuatro millones de personas se hizo principalmente gracias a la reducción moderada de una tasa de paro que, en 1994, era de más del 24 por ciento, y a la incorporación acelerada al mercado de trabajo de personas que hasta entonces eran consideradas inactivas: cientos de miles de mujeres autóctonas que, sustentadoras del trabajo de cuidados, cargaron además sobre sus hombros uno o varios empleos, en mucho peores condiciones que los hombres.
En el periodo 2000-2007 la población migrante fue una de las claves principales de la extensión del trabajo barato; en siete años cuatro millones y medio de personas fueron incorporadas al régimen del salario. Los hombres y mujeres migrantes, silenciosas e invisibles, permitieron el crecimiento súbito de sectores económicos como la construcción, la hostelería y la agricultura bajo plástico. Las mujeres migrantes –como habían hecho aquellas españolas en París– sustituyeron parcialmente a las autóctonas en el trabajo de cuidados, que obviamente no había sido repartido con los hombres en esta sociedad patriarcal, por mucho que las mujeres accedieran a un empleo.
El capitalismo español llevó a cabo este suculento periodo de acumulación sin necesidad de rebajar rápidamente la tasa de paro, que se mantuvo por encima del diez por ciento durante la mayor parte del mismo...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Presentación
  5. Introducción
  6. I. Origen
  7. II. Transito
  8. III. Destino
  9. Conclusiones
  10. Bibliografía
  11. Otros títulos