Capítulo I
La universidad como campo de batalla de la lucha de clases
Joseba Fernández, Carlos Sevilla y Miguel Urbán
Los aparatos ideológicos de estado pueden no solo ser objeto sino también lugar de la lucha de clases, y a menudo de formas encarnizadas de lucha de clases.
Althusser, Ideología y aparatos ideológicos del estado
Jacques Derrida, en su texto La universidad sin condición, caracterizaba a la misma como «una ciudadela expuesta». En efecto, el furibundo ataque en marcha contra el conjunto del sistema educativo así parece demostrarlo. Asediada desde fuera y desde dentro por quienes están empeñados en convertirla en un dispositivo más del engranaje de la mercantilización del conocimiento, la universidad asiste al progresivo derrumbe de su potencial proyecto emancipador. En el caso del estado español –ejemplo paradigmático donde los haya– el generalizado desmantelamiento del precario y exiguo sistema de ciencia no es sino una muestra más del modelo de desarrollo (y subdesarrollo, en última instancia) que han desplegado las elites financieras y económicas en la actual fase de agudización de las contradicciones inherentes al sistema de «acumulación por desposesión» que padecemos.
Sin embargo, esta universidad pública en proceso de desmantelamiento plantea viejos interrogantes sobre la propia condición de la universidad. Interrogantes, precisamente, sobre la función exacta de la educación superior en el esquema de producción y de reproducción social propio del capitalismo financiarizado de estos tiempos. Interrogantes sobre el espíritu (en términos de Ortega y Gasset) y la misión (en términos de Sacristán) de la propia universidad. En este sentido, a nivel histórico y dentro de la tradición marxista en sentido amplio, tres han sido las visiones mayoritarias (a veces contrapuestas, otras en versión complementaria) sobre la función histórica y socioeconómica de la universidad. Por un lado, quienes han analizado y teorizado la universidad como un dispositivo más dentro de lo que Althusser definió como aparatos ideológicos del estado (AIE), es decir, la universidad entendida como centro de producción de ideología hegemonizadora al servicio de la clase dominante. Del otro, quienes partiendo de los análisis de Bourdieu y Passeron, han enfatizado la idea del sistema de enseñanza como un mecanismo determinista para la reproducción de la estructura, las relaciones de clase y las jerarquías sociales. Por último, una visión más «economicista» que podemos encontrar en la literatura postoperaista italiana (Carlo Vercellone, Francesco Rapparelli) y en autores como Ernest Mandel, que se centran en las universidades como centros de producción de «bienes cognitivos» y de capacitación profesional, según las necesidades just in time del capitalismo tardío. Fuera de estas visiones encontramos a quienes desde una posición más ingenua han tratado de comprender la universidad como un simple espacio neutro de libertad, de idílica autonomía universitaria, fruto de la Ilustración y la modernidad.
A nuestro parecer –y en ello coincidimos con algunas de las tesis expuestas en el capítulo de Panagiotis Sotiris que incluimos en este libro– estas ideas fuerza deben complementarse y articularse a través de la noción de hegemonía. Así, el trinomio AIE / (re)producción social / hegemonía es la base explicativa de la función de la universidad y de los sucesivos cambios históricos que en ella se han operado para asegurar su propia funcionalidad a la dinámica capitalista. Una funcionalidad que, en último término, remite a lo que Manuel Sacristán explicitaba como finalidad básica de la universidad: lograr la interiorización efectiva de la división social y técnica del trabajo a la vez que se (re)produce el stock de conocimientos históricamente acumulado.
Misiones de la universidad
Más allá de esta aspiración a materializar la división social del trabajo, las universidades (y aquí habría que incluir la creciente importancia de las universidades privadas) despliegan toda una serie de funciones dentro del dispositivo más general de la acumulación y la producción flexibles, característica de nuestros días. La adaptación de las universidades a los diferentes ciclos de la economía así lo demostraría. Podemos encontrar, por tanto, en dichas funciones la clave para la permanencia de la institución universitaria como dispositivo garante de la reproducción social debido, en gran parte, a su capacidad de adaptación a las «nuevas misiones» impuestas por sistemas económicos y sociales cada vez más complejos. Estas funciones, desde un punto de vista marxista, creemos que pueden ser agrupadas de la siguiente manera:
La universidad como «aparato hegemónico»
Siguiendo a Sotiris, consideramos la universidad como un «aparato hegemónico», es decir, un lugar complejo en el que se suceden luchas por la hegemonía en todos sus aspectos: combinación de liderazgo, representación, dominación y consentimiento. Un «aparato hegemónico» no tiene por qué formar parte del estado ni tener carácter público o privado sino que puede tener una función económica que puede ser su dimensión hegemónica. La función hegemónica de la educación superior en la actualidad sería, por tanto, un proceso complejo de internalización de los cambios en el mercado de trabajo y en los procesos capitalistas de acumulación dentro de la educación superior como aparato hegemónico. Esta visión sigue implícitamente la de Manuel Sacristán en La universidad y la división del trabajo, que entendía que «la ciencia es imprescindible, aunque sea falseada, para construir cualquier hegemonía». En el caso de la universidad, creemos que la hegemonía va mucho más lejos que el simple desarrollo de un saber al servicio de las clases dominantes. Esta función de producción de hegemonía por parte de la universidad abarcaría también tanto la reproducción del «capital simbólico» –necesario para el mantenimiento de las estructuras sociales de domino–, como la creación de un capital socio-relacional necesario para la cohesión de la clase dominante: es decir, de los grupos dirigentes políticos y económicos. En este sentido, Gramsci –al hablar de las clases sociales y categorías intelectuales–, afirmaba que
Cada grupo social, al nacer sobre el terreno originario de una función esencial en el mundo de la producción económica, se crea a la vez, orgánicamente, una o varias castas de intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia de la propia función no solo en el campo económico, sino también en el social y político.
Sin hegemonía –esto es, sin capacidad de inducir a la aceptación, de interiorizar y hacer propio por los dominados el poder externo a ellos–, ninguna estructura de dominio puede perdurar. De este modo, esta función de producción de hegemonía constituiría el «poder espiritual» de la universidad.
A nivel histórico, la conformación de la universidad (y, en general, del conjunto del sistema de enseñanza) termina configurando dos sectores sociales antagónicos entre sí, en el que el «saber» y el «aprendizaje» actuarían como elementos de división y perpetuación entre lo que Gramsci denominaba una comunidad eminente (clase dominante) y una comunidad subalterna (clase dominada). Así, las comunidades eminentes monopolizaban los medios de producción de naturaleza intelectual como instrumento «para el ejercicio de las funciones subalternas de la hegemonía social y del gobierno político» y como elementos de prestigio y poder sobre el resto de la comunidad. En las actuales circunstancias, no es descabellado asignar prioritariamente a las universidades privadas y a las escuelas de negocio esta función, como veremos posteriormente.
Al mismo tiempo, siguiendo a Althusser, consideramos que la reproducción de la fuerza de trabajo ejercida en el marco de la universidad «no solo exige una reproducción de su calificación sino, al mismo tiempo, la reproducción de su sumisión a las reglas del orden establecido, es decir una reproducción de su sumisión a la ideología dominante por parte de los agentes de la explotación y la represión, a fin de que aseguren también “por la palabra” el predominio de la clase dominante». Esta orientación y función de la universidad viene a cumplir con lo que Ortega en su clásico Misión de la universidad, denominó como «saber mandar». Una función, por tanto, fundamental para la perpetuación del mando capitalista y la reproducción misma de la hegemonía de clase.
Por otro lado, si bien es cierto que esta función hegemónica entró en crisis con el advenimiento de las universidad de masas debido a la incorporación parcial de las clases subalternas (pequeña burguesía y en menor medida la clase trabajadora) históricamente preteridas de la educación superior, parece que las nuevas políticas de ajuste estructural sobre la universidad nos encaminan hacia una nueva reestructuración de la misma en la que la «escuela de elites» se puede imponer como mecanismo de inclusión-exclusión de la formación universitaria cualificada. Así, el proyecto encaminado a lograr la efectiva realización de la universidad-empresa se inserta de una forma particular dentro del dispositivo más general de la «acumulación flexible» característica de nuestros días dirigido a obtener, por un lado, una recualificación precaria y orientada hacia itinerarios tecno-científicos de la nueva fuerza de trabajo y, por otro, la comercialización de la investigación universitaria. Para ello, la universidad se constituye como una cadena de montaje just-in-time, a través de la construcción de dos canales de formación de estudiantes en forma de líneas de producción: una primera línea (grado) destinada a la creación del nuevo profesional polivalente, flexible y precario que ve reducidos sus años de formación a un carácter generalista y centrado en las capacidades para insertarse en el mercado de trabajo precario realmente existente. Esta línea de producción pretende la creación del «estudiante masa» en los años de formación universitaria y el «profesional flexible» una vez terminados los estudios para constituir un auténtico ejército de reserva del precariado a través de una tecnificación soft de la fuerza de trabajo. Por otro lado, una segunda línea de producción mantendrá un canal de formación (posgrado) de la clase dominante; en esta línea lo fundamental será la introducción de numerus clausus, la acumulación deliberada de «capital relacional», la especialización apresurada y el background familiar capaz de «valorizar» la formación recibida. Como afirmaba Paco Fernández Buey,
La verdadera formación para el mandar se ha ido trasladando poco a poco a másters y posgrados (muchos de ellos, efectivamente, privados o concertados con empresas y universidades privadas extranjeras) en los que se están configurando las nuevas elites. No hay más que echar un vistazo a lo que figura ahora en los currícula de las elites y otro al precio de la mayoría de esos másters, aquí o en el extranjero; y luego comparar con las salidas profesionales que ofrecen grados y licenciaturas (reformados o no).
Por otro lado, la proliferación de escuelas de negocios y universidades privadas (que suponen más del 30 por 100 del total de universidades del planeta) parece destinada también a garantizar esta (re)producción de la estratificación en clases sociales y del mantenimiento de una hegemonía social al servicio del bloque de poder. En efecto, la educación universitaria hoy en día no solo no garantiza la movilidad social ascendente sino que se está reestructurando sobre una base censitaria. Mientras los hijos de las clases medias corren el riesgo de no reproducir el propio estatus de proveniencia, la selección social está cada vez más determinada en base al precio que se está dispuesto a pagar por la formación. Este cambio de paradigma se basa en la concepción de la enseñanza superior como una inversión individual destinada a acrecentar el propio «capital humano» de cara a valorizarse en el mercado de trabajo de formación intelectual. En las universidades privadas no se recibe una mejor formación sino que se compran las relaciones sociales y el acceso a la clase dominante.
Reproducción del «capital cultural» en sede universitaria
A este respecto, la universidad es considerada generalmente como la «casa de la cultura-saber». Históricamente, el saber ha operado como un medio de producción de naturaleza intelectual, que separa a la comunidad eminente de la comunidad subalterna, tal como veíamos anteriormente. En este armazón ideológico, la cultura-saber se convierte en parte de un sistema de segregación de clase a partir de categorías esencialmente subyacentes. De esta forma, «la cultura no es solo una transmisión de información cultural, una transmisión de sistemas de modelización, sino que es también una manera que tienen las elites capitalistas de exponer un mercado general de poder». Íntimamente ligado con la producción de hegemonía, el capital cultural constituye un medio indispensable para la selección de una clase dirigente en las sociedades (post)industriales avanzadas en base a la transmisión de competencias técnicas. O lo que es lo mismo, la construcción de lo que Bourdieu denomina como «una nobleza escolar hereditaria de dirigentes de la industria, de grandes médicos, de altos funcionarios, y asimismo, de dirigentes políticos».
Sin embargo, el capital cultural, por su misma composición simbólica y temporal, presenta un alto grado de enc...