Diseño y delito
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Diseño y delito

Hal Foster, Alfredo Brotons Muñoz

  1. 176 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Diseño y delito

Hal Foster, Alfredo Brotons Muñoz

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"Hoy día uno no necesita ser asquerosamente rico para proyectarse no sólo como diseñador sino como diseñado, sea el producto en cuestión la casa de uno o su negocio, sus mejillas caídas (cirugía estética) o su personalidad retraída (drogas de diseño), su memoria histórica (museos de diseño) o su futuro ADN (niños de diseño). ¿Podría ser este "sujeto diseñado" el resultado no deseado del tan cacareado "sujeto construido" de la cultura posmoderna? Una cosa parece clara: en el preciso momento en que se pensaba que el lazo consumista no podía estrecharse más en su lógica narcisista, lo hizo: el diseño es cómplice de un circuito casi perfecto de producción y consumo, sin mucho?margen de maniobra? para nada más." Del marketing cultural a las relaciones históricas entre el arte contemporáneo y el museo moderno, pasando por la arquitectura espectáculo, el auge de las ciudades globales o las vicisitudes conceptuales de la historia del arte y los estudios visuales, "Diseño y delito" ofrece, con su estilo polémico, una serie de reflexiones que permitan iluminar las condiciones de la cultura crítica en nuestros días.

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Información

Año
2004
ISBN
9788446038856
Edición
1
Categoría
Arte
1. El perfil derogado
Los debates sobre la cultura moderna hace ya mucho tiempo que vienen estructurándose en torno a las oposiciones entre alto y bajo, elitista y popular, modernista y de masas. Se nos han convertido en una segunda naturaleza, no importa si lo que queremos es mantener las viejas jerarquías, criticarlas o subvertirlas del modo que sea. Nacen siempre de cuestiones ligadas a la clase social; de hecho, existe todo un sistema de distinciones –perfil alto, medio y bajo– que explícitamente refiere las diferencias de cultura a diferencias de clase (unas y otras entendidas de un modo pseudobiológico). Pero ¿y si este sistema de los perfiles hubiese sido lobotomizado ante nuestros propios ojos?
Ésta es la propuesta que en Nobrow: The Culture of Marketing, the Marketing of Culture [Sin perfil: La cultura del marketing, el marketing de la cultura] plantea el crítico y más cosas del New Yorker John Seabrook, que toma la historia reciente de esta revista otrora de perfil medio como primer caso sobre el que someter a prueba su tesis posmoderna[1]. Para Seabrook este estado «sin perfil» –donde no parecen seguir aplicándose las viejas distinciones de perfil– no es sólo un entontecimiento de la cultura intelectual; es también un despertar de la cultura comercial, la cual ya no es vista como un objeto de desdén, sino como «una fuente de estatus». Al mismo tiempo, este engendro de la elite es ambivalente con respecto al desmoronamiento de las distinciones de perfil, atrapado como está entre el viejo mundo del gusto de perfil medio otrora promovido por el New Yorker y el nuevo mundo del gusto sin perfil, donde cultura y mercadeo son una y la misma cosa. Nacido en la «residencia urbana» del primero («el gusto era mi capital cultural, concentrado como el almíbar»), Seabrook vaga ahora por la «Megatienda» del segundo. Y, sin embargo, para él este desierto no es tan árido: él bebe con más fruición en los oasis de la cultura sin perfil que en los jardines de la cultura elitista (p. ej., «obras teatrales interesantes, la exposición de Rothko, la ópera y, a veces, happenings en el centro de la ciudad»).
En un primer nivel, Nobrow es la historia de este despertar a la cultura sin perfil. En otro, es un artículo en las páginas interiores del New Yorker que trata de hacerse un lugar en «el Flujo» de esta cultura tras décadas en las que su estatus lo garantizaba su indiferencia hacia ese Flujo. Su vieja fórmula para el éxito financiero consistía en su mediación de perfil medio entre la alta cultura y el rechazo de la baja cultura: una fórmula que atraía como un imán a lectores y anunciantes ambiciosos. Según Seabrook, esta fórmula comenzó a fallar a mediados de los años Reagan-Thatcher, es decir, en una época en que las fusiones empresariales y el mercadeo de la cultura se expandían exponencialmente. La búsqueda de un lugar en el Flujo fue asimismo importante para Seabrook: también éste tuvo que encontrar alguna orientación en él, algo a que agarrarse: no sólo como cualquier otro ciudadano-consumidor en la Megatienda que «escoge» sus señas de identidad de entre sus ofertas, sino igualmente como un periodista-crítico que tenía necesidad de familiarizarse lo suficiente con algo para poder escribir sobre ello. A Nobrow lo enmarcan un capítulo que plantea esta doble exigencia, por parte del New Yorker y de Seabrook, de encontrar un lugar en el Flujo, y un capítulo final que analiza los dispares resultados de uno y otro en su empeño[2].
Según Seabrook, el viejo New Yorker estaba «casi en perfecta sincronización» con un sistema social en el que el progreso comercial de una generación era sublimado por el progreso cultural de la siguiente. Este progreso lo confirmaban signos de gusto, que es lo mismo que decir exhibiciones de «disgusto ante las diversiones baratas y los espectáculos vulgares que constituyen la cultura de masas». El New Yorker era capaz de enseñar este dis/gusto sin demasiado encarnizamiento, y –en esto consistía la magia, o la astucia, de la revista– era esta oferta lo que atraía a una buena porción de las mismas masas a las que desdeñaba. El New Yorker también tenía en la manga el as de Manhattan. Como Saks Fifth Avenue o Brooks Brothers, transformó un marchamo regional en una reputación nacional de calidad, lo cual se tradujo en un mercado nacional de consumo: para mantenerse por encima de la clase media, uno tiene que comprar en Saks Fifth o Brooks Brothers, y para estar a la última en asuntos culturales tiene que leer el New Yorker. Esta distinción era la mercancía en venta, y se vendía bien en los prósperos suburbios desde Syracuse a Seattle, cuyas mesitas de centro adornaba la revista.
Pero entonces llegaron las fusiones y el marketing, las financiaciones y las franquicias. De repente, en todas las ciudades había un Saks o un Brooks, y ya no había que ir a Manhattan, física o vicariamente a través del New Yorker, para parecer metropolitano; uno podía encontrarlo todo en el centro comercial, y ahora también en internet[3]. Como Saks o Brooks, el New Yorker se vio forzado a buscarse un nicho en la Megatienda. Otrora indiferente al Flujo, el New Yorker se había vuelto irrelevante para el Flujo, e irrelevante así, tout court. Ni cultural ni financieramente funcionaba ya ser ni fachendoso ni agresivo con la cultura de bajo perfil; al mismo tiempo, su mediación con la cultura de perfil alto tampoco valía ya para mucho. «El New Yorker fue una de las últimas grandes revistas de perfil medio, pero el perfil medio se había desvanecido en el Flujo y con él cualquier estatus de perfil medio que uno tuviera.»
Pero, en definitiva, ¿a quién importa de veras el New Yorker? Lleva tanto tiempo tratando con suficiencia a sus suscriptores suburbanitas, que éstos deben de guardarle un profundo rencor, y muchos de los residentes en la ciudad (que se las saben todas) están francamente resentidos con él por la arrogación de su Nueva York como la Nueva York, entre otros delitos (por cierto, ¿quiénes son las personas que en sus viñetas aparecen en esos cócteles?). Afortunadamente, el interés de Nobrow reside en otra parte, no en los cotilleos sobre una revista de cotilleos, sino en la etnografía pop desarrollada por Seabrook a partir de sus encuentros con varios «árbitros de la cultura sin perfil». Puesto que esta cultura está dominada por las industrias del entretenimiento, en su mayoría estos árbitros son «mentes creativas» de los negocios de la música y el cine. Así, escuchamos a hurtadillas a Judy McGrath, presidenta de MTV, que intenta mediante divisiones de raza, género y clase conectar con raperos gangsta como Snoop Doggy Dogg, a sabiendas de que en su negocio lo que principalmente mantiene el Flujo es el hiphop. Vemos cómo Danny Goldberg, director de Mercury Records, comprueba el efecto provocado por un muchacho de catorce años procedente de Dallas del que se pronostica que será «el próximo Kurt Cobain» (su grupo Radish no funcionó, pues fueron los Hansen quienes ocuparon la vacante en el rock adolescente). Espiamos a George Lucas en su rancho Skywalker de 3.000 acres, en el norte de California, en el momento en que «el gran artista del mundo sin perfil», demasiado ocupado para hacer películas, repasa la cuenta de resultados de su marca La guerra de las galaxias. (Seabrook empieza este capítulo con: «Voy al supermercado a comprar leche y veo que La guerra de las galaxias ha ocupado el pasillo 5, la sección de los productos lácteos».) Y oímos las meditaciones de David Geffen, el magnate de la música y el cine, que Seabrook sitúa en la cima del «alto sin perfil»: «Tenía una mente tan refinada que ninguna idea de jerarquía podía penetrar en ella» (evidentemente, el mundo sin perfil tiene distinciones de su propia cosecha). Una vez más, el interés del libro está en estos trabajos de campo, pero también se encuentra en el autoanálisis que Seabrook lleva a cabo al intentar coger al vuelo este «corrimiento de tierras» en la cultura.
*
¿Qué comporta este «hegemúnculo» (su grotesco híbrido de «hegemonía» y «homúnculo»)? Una vez más, para Seabrook el viejo mapa de oposiciones –cultura alta y baja, arte moderno y de masas, periferia y centro urbano– ya no funciona, así que lo revisa de alguna manera, con una nueva leyenda que lo acompañe, el léxico que aquí he adoptado: el Mundo sin perfil (donde «la cultura comercial es una fuente de estatus», no de desdén); el Flujo («una sustancia informe en la que la política y el cotilleo, el arte y la pornografía, la virtud y el dinero, la fama de los héroes y la celebridad de los asesinos, todo confluye»); la Residencia urbana y la Megatienda («en la residencia urbana había contenido y publicidad; en la megatienda había ambas cosas a la vez»); la Red pequeña y la Red grande («la América tuya y mía» y «la América de 200 millones»; «lo que hay en medio es un vacío»). Al final, tal como lo ve Seabrook, la ley del Mundo sin perfil es simple: el criterio de Matthew Arnold de lo-mejor-que-se-ha-pensado-y-escrito ha sido derogado hace mucho tiempo, y rige el principio del Flujo de cualquier-cosa-que-esté-de-moda. No más «¿Es bueno?» o incluso «¿Es original?», sólo «¿Funciona en el demo?» –«demo» de demografía, no confundir con democracia, mucho menos con demostración–. (Para Seabrook, Clinton era «el administrador perfecto» de este «constructo de números-y-efecto», de «sondeos, grupos de discusión y otras formas de investigación de mercados». Después de todo, fue el primer presidente en aparecer en MTV; pero George W. ha empezado igual.)
¿Cuáles son los hallazgos de Seabrook? De manera nada sorprendente, refríen hipótesis sobre identidad y clase. «Una vez destituida la calidad», sostiene, la identidad «es el único modelo compartido de juicio». Para Seabrook esta identidad tiene que ser «auténtica», y en la cultura sin perfil esto sólo puede ocurrir mediante una selección personal de las mercancías pop en la Megatienda: «Sin la cultura pop para en torno a ella construir la identidad de uno, ¿qué queda?». Para la vieja guardia de los perfiles altos americanos como Dwight MacDonald y Clement Greenberg, esta declaración sería grotesca: la cultura de masas es el reino de lo inauténtico, y ya está. Para Seabrook (y esto lo ha aprendido del discurso académico conocido como «estudios culturales»), no es absurda en absoluto: en gran parte porque él considera la cultura pop no como una cultura de masas, sino «como cultura folk: nuestra cultura». Sin embargo, este giro semiparadójico de la frase no resuelve un problema básico hoy en día: dada su descripción de la Megatienda, ¿es la «selección» de una identidad à la hiphop claramente diferente de la «creación» de una identidad à la George Lucas? Los estudios culturales británicos nos dieron las nociones de «subculturas subversivas» y «resistencia a través de rituales»; y los estudios culturales americanos elaboraron la noción de un sujeto posmoderno culturalmente construido, no naturalmente dado. Pero con el paso casi instantáneo de lo marginal a la Megatienda (o de la Red pequeña a la Red grande), ¿cuánta subversión o resistencia pueden ofrecer las subculturas? ¿Y es el sujeto construido posmoderno tan diferente del sujeto consumista posindustrial, ese «perfecto híbrido de cultura y marketing», como Seabrook lo llama, «algo para ser que era también algo para comprar»? Ésta es una de las diversas reivindicaciones de las recientes posiciones en los estudios culturales que Seabrook implica: llámesela La Venganza del Hegemúnculo.
Su siguiente hallazgo (que es también su siguiente reivindicación) se refiere a la clase. «Nadie quiere hablar de clase social –es de mal gusto, incluso entre los ricos–, así que en su lugar la gente usa distinciones culturales.» Esto es bastante cierto si concedemos a Seabrook la típica confusión New Yorker de su mundo social con los Estados Unidos. Pero luego continúa con algo más que un tonillo de nostalgia de las clases: «En la medida en que existía, este sistema de distinción permitía una considerable igualdad entre las clases». De esto sabe más que él su antigua directora en el New Yorker, la británica Tina Brown: con su formación en un país en el que la clase no está tan mistificada, ella ve la jerarquía del gusto como nada más que una jerarquía de poder «que utilizaba el gusto para disimular su verdadera agenda». Seabrook hace suya esta postura, pero cuando sostiene que en el mundo sin perfil las antiguas distinciones culturales ya no funcionan, lo que hace es cambiar de chaqueta, ahora de una manera mucho más engañosa, pues no parece haber ningún disfraz. Es decir, da a entender que junto con las distinciones culturales han desaparecido las divisiones de clase: ahora todos estamos en la Megatienda, afirma Seabrook, sólo que a veces en secciones diferentes, con selecciones diferentes en nuestros carritos de identidad. Esta segunda venganza sobre los estudios culturales –como aquella que sostiene que ahora cultura y economía son una sola cosa– transforma perversamente este argumento muy izquierdista en otra tesis sobre el fin de las clases, una tesis que (como la reciente versión de la tesis del fin de la historia) es decididamente neoconservadora. Aunque aquí la idea de Seabrook sí que es otra, este hegemúnculo a veces habla como un neoconservador[4].
Quizá ésta sea la última mercancía que se ponga a la venta en la Megatienda: la fantasía de que las divisiones de clase se han acabado. Esta fantasía sirve de complemento contemporáneo al mito fundacional de los Estados Unidos: que tales divisiones nunca existieron. En el mundo sin perfil hay asimismo en oferta otras resoluciones mágicas. Por ejemplo, Seabrook es consciente de la fantasía de la unidad racial que se vende en la Megatienda (p. ej., «el [rap] Gangsta se había meramente convertido en un blues más auténtico para paladares cansados como el mío, que requerían nuevas dosis de realidad social en la forma pop»). Sin embargo, sobre otras resoluciones mágicas en oferta no es tan claro. En un capítulo dedicado a una visita a la granja en que su familia vivía en el sur de Nueva Jersey, emprende con su padre una batalla por la ropa: su camiseta de Chemical Brothers con la inscripción DANACHT (en hiphop, «la nueva mierda») contra los trajes de Seabrook padre. «Mi padre utilizaba su ropa para transmitirme cultura. Yo a mi vez utilizaba la ropa para contrarrestar sus esfuerzos.» Pero en realidad Seabrook evita la lucha mediante un atuendo que no corresponde a una sola generación: la última noche a la hora de la cena se enfunda uno de los trajes de su padre, para deleite mutuo de padres e hijo. Parece que las tensiones edípicas también pueden aliviarse, culturalmente, con la ropa adecuada: estas tensiones se alivian porque él se pone un traje elegante, apacigua a su padre porque confirma su estilo de clase (o eso pretende: pero ¿hay mucha diferencia?).
*
En Nobrow hay mucho digno de elogio. Por ejemplo, hay otra reivindicación –llámesela La Venganza sobre la Posmodernidad– que me llega muy hondo. Entre otras cosas, la posmodernidad fue el intento de abrir el arte y la cultura a más practicantes y públicos diferentes. Pero al final, da a entender Seabrook, ¿qué es lo que se consiguió: la democratización del arte y la cultura o su anexión por el mundo sin perfil? «Como eran más las personas que pod...

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