Los 90. Euforia y miedo en la modernidad democrática española
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Los 90. Euforia y miedo en la modernidad democrática española

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Los 90. Euforia y miedo en la modernidad democrática española

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A partir de un conjunto de anécdotas, imágenes, hitos mediáticos y escenas famosas, el libro trata de analizar una época poco transitada por la historias políticas y culturales de la transición democrática: la década de los noventa. Los noventa fueron decisivos para la consolidación de las corrientes sociales dominantes en España desde 1978, pero no han sido abordados con la misma intensidad teórica y práctica que los años inmediatamente posteriores a la muerte de Franco o la década de la crisis (2008-2018). Para llevar a cabo la tarea de entender una época ambigua y difícil de clasificar, el libro pone en juego observaciones y experiencias cotidianas de aquellos años, así como herramientas teóricas y críticas propias de la filosofía, la estética, la crítica cultural y la teoría política.No podemos comprender el ciclo democrático español y la idea de modernidad que propone sin esclarecer acontecimientos y nudos de sentido como la inauguración de la Expo de Sevilla, los Juegos de Barcelona, el hallazgo de los cuerpos de Miriam, Toni y Desirée, la irrupción del primer Aznar o la importancia del conflicto vasco para la estructura de sentimiento de una España que, una vez modernizada, tiene que seguir construyendo su propio relato democrático.

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Información

Año
2018
ISBN
9788446046301
Categoría
History
CAPÍTULO I
Las imágenes constituyentes
Casi nadie duda de que la transición produjo un relato exitoso de España. Primero porque obtuvo el consentimiento de una gran mayoría de españoles, pero también porque fue, y sigue siendo, el relato de un éxito. No es sencillo convertir el largo y contradictorio proceso de salida de la dictadura en una historia triunfante de modernización y homologación de España con los países de su entorno. La transición lo consiguió.
Sin embargo, ningún país se moderniza de la noche a la mañana, por mucha voluntad que pongan sus gobernantes o por esmerados que sean, que lo fueron, los esfuerzos de sus habitantes por dejar atrás la pesadilla. Por más que se hable de la transición casi como de un sujeto automático, sigue siendo necesario y posible contemplarla como un proceso cuyo resultado en absoluto era predecible. No existen férreas leyes de la historia prestas a ser interpretadas por la vanguardia del partido, y en esto el partido de la transición tampoco es una excepción. La manera más asequible de comprender esto sigue siendo el hecho de que el relato oficial no siempre estuvo ahí. No es natural. Fue construido y configurado de manera problemática. Dejó huellas de una cosa y de la contraria, funcionó de manera desigual en los diferentes territorios y franjas de edad y no se hizo cargo, como si tal cosa fuera posible, de la totalidad del proceso.
Parece claro que la transición desarrolló su propia «estructura de sentimiento», un entramado de experiencias, de prácticas, afectos y formas de conciencia. Como dice Raymond Williams, se trata de un conjunto de valores, horizontes de vida y significados tal como los sentimos y vivimos activamente. Las estructuras de sentimiento de la transición se conforman en torno a numerosos factores, a veces difícilmente conjugables: la estabilidad, la ilusión, el miedo, la liberación de la sensación de tutela, etc. ¿Cómo se conforman y diseminan estos significados? Sin duda, la prensa desempeña una función central, pero no es suficiente. Hace falta una política de las imágenes que trascienda las versiones oficiales y haga el camino de arriba abajo, pero también de abajo arriba. Igualmente, las imágenes y los relatos que nos constituyen no se dan solamente en la esfera pública. El éxito del proceso depende de igual manera de su capacidad para enlazar con anhelos y sentidos construidos en otros espacios y tiempos de socialización, desde la familia hasta la pareja, pasando por los veranos en el pueblo y las vacaciones de Navidad. Solo así los contenidos políticos, los relatos y los discursos, así como las imágenes, pueden encarnar y difundir eficazmente cierta manera de hacer y de sentir el trabajo, la familia o el futuro. No hace falta leer a Lacan o sumergirse en la Escuela de Essex para darse cuenta de que lo que se pone en juego aquí no es la existencia de medios de propaganda masiva, de mentiras públicas, malentendidos interesados o posverdades. En toda sociedad avanzada hay factores de control de las opiniones, formales e informales, pero creo que acercándonos a las últimas páginas de la obra de Javier Cercas Anatomía de un instante podemos comprobar que se trata de otra cosa.
Cercas describe al final de su libro sobre Suárez (pues al final nos confirma lo que intuíamos, que solo Suárez dota de sentido a la narrativa del 23-F) una conversación con su padre enfermo. Han pasado los años y ha perdido energía e interés en la política. Cuando Cercas le pregunta algo tan aparentemente anecdótico como «¿por qué confiasteis en Suárez?» ocurre esto:
Intentando en vano retreparse en su sillón me miró con los ojos desencajados y movió sus manos esqueléticas con nerviosismo, casi con furia, como si ese arrebato fuera a devolverle por un momento el mando de la familia o a devolverme a la adolescencia, como si lleváramos toda la vida enredados en una discusión sin sentido y se hubiera presentado por fin la ocasión de zanjarla. «Porque era como nosotros», dijo con la voz que le quedaba. Iba a preguntarle qué quería decir con eso cuando añadió: «Era de pueblo, había sido de Falange, había sido de Acción Católica, no iba a hacer nada malo, lo entiendes, ¿no?»
Lo entendí. Creo que esta vez lo entendí. Y por eso unos meses más tarde, cuando su muerte y la resurrección de Adolfo Suárez en los periódicos formaron una última simetría, la última figura de esta historia, yo no pude evitar preguntarme si había empezado a escribir este libro no para intentar entender a Adolfo Suárez o un gesto de Adolfo Suárez, sino para intentar entender a mi padre[1].
La relación entre Suárez y el sentido común de una parte importante de aquella España no se deja leer en términos de manipulación y ceguera. Hay algo más. Unos dirán que no se parecía a España, pero que obtuvo su consentimiento. Otros que en el fondo Suárez es el síntoma de que muchas cosas permanecieron intactas en el tránsito de la dictadura a la democracia. La mayoría pensarán que quizá simplemente fuera un buen político o uno que le hacía falta al país. Por último, habrá personas que sientan que Suárez fue el freno de mano para evitar cambios que, desgraciadamente, nunca llegaron a ocurrir. En mi opinión, lo que el padre de Cercas dice constituye una imagen de la transición. No es una fotografía o un retrato, sino una anécdota, pero articula de manera muy elocuente un número importante de sentimientos, de miedos y de expectativas. Es un montaje palabras-imagen, como algunas fotografías del siglo XIX o los primeros fotomontajes surrealistas. Es una imagen compuesta de discursos sobre la realidad.
Suele decirse que una imagen vale más que mil palabras. Sin embargo, el tópico no dice nada de esas mil palabras. ¿Acaso todos los conjuntos de mil palabras son iguales? Tampoco nos dice, y pienso que esta es la clave, que el significado de una imagen está necesariamente determinado por los discursos que la rodean. Puede que algunas imágenes valgan más que mil palabras, pero eso no las vuelve inmediatamente transparentes o ajenas al lenguaje. Todo lo contrario, las imágenes más relevantes de nuestra vida suelen venir acompañadas de una écfrasis o descripción verbal. Una imagen dice algo más de lo que muestra a simple vista y muestra más de lo que hace aparecer. No hay imagen sin palabras. La imagen de un soldado en el frente emite un discurso sobre la realidad u otro en función de numerosas variables estéticas, sociales y políticas. Puede llamar a la batalla o rechazarla. Puede legitimar una intervención militar o reprobarla. La fotografía tiene una dimensión ética, no solo documental. Tiene una dimensión productiva, no meramente probatoria o reproductiva[2]. Su significado no es unilateral o pasivo: las imágenes producen textos y alteran mundos, además de reproducirlos. William Hogarth lo sabía mucho antes de que esta idea fuera alegremente tachada de «posmoderna»:
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En su The Battle of the Pictures de 1743, Hogarth lleva a cabo una sátira de su tiempo: critica la lógica de las casas de subastas, que representa con una grieta en la fachada, a mano izquierda, de la que salen numerosas imágenes, algunas caracterizables como «obras maestras» de todos los tiempos reducidas a su valor de cambio. Más aún, pone de manifiesto la importancia social de las imágenes y de lo que son capaces de construir: representaciones de lo que es colectivamente valioso, deseable, de lo que orienta las vidas de muchísimas personas y fija su lugar en la sociedad. Por último, plantea una reflexión sobre la relación entre el original y sus copias, un tema que, como veremos, apunta originariamente a Platón.
Por ejemplo, esta imagen de la visita de Andy Warhol no solo dice que Warhol está en España. También dice algo de España. Muestra ciertos motivos decorativos en las paredes, un lienzo en el salón de una casa española, una cierta manera de adaptarse a las costumbres españolas y una cierta silla en la que se sientan Warhol y Ana García Obregón, entre otras muchas cosas. Dice algo sobre por y para qué Warhol ha viajado hasta aquí, sobre a qué España ha viajado y qué le interesaba de ella —además de hacer negocios. Que viajara a Toledo o al Valle de los Caídos dice algo sobre qué significaba España en la cultura de la época[3]. Esto está y no está en la imagen. Cuando hablamos de imágenes, por tanto, nos referimos a conjuntos de palabras-imágenes en sentido amplio, no solamente a las crónicas de la época, a los retratos de personas o a las fotografías de sucesos, personas u objetos. Toda écfrasis es especulativa en tanto que dibuja una imagen que solamente existe en el texto. Ambas imágenes, la visual y la verbal, se relacionan entre sí, coexisten, se tensan, se condicionan: no hay, como dice Mitchell, culturas puramente visuales y culturas puramente verbales. Tampoco hay imágenes puramente reproductivas. En todas ponemos algo y todas nos ponen algo.
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El texto-imagen tiene una fuerte carga de reordenación, apertura e interpretación de la realidad. También de construcción del observador. Con la configuración de la realidad se configura el observador. Sería un error dar por sentado que el observador permanece inalterado y que solo la realidad es cambiante: «un observador es, sobre todo, alguien que ve dentro de un conjunto determinado de posibilidades, que se halla inscrito en un sistema de convenciones y limitaciones»[4]. Lo interesante de la imagen que propone Cercas es que dice una verdad colectiva sobre todos nosotros. Suárez no era un hombre brillante, pero hizo sentir seguras a muchas personas. Al fin y al cabo «no iba a hacer nada malo», algo que mucha gente firmaría de cualquier político del presente. Pero el paso también deja ver las grietas de esa misma verdad: no es tanto que Suárez resultara familiar y de confianza para el tipo medio español, sino que construyó los sentimientos políticos de confianza y de familiaridad. Lo hizo, naturalmente, a su imagen y semejanza. A esto se le puede llamar hegemonía (término que tiendo a evitar porque no forma parte de mi tradición teórica y por el abuso del mismo que se hace en los debates contemporáneos), pero también se le puede llamar educación sentimental, estructura de sentimiento, religión cotidiana, régimen de identificación o incluso poder existencial, según se piense desde un lugar u otro: Burke, Lebon, Benjamin, Gramsci, Pasolini, Debord, Raymond Williams, etc. La hegemonía tiene que ver con la manera en que se construye nuestro sentido común (nuestros «actos reflejos» de pensamiento y de sentimiento, nuestra reacción inmediata ante una noticia, una conversación o una situación social) y con las conexiones casi imperceptibles que establecemos entre las sensaciones que nos ofrecen las diferentes cosas que escuchamos, vemos y experimentamos en nuestra vida cotidiana. Una estructura de sentimiento es capacidad de producir y adaptar una idea o un relato capaz de reunir a la mayor parte de una comunidad política; o lo que es igual, se dirime en su habilidad y capacidad para determinar las reglas del juego (el sentido común), de tal manera que si alguien quiere disputar cualquier terreno político tiene la obligación de cumplir con ciertos estándares y hablar un lenguaje que puede denominarse, en ese sentido, hegemónico.
Suárez, por tanto, no era de confianza. Era la confianza que él mismo había construido, y mientras fuera hegemónico quien quisiera ser de confianza tenía la obligación de parecerse a él, de hablar en sus términos, de participar de su repertorio de gestos y afectos. Representaba la confianza porque portaba la voz de la confianza (era su re-presentante), pero también porque la dibujaba y la definía (era su re-presentación). La política de las imágenes tiene que ver con esto, con cómo se construye el horizonte de sentidos, sentimientos y sensaciones que orienta nuestras vidas cada mañana y, por qué no, la orientación de nuestro voto.
Es fácil imaginarse dos reacciones a este propósito. La primera en términos de verdad y falsedad: la confianza es algo natural, no un constructo. No puede ser cierto que Suárez fuera de confianza y que no lo fuera, luego fue una mentira. Nos mintió con apoyo de los medios, nos dijo que haría esto o lo otro, nos engañó con sus promesas, como todos los políticos de entonces, ahora y siempre. La segunda se da en términos de racionalidad e irracionalidad: los sentimientos no desempeñan ninguna función constructiva en política. Es impropio de una democracia y de un país maduro que la gente se rija por sus sentimientos. Quien apela a los sentimientos engaña a sus votantes, los manipula. Quien se deja llevar por la ira, el miedo o la esperanza traiciona de alguna manera los valores de la racionalidad y la templanza, y con ello falla a su país. Ambas respuestas son falsas, y sin embargo configuran aún hoy parte del discurso que leemos, escuchamos y vemos en nuestros días.
La primera reacción tiende hacia la teoría del marketing: «X es un producto de marketing, luego es falso». Esta teoría es falsa porque omite de manera flagrante la configuración de la sociedad civil y la esfera pública modernas, radicalmente atravesadas por el interés privado, el mercado, la empresa individual y colectiva, etcétera; aspectos todos ellos impensables sin medios de comunicación de algún tipo. Desde este punto de vista, quien defiende que X es un producto de marketing bien es un sujeto privilegiado, cuyo punto de vista está más allá del desarrollo social e histórico, o bien es un ingenuo integral. También está la variante «el problema es que todo se ha vuelto marketing», que constituye una tierra de nadie analítica que reduce el problema a determinar quién es auténtico y quién no, qué es mercancía y qué no. Lástima que este interesante debate reduzca procesos sociales complejos a simples objetos de consumo.
La segunda reacción apela a la teoría del vulgo: «le dicen a la gente lo que quiere oír». Esta semilla está profundamente arraigada en sectores importantes de nuestras sociedades. Hay dos detalles importantes a tener en cuenta: primero, la teoría del vulgo dice poco de la naturaleza de la sociedad, pero bastante acerca del lugar desde donde habla quien la defiende. ¿Acaso decirle a alguien lo que quiere oír sería considerado punible en una entrevista de trabajo o en una primera cita, por acudir a dos entornos de inseguridad personal? Seguramente no. ¿Alguna vez alguien ha criticado a una marca de coches o de champú por «decirle a la gente lo que quiere oír»? Parece que tampoco. Segundo, si nos circunscribimos a la esfera política, ¿no implica la idea de «lo que la gente quiere oír» una opinión peyorativa sobre «la gente»? Según esta teoría, la gente oye, pero no escucha. Se queda con lo primero que recibe y vive en un presente continuo de juicios de valor que arrojan la imagen de una opinión pública silvestre, como si no hubiéramos cambiado un ápice desde épocas en las que las fuentes de opinión estaban restringidas al Estado y a la Iglesia. Históricamente, esta hipótesis es a todas luces falsa. Presupone en «la gente» una ausencia de criterios normativos y de repertorios sociales incompatible con la diversidad y los avances sociales que se atribuyen a la modernización de España, que según el relato oficial es la gran conquista de la transición.
Ninguna de las dos tiene dem...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Citas
  5. Introducción, o sobre por qué escribir un libro más sobre…
  6. I. Las imágenes constituyentes
  7. II. La pérdida de la inocencia
  8. III. Consenso y conflicto como factores democráticos
  9. IV. «Vascos sí, ETA no»
  10. V. Conclusiones. De las banderas de Génova a los dosmiles a destajo
  11. Materiales