De qué hablamos cuando hablamos de marxismo
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De qué hablamos cuando hablamos de marxismo

(Teoría, literatura y realidad histórica)

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De qué hablamos cuando hablamos de marxismo

(Teoría, literatura y realidad histórica)

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¿Qué fantasma recorre hoy Europa? No es desde luego el comunismo -ese "fantasma" del que hablaran Marx y Engels en 1848-, sino el capitalismo neoliberal y sus expectativas plenas de desolación y de ruina el que, de hecho, recorre hoy Europa y el mundo entero.¿Cómo ha conseguido el capitalismo volver invisible su auténtica infraestructura de explotación, permeando de tal modo nuestro inconsciente y hasta nuestra piel? ¿Cómo es que hablamos de la condición humana, de la humana naturaleza, del ser humano ontológico... y no somos capaces de hablar del ser humano producido por el capitalismo? ¿Acaso podemos dar la historia por concluida?De qué hablamos cuando hablamos de marxismo es una tentativa de traducir el lenguaje marxista a la coyuntura actual con el fin de transformarla. A partir de la atenta relectura de la tradición marxista, y recurriendo a un vasto catálogo de obras tanto filosóficas como de la literatura contemporánea, el autor apunta las preguntas que pueden dotar de un sentido a nuestras vidas.

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Información

V. Bertolt Brecht y el poder de la literatura1
I. La formación del personaje y sus primeras obras (Baal, Tambores en la noche, En la jungla de las ciudades y Un hombre es un hombre)
Estoy de acuerdo: Brecht fue ante todo un poeta. Más aún: uno de los mejores poetas de la tradición occidental del siglo xx, ya convertido en clásico de la literatura. No sé si la literatura (en el libro o en el «vivo» de la escena) sigue existiendo aún como referencia inevitable, pero si esa referencia existe, en algún rincón nos tropezaremos inevitablemente con Bertolt Brecht, el llevado desde la Selva Negra a la ciudad, el exiliado casi eterno. Repito que no sé si la literatura (el verso, la novela, el teatro, el ensayo) tiene hoy algún poder, pero resulta indudable que Brecht sí que creyó casi desde niño en ese poder y lo exprimió al máximo, limón a limón y de un texto a otro. Desde luego la literatura (el teatro sobre todo) debería agradecérselo. Si la literatura está ya en el asilo del Zoo o del Parque Jurásico (de cualquier manera un lugar exótico del mercado) no será, desde luego, por culpa de Brecht. Si él no creyó para nada en el valor del mercado capitalista, creyó hasta el extremo en el valor/poder de la literatura. Los que aún la seguimos amando (tratando de disimular nuestra infidelidad cada vez con menos elegancia) también deberíamos estar agradecidos a Brecht. Las líneas que siguen no son más que una muestra de tal gratitud. Solo que Brecht nos mostró hasta qué punto la literatura es «fuerte», si se la sabe cuidar, mimar y transformar: puede transformarnos hasta a nosotros mismos. Ese es su poder y su valor: el de la literatura y el de Brecht.
Confieso, por todo ello, que lo que más me atrae de Brecht es que siempre quisiera divertirnos con la literatura (insisto: hasta transformarnos) y que lo que más me sorprende de Brecht es la manera (sería mejor decir las maneras) con que intentó hacerlo. Un hombre que se propone hacérnoslo «pasar bien» en la vida ya se merece un respeto, obviamente siempre que lo haga desde el interior de ti mismo, desde el respeto a ti mismo. Por supuesto que no se trata de la imagen del «homo ludens», tan querida por los fenomenólogos, de Huizinga a Ortega, ni en consecuencia, la cuestión de la imaginería deportiva (tan al uso en la época, desde el redescubrimiento de los juegos olímpicos o el gentleman deportivo de los británicos: hasta el Estado podría tener un origen deportivo, según la mala interpretación filológica de Ortega)2. Es una evidencia simplísima decir que Hollywood (ese bosque de la felicidad, esa fábrica de sueños) ha intentado siempre divertirnos, lo mismo que la televisión, la radio o el Internet. Salvo que el planteamiento del placer y la diversión en Brecht es completamente distinto. Su planteamiento resulta increíble, y debería sorprendernos si fuéramos francos: atreverse a divertirnos a través de la inteligencia crítica es algo anormal en su época y en todas las épocas. Pero insistir, como hizo él, en que esa inteligencia crítica tenía que pasar obligatoriamente a través del placer del cuerpo –porque se piensa con el cuerpo– eso no es solo anormal, eso es una verdadera revolución, una verdadera transformación de la escritura. Puesto que el placer, la diversión de Brecht, radica precisamente ahí: hacer un mundo habitable y transformable. No resulta extraño así que la obsesión de Brecht por el público o por el espectador fuera continua a lo largo de su vida. Mucho menos debería resultarnos extraño que todas las polémicas en torno a Brecht –cuando Brecht aún era igualmente una referencia imprescindible, de un modo u otro– se centraran casi siempre en la relación de sus textos con el público, esto es, el problema del distanciamiento (el famoso Efecto V), el problema de la «epicidad teatral», etcétera.
«Me aburro, pero puedo leer», nos dice inesperadamente el joven Brecht. Pero quizá no tan inesperadamente. Para hablar de la diversión o del placer como clave última del proyecto brechtiano, habría que partir, por tanto, de su relación inversa, es decir, de la noción de «aburrimiento». El «ennui», el «spleen», la «noia», no son términos que aparezcan porque sí desde mediados del xix hasta mediados del xx. Son el síntoma básico del capitalismo industrial para los habitantes de las grandes ciudades europeas: el problema que irradiará desde el malditismo poético (y por supuesto vital) y que se irá difuminando como bruma entre la cotidianidad de todas las capas medias, burguesas y pequeñoburguesas. Lo que podríamos denominar también como el problema de la individuación en la cotidianidad laica del trabajo del empleado urbano, del funcionario de la ciudad. Quizá Madame Bovary fuera el símbolo máximo de ese aburrimiento en la provincia; quizá El hombre sin atributos fuera el símbolo máximo de ese aburrimiento en la gran ciudad. Quizá Bloom y su mujer condensen todo este humo, y mejor que nadie, en el Ulysses de Joyce. El «flâneur» observa a las masas, el nuevo término creado para simbolizar el aburrimiento anónimo, la difuminación de rostros, la nueva individuación no-singularizada. Pero mucho ojo aquí porque hay más síntomas aún: en ese nuevo término –las masas–, la singularidad de Kant y lo particular de Hegel (las dos formas básicas de la individuación burguesa) han desaparecido, están borrando sus contornos. Claro que ni los campesinos pobres saben lo que es el aburrimiento ni la creciente proletarización industrial puede aburrirse: sencillamente no tienen tiempo. Pero el burgués o el pequeñoburgués sí tienen tiempo, incluso para ir al teatro. Como llega cansado y semiinconsciente, lo único que desea ese público –señala Brecht– es que lo hipnoticen: la droga del teatro o el ritual de la ópera. Las drogas o la versión hipnótica del psiquismo estaban de moda: era una forma de reivindicar la nueva individuación anónima, una desesperada alternativa por alcanzar el yo. No era aún la fuerza magnífica de la televisión o de la cocaína y la heroína (sí para los ricos: véase Scott Fitzgerald), pero cualquier tipo de hipnosis y de droga comenzaba ya a ser necesaria en una sociedad laica sin objetividad. A esta necesidad de drogadicción se habían referido años antes los neohegelianos al hablar de la religión como «opio del pueblo» (la frase es muy anterior al joven Marx y no hay por qué achacársela). El problema no radicaría tanto, por consiguiente, en un ataque a la religión en estricto, sino que el problema se concentraba en torno a la aparición, apenas sin perfiles, de la nueva individualidad laica: ¿dónde encontrar la objetividad, el sentido pleno del mundo que la religión ofrecía para las sociedades tardo-feudales, y que ahora estaba desapareciendo? Esa figura sin perfiles era como la hoja del cuchillo en el agua fría: peligroso y sin consuelo, este mundo solo ofrecía el aliciente del «cruel tanto por ciento». Un mundo sin-sentido es un aburrimiento. De ahí la religión del arte de los románticos y (cuando el arte pierde aura) la necesidad de las vanguardias artísticas: los artistas (o los intelectuales: otro nombre recién inventado tras el caso Dreyfus) también tienen tiempo de sobra para aburrirse en el mundo y autodestruirse: la bohemia y las vanguardias son márgenes o explosiones de avanzada porque el arte aún es importante. Brecht comienza como bohemio y como vanguardista –y no lo olvidará nunca– pero se aburre con el arte y la literatura, y sobre todo se aburre en el teatro (con la ópera o con los clásicos). Quizá por eso nos dice que cerraría los teatros por motivos artísticos. Quizá por eso admira a Chaplin: su habilidad para conectar con la crueldad del público aburrido. Nos lo señala varias veces en sus Escritos sobre teatro. El aburrimiento se convierte así en una categoría teatral y vital que va a resultar decisiva en Brecht. Quizás solo le diviertan el cabaret y las farsas circenses o las canciones que él mismo compone y canta con su guitarra. Por eso solo tiene un ídolo: Wedekind, el autor de Lulú, que también canta y rasguea la guitarra con un pleno cinismo moral. Todos los textos de Brecht comienzan quizás ahí: en esta lucha contra el aburrimiento. Enseguida veremos cómo esta lucha va a ir adquiriendo perfiles agudísimos. Solo que hablar de religión y drogas en Brecht alcanza quizás niveles muy subjetivos. Hijo de un católico y de una protestante evangelista (la que lo llevó en el vientre desde la Selva Negra a la ciudad, según su célebre poema), estudia desde niño con Los Descalzos, incluso recibe la confirmación, esto es, va a conocer La Biblia desde muy pronto y dirá luego que es el libro que más ha influido en él. También su madre le lee La Biblia y le lee poesía. Los años de Gimnasium público solo configuran su tendencia hacia el ocio y el aburrirse. En el Instituto bávaro de Enseñanza Media de Ausgburgo irá conociendo a varios amigos y a algún profesor que le dejarán huella, sobre todo al también joven estudiante Caspar Neher, ya pintor y dibujante (y luego su escenógrafo favorito) a partir de 1911. En la revista escolar Die Ernte aparecen diversos textos y poemas suyos, y su primer drama, titulado precisamente La Biblia, en 1914. Lee a los malditos, sobre todo a Verlaine y Rimbaud y los recomienda a todos sus compañeros. El ennui vital y el cinismo le llevan incluso a imitarlos en una canción que termina con una «meada» como el famoso poema de Rimbaud. Su padre le llamará «poetilla» desde muy pronto, pero su madre se da cuenta de que «es distinto a nosotros», y le separa de la habitación que compartía con Walter, su hermano menor simétricamente inverso a Brecht (era un hermano ordenado y limpio). La madre le prepara una habitación para él solo en el ático que la familia tenía derecho a usar. Muy pronto aquel ático será para Brecht y sus amigos un trozo de vida fuera de la vida. Ya habían formado un club de ajedrez, pero en el ático comienzan a forjarse una idea distinta del mundo: tienen su mundo. Leen, escriben, cantan y hacen incursiones nocturnas por las calles de Ausgburgo con el famoso farol que Brecht llevaba junto a aquella guitarra que apenas sabía tocar, acabando siempre en tabernas y borracheras. Es curioso que en la canción del farol Brecht se llame a sí mismo Brecht, mientras que hasta entonces todas las cosas que había publicado las había firmado como Bertold Eugen (él se llamaba, en efecto, Eugen Bertold). Muy pronto en el ático también aparecerán las chicas. Brecht tuvo desde siempre un gran éxito con las mujeres y su primera relación sexual plena la realizó con 17 años3. No sin miedo. El propio Brecht nos cuenta cómo una prostituta le aconsejó la mejor manera de hacerlo con una chica «normal». Evidentemente la precocidad de Brecht fue también anormal en esto, si nos fijamos en las costumbres de la época. Lógicamente sus amigos se contentaban apenas con un beso, pero él ya lo quería todo. No tenía escrúpulos en quitarle la novia a los amigos ni en dejar a las chicas cuando ya no le interesaban: quería creer en la carencia de sentimentalismo, según el cinismo de Wedekind y de los malditos. Sería un difícil aprendizaje, que no llegaría a alcanzar jamás. Se iba construyendo a sí mismo como el personaje Brecht que nunca supo muy bien quién quería ser, y así este personaje variará mil veces de cara –por lo menos a nivel privado–. De estos años de aprendizaje, de construcción del personaje propio, nace por supuesto su obsesión por la construcción del personaje en el teatro: ese martilleo, una y otra vez, sobre el comportamiento de los actores, sobre el funcionamiento minucioso de la escena, tal como se puede percibir en los Escritos y tal como culminará en los Modelos de representación. Brecht no sabe si está drogándose de vida, en esta primera etapa precoz, pero sí sabe que a su madre no le gusta esa vida, que se ha alejado de su madre y que ella está enferma y que se pasa el día prácticamente drogada de morfina. No hemos hablado de la droga en broma: era algo que Brecht soportaba difícilmente. En el poema que dedicará a la madre para su entierro (e incluso en Baal) aparece la primera contradicción del personaje Brecht: la conciencia de culpa. Hemos hablado de sociedades «laicas», pero como indicábamos también, eso no supone que la religión hubiera desaparecido. Supone solo que ya no es pública sino privada, que se ha introducido en la conciencia de cada uno. El alejamiento de la madre (y de la religión) no solo provoca conciencia de culpa en Brecht, sino que enseguida le llevará a hablar con elogio del psicoanálisis (luego también hablará mal de él) quizás como una terapia aliviadora de esa mala conciencia, o quizás como intento de descubrimiento de sí mismo. Pues Brecht, también en esta etapa, nos dice que su deseo es sobre todo enseñar a la gente a saber cómo es: una imagen que igualmente perdurará siempre en él. La precocidad literaria, sexual, vital e incluso moral en esta etapa de aprendizaje del joven Brecht resulta, insisto, asombrosa: si él no es guapo, nos dice, ¿por qué ese éxito con las chicas?; si él se aburre ¿por qué ese éxito literario contra el aburrimiento? La vida es la única droga y él está dispuesto a abarcarla por completo. Para ello es necesario el distanciamiento respecto a la vida establecida. Separarse de las normas, comprenderlas como convenciones estúpidas. La imagen de la «estupidez» aparece mucho en el joven Brecht, así como la imagen del «idealismo». Al principio el idealismo es un término positivo, como describe a su amigo Neher, que ya se ha incorporado como voluntario al frente. La guerra, como veremos a continuación, y sobre todo la posguerra, van a ser algo decisivo para este joven Brecht, obviamente como para tantos alemanes y europeos de la época. Brecht, todavía en el instituto (no es alistado por una leve dolencia cardiaca) se ve actuando en la guerra de algún modo como vigía aéreo en una torre y escribe textos y poemas patrióticos sobre la gran Alemania y sobre Alemania y Dios. Pero su entusiasmo guerrero y nacionalista es mínimo. El primer escándalo literario de Brecht, como quizá se sepa, se produce en el Instituto a propósito de un comentario del texto de Horacio Pro patria mori. ¿Cómo va a ser bueno ni maravilloso, comenta Brecht, morir por la patria ni por nada, sobre todo cuando se es joven, a quién se le ocurrió semejante estupidez? Estuvo a punto de ser expulsado aunque el viejo profesor de latín (casi todos los profesores más jóvenes, igual que los alumnos mayores, estaban en el frente) solo le acusó de desprecio a los clásicos. Otros profesores, en especial un cura, le ayudaron: es lógico que los jóvenes se rebelen contra los clásicos, etc. Pero quizá aquí comienza a vislumbrarse una cuestión que va a seguir siendo decisiva en Brecht. Esta cuestión: el idealismo de los «slogans», su vacuidad, va a empezar a cobrar importancia. Pro patria mori es un lema estúpido, pero surte espléndidos efectos. Ese doble filo del slogan –su vacuidad y sus efectos– Brecht lo va a aprender muy pronto y lo empleará luego en todo su teatro (quizá por la necesidad de contrarrestar la vacuidad de los lemas nazis). Incluso en la residencia de estudiantes de la Universidad de Múnich, Brecht se hizo famoso por los slogans que colocaba en la puerta de su habitación. Por ejemplo: «un idiota pobre es un idiota; un idiota rico es un rico». El idealismo se ha tachado para siempre. Antes le había escrito a Neher, al frente, que para pintar debe leer a Zola, pues el naturalismo es la clave de nuestro tiempo. Aderezado con un grano de idealismo se convierte en arte… El «idealismo» era aún, ahí, algo positivo, repito. Tras el comentario de Horacio y tras las imitaciones de Wedekind, el idealismo desaparece. Brecht dirá luego que en esa época –la de Wedekind– había alcanzado ya una especie de «materialismo primitivo».
Pero no olvidemos esos nombres que acaban de aparecernos: Zola y el Naturalismo. Si Brecht está obsesionado por el hambre de vida, drogado por ella, necesita también conocer la vida. Por eso habla de Zola y por eso hablará enseguida de nuestra «época científica» (en vez de hablar de la decadencia de Occidente). Pero el hambre de vida –los malditos– y la necesidad de conocerla (Zola y la era científica no son signos solo de la necesidad de conocer la naturaleza; suponen, para Brecht, también una derivación del amor romántico a la naturaleza) no se explican sin el «tercero del triple»: Schopenhauer –y de inmediato Nietzsche–. Cuando Brecht ejerce un verano como preceptor de niños en una casa de campo, uno de estos niños nos contará luego que Brecht jamás dejaba de pasear sin su Schopenhauer bajo el brazo. ¿Brecht o el pesimista? ¿Brecht o la voluntad? Evidentemente el problema del pesimismo de Schopenhauer se enraíza de modo directo en la temática del spleen o del ennui, es el verdadero sustrato de la problemática del aburrimiento. El mundo como voluntad y representación continúa siendo un libro que hace estragos en silencio, puesto que la voluntad es inútil y el mundo supone solo una representación huera. Y más para un hombre impelido ya obsesivamente hacia el teatro: si el mundo es representación hay que representarlo de otra manera; y por supuesto hay que aplicar la voluntad si se intenta llenar de sentido a esa representación. Pues hablar de voluntad implica, como es obvio, hablar una vez más de aquel intento kantiano de legitimar una moral «laica», algo, decimos, que parece hacerse preciso por encima de cualquier otra cosa. Solo que hablar de representación implica también (para este joven Brecht) plantearse una concepción global del mundo de la que aún carece, tanto subjetiva como objetivamente. Y esto es básico, dado que lo que se está poniendo en duda ahora es precisamente la objetividad global del mundo, el propio sentido de la vida. Y si esto es así, entonces ¿cómo representar la vida? Es en medio de toda esta serie de preguntas como se fragua Baal en el taller de Brecht. Estamos en marzo de 1918 y Brecht le escribe de nuevo a su amigo Caspar Neher una carta que hoy se considera como quizás el acta de nacimiento del teatro brechtiano: «Quiero escribir una obra sobre François Villon…». No deja de ser curioso que su amigo del alma, Neher, no supiera quién era F. Villon, lo que quizás indica que Brecht también lo acababa de descubrir, aunque por supuesto ya nunca lo va a abandonar, robándole continuamente canciones y baladas. Pero a Baal aún le falta una flecha que atraviese el blanco por el centro: la flecha expresionista y/o dadaista. Si las vanguardias fueron, ante todo, la autocrítica del arte sobre el arte, si Dada era, acaso, la negación expansiva del grito, el expresionismo suponía el voluntarismo absoluto sobre el mundo. El expresionismo estaba en la atmósfera, claro, pero Brecht había asistido a un seminario sobre el expresionismo impartido por el profesor Kutscher. Para Brecht, no lo olvidemos, era siempre un placer comprender o conocer las cosas, algo necesario pero también un goce, como no se cansará de repetir. Quiere conocer de verdad «de qué va» el expresionismo. Entre los participantes en el seminario se halla Hans Johst, que el 30 de marzo de 1918 estrena su obra Grabbe el solitario. Brecht asiste al estreno y se indigna. No puede soportar cosas como «Yo soy el mundo» y otras por el estilo. Desde entonces no dejará de pensar en el expresionismo como mero voluntarismo ...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Introducción con algunas preguntas
  5. I. Pensar desde la explotación
  6. II. Sobre el inconsciente ideológico y la radical historicidad de la literatura
  7. Sobre el pensamiento marxista
  8. Nota introductoria
  9. III. Marx. El «Manifiesto» y el pensamiento marxista
  10. IV. Althusser. «Blow-up» (las líneas maestras de un pensamiento distinto)
  11. V. Bertolt Brecht y el poder de la literatura
  12. Epílogo
  13. Otros títulos publicados