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Exiliados y expatriados en la historia del conocimiento de Europa y las Américas, 1500-2000

  1. 256 páginas
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Exiliados y expatriados en la historia del conocimiento de Europa y las Américas, 1500-2000

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En este estudio, el prestigioso historiador Peter Burke analiza, con una visión de largo recorrido de extraordinaria erudición, la contribución que exiliados y expatriados han hecho a la historia intelectual y cultural de Occidente. Para el autor, el primer y más obvio aporte de esta cultura en movimiento ha sido evitar el anquilosamiento y regionalismo del conocimiento. El encuentro entre eruditos de diferentes culturas ha sido, históricamente, una forma de educación y conocimiento para ambas partes, exponiéndolas a oportunidades de investigación y formas alternativas de pensar. Así, la desprovincialización fue en parte el resultado de la mediación, ya que muchos emigrados ejercieron de transmisores de su cultura materna en su ""tierra de acogida"", y viceversa. De igual forma, la distancia y desapego con que a veces los exiliados veían sus culturas nativa y de acogida les otorgaban ventaja a la hora de analizar e identificar cambios y transformaciones que sus colegas no identificaban. Al mismo tiempo, el compromiso y adopción de dos formas diferentes de pensamiento, uno asociado al exilio y el otro a su tierra de acogida, en ocasiones confluyó en una hibridación creativa, como fue el caso, por ejemplo, de la teoría alemana y el empirismo angloamericano.Brillante, erudito e iluminador, este libro nos aproxima al fenómeno cultural del exilio y la migración. En un mundo que cada día condiciona más los movimientos de personas, no puede ser más necesario conocer qué estamos dispuesto a perder con el cierre de nuestras fronteras.

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Información

Año
2018
ISBN
9788446044628
V
EL GRAN ÉXODO
REVOLUCIÓN Y EXILIO
La mayoría de los exiliados de la Edad Moderna fueron exiliados religiosos, pero después de 1789 la historia está plagada de exiliados políticos y de víctimas de limpieza étnica. Tras la Revolución francesa y, sobre todo, después de los años del Terror (1793-1794) quienes se oponían al nuevo régimen abandonaron Francia. Fueron unos ciento ochenta mil en total los que cruzaron las fronteras para llegar a Colmar, Bruselas y Londres. Por entonces se empezó a utilizar el término émigré regularmente, no solo en francés sino asimismo en otros idiomas.
Este enorme grupo contaba con algunos intelectuales destacados, como por ejemplo el Vizconde Bonald, que se mudó a Heidelberg; Chateaubriand, que eligió Londres (y vivió durante un tiempo en una buhardilla de Holborn); Madame de Stäel, que se estableció en Suiza primero y en Inglaterra después; o Joseph de Maistre, que se refugió en Lausana, Cagliari y San Petersburgo. Como suele ocurrir, la circulación de estos émigrés supuso una circulación de ideas y, al menos para algunos de los miembros del grupo, el exilio fue una época de formación, ya que vieron la diversidad de Europa, de Irlanda a Rusia, y acabaron escribiendo un estante entero de libros de viajes. Si el impacto que ejercieron sobre sus anfitriones no es tan obvio, puede deberse a que, por entonces, la cultura francesa era muy conocida en el extranjero[1].
El caso de Polonia es diferente. Tras 1789 y 1793, la siguiente fecha más significativa de la historia de las diásporas europeas es 1830-1831, cuando los rusos sofocaron la revuelta polaca contra su gobierno. Es lo que los polacos llaman la «Gran Emigración» (Wielka Emigracja), ya que más de setenta mil personas dejaron el país para asentarse sobre todo en París. Entre ellos hay que mencionar a Frédéric Chopin, Adam Mickiewicz y Joachim Lelewel. Mickiewicz, un poeta ya conocido, se hizo periodista y más tarde dio clases en el Collège de France, donde el gobierno francés creó un puesto para él como profesor de lenguas y literatura eslavas. El historiador Lelewel no tuvo tanta suerte. En 1833, le ordenaron salir de París debido a sus actividades políticas y se fue a Bélgica, donde vivió casi treinta años. Tanto Lelewel como Mickiewicz actuaron como embajadores de la cultura polaca, Mickiewicz en sus clases y a través de cinco volúmenes que publicó posteriormente y Lelewel gracias a una historia de Polonia que se publicó en francés en 1844. En cierta ocasión, Fernand Braudel explicó que había sido recibido con más calidez que su dotado colega polaco Witold Kula, porque tenía un «altavoz francés» que comunicaba mejor que su equivalente polaco. Por su parte, París proporcionó a los rebeldes polacos de la Gran Emigración la lengua, las editoriales y otros elementos que precisaban para difundir sus ideas por Europa[2].
El año 1848 constituye la siguiente fecha importante en la historia de los exiliados europeos, pues fue el de la «Primavera de las Naciones» o revoluciones en Francia, los Estados alemanes, el Imperio de los Habsburgo y otros lugares. Debido al fracaso de las revoluciones de ese año, una diáspora de centroeuropeos se diseminó por todo el mundo. Algunos se establecieron en Estados Unidos, otros en Sudamérica (en Brasil, por ejemplo, y en Chile), pero la mayoría permanecieron en lugares más pacíficos de Europa misma, en Zúrich, por ejemplo, Bruselas y, sobre todo, Londres (donde en esos años hubo un barrio denominado «Little Germany» («Pequeña Alemania»). De hecho, el Londres de entonces se describía como «la capital europea de los refugiados»[3].
Karl Marx, el exiliado londinense más conocido, se estableció en esa ciudad tras sus años en París, pero hubo más intelectuales revolucionarios que tomaron la misma decisión, como Louis Blanc, que escribió libros sobre historia francesa basándose en las investigaciones que realizara en el Museo Británico. El orientalista Theodor Goldstücker fue nombrado profesor de sánscrito del University College en 1852; Friedrich Althaus tradujo a Carlyle y acabó siendo profesor de alemán, también en el University College; el historiador del arte Gottfried Kinkel llegó a Inglaterra tras haber huido de la prisión de Spandau y fue docente en el University College y también en el Bedford College para mujeres antes de trasladarse a Zúrich; el húngaro Gustav Zerffi (antiguo secretario del líder nacionalista Lajos Kossuth) dio clases en el National Art Training School de South Kensington[4].
El papel de estos exiliados y otros expatriados como mediadores es evidente, algunos tradujeron a escritores británicos como Carlyle, otros enseñaron a los ingleses la nueva metodología alemana para el estudio de la historia del arte. Uno de los ejemplos más conocidos del campo de las ciencias naturales es el de August Wilhelm von Hof­mann, un químico a quien el príncipe Alberto nombró director del nuevo Royal College of Chemistry de Londres en 1845. Hofmann se quedó veinte años en el país y difundió el conocimiento de los métodos científicos alemanes, publicando una descripción en inglés de los laboratorios de química de Bonn y Berlín. El italiano Antonio Panizzi, un antiguo revolucionario, se convirtió en el bibliotecario principal del Museo Británico, donde se aseguró de que se adquirieran los libros italianos adecuados, de reformar el catálogo, de ayudar a diseñar la nueva sala de lectura y de presionar al gobierno para que invirtiera más dinero en su Biblioteca Nacional[5].
A su vez, los exiliados aprendieron de sus anfitriones. Se ha dicho, por ejemplo, que «fue la historia francesa la que llevó a Marx a reflexionar sobre la naturaleza de la revolución, los límites de la reforma política y la importancia de las fuerzas económicas en el proceso de cambio histórico»[6]. Además, los treinta y cuatro años que pasó en Inglaterra le dieron una butaca de platea desde la que contemplar la evolución del capitalismo, la industrialización y el imperialismo en la época de la Gran Exposición Universal de Londres (1851), el «motín» de la India y el levantamiento contra los británicos (1857), el «hambre de algodón» de Lancashire (1861-1865), etcétera.
Tres ejemplos de latinoamericanos en el extranjero confirman la idea de que el exilio es educativo. Andrés Bello fue enviado a Londres por Simón Bolívar en 1810, con la misión de recaudar fondos para su movimiento de independencia, y vivió allí diecinueve años. En esos años, como bien sugieren los títulos de sus publicaciones (Biblioteca Americana, Repertorio Americano), llegó a pensar en Sudamérica en términos de conjunto, sin tener en cuenta solo a su propia región (lo que luego sería Venezuela). Los años de Bello en Londres le dieron acceso a las mejores imprentas para difundir sus ideas; una situación muy similar a la de los polacos que llegaron a París después de 1830. Un editor londinense, Rudolf Ackermann, expatriado alemán, decidió abrir librerías en México, Guatemala, Colombia, Argentina y Perú, en las que vendía libros de texto traducidos al español por exiliados residentes en Londres[7].
Se ha dicho del historiador chileno Benjamín Vicuña MacKenna, que pasó la década de 1850 como exiliado en Europa, que sus años en el extranjero «dieron forma a las grandes preguntas que estimularían su labor intelectual en las décadas de 1860 y 1870»[8]. El periodista colombiano José María Torres Caicedo acuñó el término «América Latina» durante los años de su exilio en París y Londres en la década de 1850. Todo parece sugerir que Caicedo tenía que alejarse de esa gran región para verla en su conjunto.
Evidentemente se podría decir mucho más sobre las consecuencias intelectuales de las diásporas de 1789, 1830-1831 y 1848, pero en este capítulo quiero centrarme en dos casos del siglo XX. El primero está relacionado con los intelectuales que abandonaron Rusia tras la Revolución bolchevique. El segundo, más extenso, se refiere a lo que algunos especialistas han descrito como el «Gran Éxodo» de la década de 1930, aunque para los judíos fuera su tercer éxodo y Laura Fermi lo denomine «la Gran Oleada»[9].
LA DIÁSPORA RUSA
1917 es una fecha aún más memorable en la historia de los exiliados que 1685, cuando los protestantes franceses hubieron de elegir entre la expulsión y la conversión. Pero la fecha induce a error, porque solo cuando la guerra civil rusa llegó a su fin, en 1919, los opositores al régimen bolchevique empezaron a huir en gran número. Las estimaciones de la cifra total de refugiados rusos de esos años difieren mucho, hay quien habla de setecientos mil y quien menciona los tres millones[10]. Fueron a los lugares más diversos, «de Paraguay a Manchuria», pero se establecieron sobre todo en Berlín, París y Praga[11].
En estas ciudades, muchos de los refugiados se resistieron a la asimilación, estableciéndose en barrios específicos, como Grenelle y Clignancourt en París, frecuentando cafés populares como el Leon, o Nollendorfplatz en Berlín, editando sus periódicos y fundando sus propias iglesias y escuelas. No era fácil encontrar empleo, y aunque los relatos sobre príncipes rusos convertidos en taxistas de París sean mayoritariamente un mito, existen algunos ejemplos reales[12]. En los primeros años, sobre todo, muchos exiliados tenían la esperanza de que el régimen bolchevique se derrumbara pronto y pudieran volver.
En el caso de los intelectuales el año crucial fue 1922, aunque algunos, como el crítico literario Gleb Struve y los historiadores Elias Bickerman y Abatole Mazour, que habían peleado por los Blancos en la guerra civil, huyeran tras la derrota. Deportaron a más de ciento cincuenta académicos ese año, muchos de ellos en el famoso «barco de los filósofos» que los llevó a Alemania. Entre los filósofos expulsados estaban Nikolai Berdyaev, Semen Frank y Nikolai Lossky, junto a otros académicos como el sociólogo Fyodor Stepun, el biólogo Mikhail Novikov, el téologo George Florov­sky, el economista Sergei Prokopovich y el historiador Aleksandr Kizevetter[13].
Algunos de estos investigadores encontraron empleo como profesores en Sofía y Belgrado, pero el principal centro de inmigración intelectual fue Praga, a la que se conocía como «el Oxford ruso». El gobierno checo invitó a unos setenta profesores a trabajar allí en instituciones de nuevo cuño como la Facultad de Derecho ruso y la Universidad Libre de Ucrania[14]. Tras la invasión de Checoslovaquia por los alemanes en 1939 el grupo se dispersó. Algunos de estos refugiados intelectuales vivieron una existencia de nómadas, trasladándose de ciudad en ciudad por motivos políticos o económicos. El economista Paul A. Baran, por ejemplo, nacido en Ucrania, se fue de lo que pronto se convertiría en la Unión Soviética en 1921 y vivió en Polonia, Alemania, Francia, Inglaterra y, por último, Estados Unidos, donde se dice que fue el único profesor titular marxista de economía (en la Universidad de Stanford). Elias Bickman dejó Rusia y se estableció en Berlín, París, Marsella y Nueva York antes de asentarse definitivamente en Israel. Georg Florovsky, expulsado de Rusia en 1920, vivió en Sofía, Praga, París, Nueva York, Ha...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. Prefacio y agradecimientos
  6. Introducción
  7. I. La vista desde los márgenes o los usos del desplazamiento
  8. II. Una cuestión general
  9. III. Exiliados renacentistas
  10. IV. Tres tipos de expatriados
  11. V. El Gran Éxodo
  12. Epílogo. Un comentario sobre el Brexit
  13. Apéndice. Cien investigadoras en el exilio en la década de 1930
  14. Bibliografía