1. El dialecto berlinés
Hoy quiero hablar con vosotros del morro [Schnauze] berlinés; el llamado große Schnauze es lo primero en que todo el mundo piensa cuando se habla de los berlineses. El berlinés, como dice la gente en Alemania, bueno, pues es el tipo que todo lo hace de forma diferente y mejor que nosotros. Eso si creemos al berlinés. Por eso no aguantan a los berlineses, o eso parece. De todos modos, es bueno tener una capital de la que poder quejarse.
¿Pero es cierto lo del morro berlinés? De ninguna manera. Seguro que cada uno de vosotros conoce montones de historias en las que ese morro se abre de tal manera que en él cabría la Puerta de Brandemburgo. Luego os contaré unas cuantas más que seguro que no conocéis. Pero, si bien lo pensamos, hay muchas cosas que nada tienen que ver con ese große Schnauze. Es muy sencillo: por ejemplo, otras gentes y regiones tienen a mucha gala su particular forma de hablar; es el dialecto, como se llama al lenguaje que se habla en ciudades y zonas. Como digo, tienen a gala esa forma de hablar, están orgullosas de ella y aman a sus poetas, como Reuter, que escribió en el bajo alemán de Mecklenburg; como Hebel, que lo hizo en alemánico; y como Gotthelf, que lo hizo en alemán de Suiza. Y con razón. Pero los berlineses siempre han sido, en lo que toca a su habla berlinesa, más modestos. La verdad es que se han avergonzado bastante de su lenguaje, al menos delante de la gente selecta y de extranjeros. Naturalmente, entre ellos se divierten más con esto. Hacen bromas sobre el ser berlinés tanto como sobre cualquier otra cosa, y de ello hay muchas historias graciosas, por ejemplo esta: un hombre está sentado a la mesa con su mujer y dice: «Vaya, otra vez judías, ya las comamos ayer». Pero su mujer lo corrige y dice: «No se di comamos, sino comimos». Y el hombre le contesta: «Eso lo dirás de ti, no de mí». O la conocida historia del padre que pasea con su hijo por el campo: «¿Cómo se prononcia esta palabra (mariposa), padre?», y el padre le contesta: «No digas “prononcia”, prononciar se prononcia pronunciar».
Y a los berlineses hay que animarlos a reconocer su lenguaje ante los de fuera. En otros tiempos no hacía falta. Hace cien años hubo ya escritores que retrataron tipos berlineses que se harían famosos en toda Alemania. Los más conocidos son los del limpiabotas, la verdulera, el tabernero, el vendedor ambulante y, sobre todo, el famoso haragán Nante. Y si habéis tenido en las manos antiguos ejemplares de alguna revista satírica, quizá hayáis visto a los dos famosos berlineses, de los que uno es muy gordo y bajito, y el otro muy alto y enjuto; los dos hablan de política, y aparecen con diversos nombres: Kielmeier y Strobelweber, Plümecke y Bohnhammel, Meck y Scherbel, y también, sencillamente, Müller y Schulze; y los dos parlotean sobre las cosas más hermosas de Berlín. Pero llegó el año 1870, y con él la fundación del Imperio, y de repente los berlineses se encumbraron y desearon ser más refinados. Solo unos pocos grandes hombres, a los que profesaban un gran respeto, los animaron a seguir usando su dialecto. Sorprendentemente, dos de ellos eran pintores, no escritores, y de ellos se cuentan muchas bonitas historias. El primero, que la mayoría de vosotros no conocéis, es el viejo y famoso Max Liebermann, que todavía vive y al que todo el mundo teme por su tremendo Schnauze. Pero hace pocos años, otro pintor, de nombre Bondy, le leyó la cartilla. En una ocasión charlaban amigablemente los dos sentados uno frente a otro en un café, cuando Liebermann dijo de repente a Bondy: «Usted, Bondy, es un tipo realmente estupendo; si no tuviera unas manos tan asquerosas…». Bondy miró al profesor Liebermann y dijo: «Profesor, tiene usted razón, pero mire, estas manos puedo meterlas en los bolsillos, ¿pero qué hace usted con su cara?». Y el otro gran berlinés, cuyo nombre muchos de vosotros conocéis, y que ha fallecido hace poco, se llama Heinrich Zille. Cuando oía o asistía a una historia particularmente hermosa, no se apresuraba a publicarla, sino que hacía un primoroso dibujo. Estas historias ilustradas se han reunido ahora, tras su muerte; podéis pedirlas y regalarlas, y muchas podéis ya reconocerlas. O quizá no las conozcáis: un padre está sentado a la mesa con sus tres hijos. Toman sopa de fideos, y uno de ellos dice: «Oskar, mira cómo al padre le cuelgan los fideos del morro». Entonces dice el mayor, que se llama Albert: «Gustav, ¿cómo puedes decir que la boca de padre es un morro?». «¡Bah!», dice Gustav, «¡si al viejo le da igual!». Entonces el padre se enfurece, se levanta de golpe y va a buscar el bastón de caña. Y los tres jóvenes, Gustav, Albert y Oskar, se meten debajo de la cama. El padre intenta sacarlos a rastras, pero no lo consigue, y finalmente dice al más joven: «¡Sal tú, Oskar, tú no has dicho nada y no te zurraré!». Entonces se oye la voz de Oskar bajo la cama: «¿Para ver a una carroña como tú?». Más tarde os contaré otras historias más de mocosos malhablados.
Pero no penséis que el berlinés no es más que una colección de chistes. Es todo un idioma, y admirable además. Hasta existe un libro de gramática. La ha escrito Hans Meyer, director de la antigua Escuela del Convento Gris de Berlín, y se titula: «El berlinés correcto en palabras y frases». Se puede hablar el berlinés de manera tan refinada, graciosa, dulce e inteligente como cualquier otra lengua. El berlinés es una lengua surgida del mundo laboral. No nació de escritores y profesores, sino que se desarrolló en los vestuarios, las mesas de juego, el ómnibus, el montepío, el palacio de deportes y las fábricas. El berlinés es una lengua de gente que no tiene tiempo, que a menudo ha de entenderse con una breve alusión, una mirada, una media palabra. Esto no lo hace la gente que se trata solo de vez en cuando, sino solo la que se ve regularmente, diariamente, en situaciones que jamás cambian. Entre tales personas siempre surgen lenguajes particulares, del que vosotros mismos también tenéis un buen ejemplo en las aulas. Porque hay un lenguaje de los escolares. Del mismo modo hay expresiones particulares entre los trabajadores, los deportistas, los soldados, los rateros, etc. Y todas estas formas de hablar aportan algo al berlinés, pues precisamente en Berlín todas esas personas, de las más diferentes profesiones y formas de vivir, conviven en grandes masas y a un ritmo tremendo. El berlinés es hoy una de las más bellas y exactas expresiones de este ritmo frenético de sus vidas.
Naturalmente, esto no siempre fue así. Ahora os leeré una historia berlinesa de una época en que Berlín aún no era una ciudad de cuatro millones de habitantes, sino de unos pocos cientos de miles:
ESCOBERO (porta sus cepillos y escobas, pero está tan borracho, que ha olvidado cuáles son los artículos que vende): ¡Anguilas!, ¡anguilas! ¡Si tiene dinero, llévese unas!
PRIMER LIMPIABOTAS: Oiga, señor Escoba, quien se coma un par de ellas quedará barrido. (Se aleja del borracho gritando y corriendo de un lado a otro de la calle.) ¡Dios!, este se lleva la palma. Ya no se puede fumar en la ventana.
VARIAS PERSONAS: ¿Qué quieres decir? ¿Es verdad? ¿Ya no se puede fumar en la ventana? ¿No han ido demasiado lejos?
PRIMER LIMPIABOTAS (sigue corriendo): No, hay que fumar en pipa. ¡Quita, quita!
EL HOLGAZÁN BRISICH (delante del museo): Me gusta esta casa, me hace mucha gracia.
EL HOLGAZÁN LANGE: ¿Por qué te hace gracia la casa?
BRISICH (tambaleándose un poco): ¿Que por qué me hace gracia? Pues por las águilas de ahí arriba.
LANGE: ¿Qué tienen de gracioso las águilas?
BRISICH: Son águilas reales, pero están ahí quietas en la esquina. Imagínate que yo fuese un águila real y estuviera quieto en la esquina del museo como decoración. Te digo lo que haría: si tuviera sed, dejaría por un momento de decorar y sacaría mi botella, echaría un par de tragos y gritaría a la gente: «No se tomen a mal lo del museo. Un águila real se ha tomado un respiro».
Todas las lenguas cambian con rapidez, pero la lengua de una gran ciudad cambia mucho más rápidamente que en las zonas rurales. Ahora escuchad esta de un vendedor ambulante de hoy y comparadla con la pequeña historia que acabáis de oír. El hombre que la escribió se llama Döblin, y os contó un sábado, no hace mucho, cosas de Berlín. Naturalmente, no las habrá oído tal como las escribe. A menudo deambulaba por la Alexanderplatz y escuchaba a la gente que vendía sus cosas, y luego escribía lo mejor de cuanto había oído:
¿Por qué en el Oeste el hombre elegante lleva corbata y el proletario no? Señores, acérquense más; usted también, señorita, del brazo del señor se permite la entrada a las jóvenes, para ellas es gratis. ¿Por qué el proletario no lleva corbata? Porque no sabe hacerse el nudo. Entonces tiene que comprarse un sujetador de corbatas, y, cuando se lo ha comprado, es malo y no puede sujetarla. Esto es un engaño, esto amarga al pueblo, esto hunde a Alemania en la miseria aún más de lo que ya está hundida. ¿Por qué, por ejemplo, ninguno lleva esos grandes sujetadores de corbatas? Porque ninguno quiere atarse un cogedor alrededor del cuello. Ni el hombre ni la mujer quieren eso, ni siquiera el lactante, si pudiera decirlo. Esto no es para reírse, señores; no se rían, porque no sabemos lo que pasa en el pequeño cerebro infantil. Oh, mi buen Dios, la cabecita, su dulce cabecita, eso es bonito, pero pagar los alimentos no es para reírse, muchos son los apuros. Cómprense esa corbata en Tietz o en Wertheim, o, si no quieren comprar a los judíos, en cualquier otro sitio. Yo soy un ario. Los grandes almacenes no tienen ningún motivo para hacerme propaganda, ya que pueden existir sin mí. Cómprense una corbata como la que yo tengo, y luego piensen en cómo le harán el nudo mañana. Señores, ¿quién tiene hoy tiempo para anudarse la corbata por la mañana y concederse un minuto más de sueño? Todos necesitamos dormir mucho, porque tenemos que trabajar mucho y ganamos poco. Un sujetador de corbata les facilita el sueño. Hace competencia a las farmacias, pues quien se compra un sujetador como el que aquí tengo no necesita ningún somnífero, ni un ponche ni nada para dormir. Duerme a pierna suelta, como el niño en el regazo de su madre, porque sabe que por la mañana no se verá en apuros; lo que necesita se halla en la cómoda listo para usarlo, y solo necesita echárselo al cuello. Ustedes gastan su dinero en muchas tonterías. El año pasado vieron a los rufianes en Krokodil, delante había salchichas calientes, detrás estaba Jolly en su caja de cristal, con una barba como el chucrut que se había dejado crecer alrededor de su boca. Esto lo ha visto cada uno de ustedes –acérquense más para que pueda cuidar mi voz; no tengo mi voz asegurada, me falta aún la primera cuota: todos ustedes han visto a Jolly en su caja de cristal. Pero no han visto cómo le metían chocolate, eso no lo han visto. Ustedes compran aquí artículos auténticos, no es celuloide, sino goma laminada, veinte peniques la pieza, cincuenta si son tres.
Aquí podéis apreciar también lo útil que puede ser el Schnauze berlinés, y cómo puede alguien ganar dinero con él si se ocupa de su anudador de corbata como si dirigiera unos grandes almacenes.
Un lenguaje como este se renueva a cada momento. Todos los acontecimientos, grandes y pequeños, dejan en él su huella. La guerra y la inflación tanto como la vista de un zepelín o la visita de Amanullah o Gustav, el hombre de hierro. Hay incluso auténticas modas en el berlinés. Algunos de vosotros recordaréis el famoso «bei mir» (para mí). Por ejemplo: cuando a uno le da la lata otro con quien no quiere hablar, dice: «Para mí, la Iglesia de...