Antología
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Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán

  1. 480 páginas
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Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán

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Manuel Sacristán realizó en esta Antología una selección de los más destacados e importantes textos que conforman el corpus gramsciano desde los primeros años formativos de Antonio Gramsci hasta su propia muerte en 1937. Para la construcción de esta obra, Sacristán, posiblemente el más destacado intelectual español de izquierdas de la segunda mitad del siglo XX, sigue dos reglas: primera, no separar completamente los textos "personales" de Gramsci de los textos públicos, sino considerar que la cronología es más fuerte razón de homogeneidad que el género literario; y segunda, acentuar la temática en la que se realiza la unidad de la "obra", que no es otra que la literatura política. Figura imprescindible del pensamiento marxista occidental, Antonio Gramsci influyó de manera determinante en la práctica totalidad del pensamiento crítico del siglo XX e de inicios del XXI. En Gramsci confluyen el filósofo y el periodista, el historiador y el político, el crítico literario y el crítico de cultura; con los criterios seguidos en esta antología se aspira a mostrar la fusión del pensamiento filosófico-político y la práctica política y cultural; la riqueza y la tensión con que Gramsci configuró un tipo nuevo de intelectual.

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Información

Año
2013
ISBN
9788446038610
Edición
1
Categoría
Filosofía
Textos de los Cuadernos posteriores a 1931
El partido político. La cuestión de cuándo se ha formado un partido, es decir, cuándo tiene una tarea precisa y permanente, produce muchas discusiones y a menudo también, desgraciadamente, una forma de orgullo que no es menos ridículo y peligroso que el «orgullo de las naciones» del que habla Vico. Verdaderamente puede decirse que un partido no está nunca perfecto y formado, en el sentido de que todo desarrollo crea nuevas obligaciones y tareas y en el sentido de que para algunos partidos se comprueba la paradoja de que están perfectos y formados cuando ya no existen, o sea, cuando su existencia se ha hecho históricamente inútil. Y así, como un partido no es sino una nomenclatura de clase, es evidente que para el partido que se propone anular la división en clases su perfección y cumplimiento consisten en haber dejado de existir porque no existan ya clases, ni tampoco, por tanto, sus expresiones. Pero aquí se desea aludir a un particular momento de ese proceso de desarrollo, el momento inmediatamente posterior a aquel en el cual un hecho puede tener existencia o no tenerla, en el sentido de que la necesidad de su existencia no ha llegado todavía a ser «perentoria», sino que depende «en gran parte» de la existencia de personas de extraordinaria potencia volitiva y de extraordinaria voluntad.
¿Cuándo se hace históricamente «necesario» un partido? Cuando las condiciones de su «triunfo», de su indefectible conversión en Estado, están al menos en vías de formación y permiten prever normalmente sus ulteriores desarrollos. Pero, ¿cuándo puede decirse, en condiciones tales, que un partido no podrá ser destruido con medios normales? Para contestar a esa pregunta hay que desarrollar un razonamiento: para que exista un partido es necesario que confluyan tres elementos fundamentales (propiamente, tres grupos de elementos):
1) Un elemento difuso, de hombres comunes, medios, cuya participación está posibilitada por la disciplina y la fidelidad, no por un espíritu creador y muy organizador. Sin ellos, es verdad, el partido no existiría, pero también es verdad que el partido no existiría «solamente» con ellos. Ellos son una fuerza en la medida en que hay alguien que los centralice, organice y discipline, pero si falta esta otra fuerza de cohesión, se dispersarán y se anularán en una pulverización impotente. No se trata de negar que cada uno de estos elementos pueda convertirse en una de las fuerzas de cohesión, pero se habla de ellos en el momento en que no lo son ni están en condiciones de serlo, o, si lo son, lo son solo en un ámbito reducido, políticamente ineficaz y sin consecuencias.
2) El elemento principal de cohesión, que centraliza en el ámbito nacional, que da eficacia y potencia a un conjunto de fuerzas que, abandonadas a sí mismas, contarían cero o poco más; este elemento está dotado de una fuerza intensamente cohesiva, centralizadora y disciplinadora, y también, o incluso tal vez por eso, inventiva (si se entiende «inventiva» en cierta orientación, según ciertas líneas de fuerza, ciertas perspectivas, y también ciertas premisas); también es verdad que este elemento solo no formaría el partido, pero lo formaría, de todos modos, más que el primer elemento considerado. Se habla de capitanes sin ejército, pero en realidad es más fácil formar un ejército que formar capitanes. Tanto es así que un ejército ya existente queda destruido si se queda sin capitanes, mientras que la existencia de un grupo de capitanes, coordinados, de acuerdo entre ellos, con finalidades comunes, no tarda en formar un ejército incluso donde no existe.
3) Un elemento medio que articule el primero con el segundo, los ponga en contacto no solamente «físico», sino también moral e intelectual. En la realidad y para cada partido existen «proporciones definidas» entre esos tres elementos, y se alcanza el máximo de eficacia cuando se realizan esas «proporciones definidas».
Dadas esas consideraciones, se puede decir que es imposible destruir un partido con medios normales cuando, por existir necesariamente el segundo elemento, cuyo nacimiento depende de la existencia de las condiciones materiales objetivas (y, si no existe este segundo elemento, todo razonamiento es vacío), aunque sea en un estado disperso y no fijo, no pueden sino formarse los otros dos, es decir, el primero, que necesariamente forma el tercero como continuación suya y modo de expresarse.
Para que eso ocurra es necesario que se haya formado la convicción férrea de que es necesaria una determinada solución de los problemas vitales. Sin esa convicción no se formará al segundo elemento, cuya destrucción es la más fácil, por su escasez numérica; pero es necesario que este segundo elemento, cuando es destruido, deje como herencia un fermento a partir del cual pueda reconstituirse. ¿Y dónde podrá subsistir mejor ese fermento y formarse luego, sino en los elementos primero y tercero, que, evidentemente, son los más homogéneos con el segundo? La actividad del segundo elemento para constituir este fermento es, por tanto, fundamental; el criterio para juzgar a este segundo elemento debe verse: 1) en lo que realmente hace; 2) en lo que prepara para la hipótesis de su propia destrucción. Es difícil decir cuál de esas dos cosas es más importante. Como en la lucha hay que prever siempre la derrota, la preparación de los sucesores de uno es un elemento tan importante como lo que se hace para vencer.
A propósito del «orgullo» de partido, puede decirse que es peor que el «orgullo de las naciones» del que habla Vico. ¿Por qué? Porque una nación no puede no existir, y en el mero hecho de que existe es siempre posible, aunque sea con buena voluntad y forzando los textos, descubrir que la existencia en cuestión rebosa destino y significado. En cambio, un partido puede no existir por fuerza intrínseca. No hay que olvidar nunca que, en la lucha entre las naciones, cada una de ellas tiene interés en que la otra se debilite por luchas internas, y que los partidos son precisamente los elementos de las luchas internas. Por tanto, para los partidos es siempre posible la pregunta de si existen por su fuerza propia, por auténtica necesidad, o si existen solo por intereses ajenos (y efectivamente, en las polémicas esto no se olvida nunca, sino que es incluso motivo insistentemente usado, especialmente cuando la respuesta no es dudosa, lo que quiere decir que tiene garra y deja con dudas. Está claro que el que se deja desgarrar por esa duda será un necio. Políticamente la cuestión tiene una importancia solo momentánea. En la historia de lo que suele llamarse «principio de las nacionalidades» las intervenciones extranjeras a favor de los partidos nacionales que perturban el orden interior de los Estados antagonistas son innumerables, hasta el punto de que cuando se habla, por ejemplo, de la «política oriental» de Cavour lo que se pregunta es si se trataba de una «política», es decir, de una línea de acción permanente, o de una estratagema momentánea para debilitar a Austria en vista de lo ocurrido en 1859 y 1866. Del mismo modo se ve en los movimientos mazzinianos de principios del setenta (por ejemplo, asunto Barsanti1) la intervención de Bismarck, el cual, en vista de la guerra con Francia y del peligro de una alianza italo-francesa, pensaba debilitar a Italia mediante conflictos internos. Y análogamente ven algunos en los acontecimientos de junio de 19142 la intervención del Estado Mayor austriaco previendo la guerra inminente. Como se ve, la casuística es numerosa, y es necesario tener ideas claras al respecto. Siempre que se hace algo se está haciendo el juego de alguien: lo importante es intentar por todos los medios hacer bien el juego de uno, es decir, vencer claramente. En cualquier caso, hay que despreciar el «orgullo» del partido y sustituirlo por hechos concretos. Si, en cambio, se sustituyen los hechos concretos por el orgullo, o se practica la política del orgullo, estará justificada sin más la sospecha de escasa seriedad. No es necesario añadir que también hay que evitar a los partidos la apariencia «justificada» de que se está haciendo el juego a alguien, especialmente si ese alguien es un Estado extranjero; pero si a pesar de todo se sigue especulando, hay que darse cuenta de que no se puede impedir que eso ocurra.
Es difícil excluir que cualquier partido (de los grupos dominantes, pero también de los grupos subalternos) realice alguna función de policía, o sea, de tutela de cierto orden político y legal. Si la cosa se demostrara concluyentemente, habría que plantear la cuestión de otro modo, preguntándose por las maneras y las orientaciones con las cuales se ejerce esa función. ¿Es su sentido represivo o difusivo, de carácter reaccionario o de carácter progresivo? El partido dado, ¿ejerce su función de policía para conservar un orden exterior, extrínseco, traba de las fuerzas vivas de la historia, o la ejerce en el sentido que tiende a llevar el pueblo a un nivel de civilización, expresión programática del cual es ese orden político y legal? En la práctica, los que infringen una ley pueden encontrarse: 1) entre los elementos sociales reaccionarios desposeídos del poder por la ley; 2) entre los elementos progresivos comprimidos por la ley; 3) entre los elementos que no han alcanzado aún el nivel de civilización que la ley puede representar. La función de policía de un partido puede, por tanto, ser progresiva o regresiva: es progresiva cuando tiende a mantener en la órbita de la legalidad a las fuerzas reaccionarias despojadas del poder y a levantar las masas atrasadas al nivel de la nueva legalidad. Es regresiva cuando tiende a comprimir las fuerzas vivas de la historia y a mantener una legalidad superada, antihistórica, hecha extrínseca. Por lo demás, el funcionamiento del partido dado suministra criterios de discriminación: cuando el partido es progresivo, funciona «democráticamente» (en el sentido del centralismo democrático); cuando el partido es regresivo funciona «burocráticamente» (en el sentido del centralismo burocrático). En este segundo caso, el partido es un mero ejecutor no deliberante: es entonces, técnicamente, un órgano de policía, y su nombre de «partido político» es una pura metáfora de carácter mitológico. (C. I.; M., 23-26; son dos apuntes.)
* * *
Internacionalismo y política nacional. El escrito de Giuseppe Bessarione3 (por el sistema de preguntas y respuestas) de septiembre de 1927 acerca de algunos puntos esenciales de ciencia y arte políticos. El punto que me parece necesario desarrollar es este: que según la filosofía de la práctica (en su manifestación política), ya en la formulación de su fundador, pero especialmente en las precisiones de su gran teórico más reciente4, la situación internacional tiene que considerarse en su aspecto nacional. Realmente la relación «nacional» es el resultado de una combinación «original» única (en cierto sentido) que tiene que entenderse y concebirse en esa originalidad y unicidad si se quiere dominarla y dirigirla. Sin duda que el desarrollo, lleva hacia el internacionalismo, pero el punto de partida es «nacional», y de este punto de partida hay que arrancar. Mas la perspectiva es internacional y no puede ser sino internacional. Por tanto, hay que estudiar exactamente la combinación de fuerzas nacionales que la clase internacional tendrá que dirigir y desarrollar según la perspectiva y las directivas internacionales. La clase dirigente lo es solo si interpreta exactamente esa combinación, componente de la cual es ella misma, y, en cuanto tal, puede dar al movimiento una cierta orientación según determinadas perspectivas. En este punto me parece que está la discrepancia fundamental entre Leone Davidovici5 y Bessarione como intérprete del movimiento mayoritario. Las acusaciones de nacionalismo son ineptitudes si se refieren al núcleo de la cuestión. Si se estudia el esfuerzo realizado desde 1902 hasta 1917 por los mayoritarios6, se ve que su originalidad consiste en una depuración del internacionalismo, extirpando de él todo elemento vago y puramente ideológico (en sentido malo) para darle un contenido de política realista. El concepto de hegemonía es aquel en el cual se anudan las exigencias de carácter nacional, y se comprende bien que ciertas tendencias no hablen de ese concepto o se limiten a rozarlo. Una clase de carácter internacional, en cuanto guía estratos sociales estrictamente nacionales (los intelectuales) e incluso, muchas veces, menos aun que nacionales, particularistas y municipalistas (los campesinos), tiene que «nacionalizarse» en cierto sentido, y este sentido no es, por lo demás, muy estrecho, porque antes de que se formen las condiciones de una economía según un plan mundial es necesario atravesar múltiples fases en las cuales las combinaciones regionales (de grupos de naciones) pueden ser varias. Por otra parte, no hay que olvidar nunca que el desarrollo histórico sigue las leyes de la necesidad mientras la iniciativa no pasa claramente de parte de las fuerzas que tienden a la construcción según un plan de división del trabajo pacifica y solidaria. Los conceptos no-nacionales (es decir, no referibles a cada país singular) son erróneos, como se ve por su absurdo final: esos conceptos han llevado a la inercia y a la pasividad en dos fases bien diferenciadas: 1) en la primera fase, nadie se creía obligado a empezar, es decir, pensaba cada uno que si empezaba se encontraría aislado; esperando que se movieran todos juntos, no se movía nadie ni organizaba el movimiento; 2) la segunda fase es tal vez peor, porque se espera una forma de «napoleonismo» anacrónico y antinatural (puesto que no todas las fases históricas se repiten de la misma forma). Las debilidades teóricas de esta forma moderna del viejo mecanicismo quedan enmascaradas por la teoría general de la revolución permanente, que no es sino una previsión genérica presentada como dogma, y que se destruye por sí misma, por el hecho de que no se manifiesta fáctica y efectivamente. (C. I.; M., 114-115.)
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Freud y el hombre colectivo. El núcleo más sano y más inmediatamente aceptable del freudismo es la exigencia de estudiar los contragolpes morbosos que tiene toda construcción de un «hombre colectivo», de todo «conformismo social», de todo nivel de civilización, especialmente en las clases que «fanáticamente» hacen del nuevo tipo humano que hay que alcanzar una «religión», una mística, etc. Hay que estudiar si el freudismo no tenía que cerrar necesariamente el periodo liberal, el cual se caracteriza precisamente por una mayor responsabilidad (y sentido de la misma) de grupos seleccionados en la construcción de «religiones» no autoritarias, espontáneas, libertarias, etc. Un soldado de quinta no sentirá por las posibles muertes cometidas en guerra el mismo tipo de remordimiento que un voluntario, etc. (dirá: me lo mandaron, no podía evitarlo, etc.). Lo mismo puede observarse respecto de las distintas clases: las clases subalternas tienen menos «remordimientos» morales, porque lo que hacen no les afecta más que en sentido lato, etc. Por eso el freudismo es una «ciencia» más aplicable a las clases superiores, y podría decirse, parafraseando un epigrama de Bourget (o sobre Bourget), que el «inconsciente» no empieza sino a partir de tantos miles de liras de renta. También la religión se siente menos como causa de remordimientos en las clases populares, las cuales tal vez no estén lejos de creer que, en cualquier caso, Jesucristo mismo ha sido crucificado por los pecados de los ricos. Se plantea el problema de si es posible crear un «conformismo», un hombre colectivo, sin desencadenar en alguna medida el fanatismo, sin crear tabúes, críticamente, en suma, como consciencia de una necesidad libremente aceptada porque «prácticamente» reconocida como tal, por un cálculo de medios y fines que hay que adecuar, etcétera. (C. II; P. P., 216-217.)
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Individualismo e individualidad (consciencia de la responsabilidad individual) o personalidad. Hay que estudiar lo que haya de acertado en la tendencia contra el individualismo, y lo que haya de erróneo y peligroso en ella. Actitud necesariamente contradictoria. Dos...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Advertencia
  5. Primera parte. 1910-1926
  6. [1981-1910]
  7. [1910-1917]
  8. [1917-1922]
  9. [1922-1926]
  10. Segunda parte. 1926-1937
  11. [1926-1929]
  12. [1929-1932]
  13. Textos de los cuadernos de 1929, 1930 y 1931
  14. [1932-1935]
  15. Textos de los cuadernos posteriores a 1931
  16. [1934-1937]
  17. Otros títulos publicados