España trastornada
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España trastornada

La identidad y el discurso contrarrevolucionario durante la Segunda República y la Guerra Civil

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España trastornada

La identidad y el discurso contrarrevolucionario durante la Segunda República y la Guerra Civil

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Ochenta y cinco años después de la proclamación de la Segunda República, los años treinta de la historia de España continúan en el centro del debate politico y social. Para comprender la Guerra Civil y el triunfo de la dictadura franquista, es necesario prestar atención a la forma en que los distintos grupos conservadores percibieron y representaron la Constitución de 1931 y las políticas de republicanos y socialistas: como un mundo al revés que desafiaba todas las jerarquías tradicionales.Precisamente el objetivo de este libro es entender la forma en que los contrarrevolucionarios se sintieron amenazados por el proyecto democrático republicano a nivel identitario, y su respuesta discursiva. En términos de clase, con el ascenso de izquierda obrera y la movilización campesina, de género, con la legislación feminista en favor de la igualdad entre hombre y mujer, clericales y pretorianos, con el desafío al poder tradicional de la Iglesia y el Ejército, y nacionalistas, especialmente con los casos catalán y vasco, los detractores de la República percibieron por unos años cómo su mundo se tambaleaba. Y no dudarían en emplear todos los medios para terminar con la pesadilla de una España trastornada.

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Información

Año
2016
ISBN
9788446043393
Edición
1
Categoría
History
IX
LA CRUZADA
El negativo de la revolución
El maestro llevaba muchos años predicando que la vida era ilusión. Cuando murió su hijo, rompió a llorar. Sus discípulos se le acercaron y le dijeron:
—Maestro, ¿cómo puede llorar tanto si todas las cosas de esta vida son una ilusión?
—Sí –respondió el sabio, enjugándose las lágrimas que resbalaban por sus mejillas–, pero ¡él era una ilusión tan hermosa!
Chuang Tze[1]
A pesar del salto cuántico en la violencia experimentado a partir del 18 de julio, no hubo cambios discursivos notables que denoten una ruptura en el verano de 1936 en relación con lo que se venía desarrollando desde 1931. Pero, más que de una continuidad pura y simple, de lo que habría que hablar es de la enorme flexibilidad del marco interpretativo contrarrevolucionario que permitió recurrir al anclaje de toda una serie de argumentos e ideas fijados con firmeza en una parte significativa de la población española[2]. Si la motivación profunda de la Cruzada era la sublimación de la ansiedad eliminando todos aquellos factores amenazantes que se han visto en las páginas anteriores, una restauración pura y simple era inevitable al menos por dos razones: en primer lugar, porque la dinámica de la guerra tuvo una inmensa (y brutal) capacidad performativa y transformadora de la realidad que impedía cualquier ficción restauradora y, en segundo, porque la intensidad de la experiencia vivida durante el quinquenio republicano hizo que no fueran pocos los miembros del bando vencedor conscientes de la necesidad de intentar, al menos a nivel discursivo, ofrecer soluciones nuevas ante las intensas fracturas vividas en el país durante todo este periodo. Lo que se intenta defender en las páginas que siguen es que puede rastrearse la lógica del bando rebelde siguiendo las pautas analizadas en los capítulos anteriores.
Parece que la relación dialéctica entre la revolución y la contrarrevolución se trasladó también a la violencia desencadenada en las respectivas retaguardias. Así al menos lo recordaba el conservador Luis de Fonteriz, que pasó la primera parte del conflicto bélico en Madrid: el día que la aviación rebelde bombardeaba la ciudad, los fusilamientos de prisioneros derechistas por la noche «se duplicaban o triplicaban». Los testimonios que aquí se citan están expresando (y reprimiendo) una situación mucho más brutal que la descrita en los capítulos anteriores, a pesar de que las líneas maestras del discurso se mantienen en lo esencial. El proyecto social de tendencia igualadora que tuvo lugar en el bando republicano durante la guerra espantó a los sublevados y aparece reflejado en revistas y libros. En el mismo bando republicano, la reconstrucción del Estado durante la guerra supuso la canalización, y finalmente la represión, de las opciones revolucionarias más profundamente reivindicativas. La compleja dialéctica revolución-contrarrevolución también tuvo lugar en la retaguardia republicana.
El impacto de la violencia revolucionaria no puede ser infravalorado como experiencia que articula la visión de la realidad de los rebeldes[3], especialmente de aquellos que se habían escondido en las ciudades donde el levantamiento fracasó y que pudieron, finalmente, huir. Tal es el caso de Jacinto Miquelarena, redactor de ABC y refugiado en una embajada extranjera en Madrid durante la guerra, que afirmaba haber llegado al límite de lo humano a la hora de consolarse a sí mismo frente a la perspectiva de ser capturado y fusilado: «Yo llegué a estar seguro de que, en todo caso, el paseo era el procedimiento de exterminio más dulce que se había inventado nunca»[4].
El discurso de Cruzada en términos de clase
La sublevación debía acabar con el supuesto caos republicano y reasegurar el orden social. Ello implicaba un reforzamiento de las jerarquías frente a quienes pretendían subvertirlas. Los conceptos de unidad, armonía y orden estuvieron plenamente presentes en el discurso de la Cruzada buscando cimentar la idea de la necesidad de acabar con las convulsiones provocadas por los «rojos». La retórica anticomunista no era simplemente un discurso en negativo, sino que representaba una serie de valores positivos. A la emergencia de los «inferiores» se respondía con la meritocracia y el predominio de las elites tradicionales; frente a la igualdad democrática encarnada en la defensa de lo público, se alzaba un muro de distinción social[5]. La demofobia saturó el discurso contrarrevolucionario también durante la guerra. La revista Nueva España lo indicaba el 4 de julio de 1937: «Necesita la Nueva España de una política racial que engrandezca los biotipos de buena calidad, para que no quede subyugada la raza a la masa de los inferiores»[6]. No eran los únicos que veían con horror la revolución proletaria. Desde su exilio (y distanciándose de ambos bandos al declararse «liberal») Clara Campoamor señaló a finales de 1936 lo que para ella era la clave del rechazo de la clase media a lo que sucedía en la retaguardia republicana: «El modesto comerciante, el funcionario, el pequeño burgués, en definitiva, todos aquellos que no miran la vida sobre el plano histórico sino tal y como se presenta día a día, comprendieron el peligro que suponía para ellos ese terror ejercido por una chusma rencorosa envenenada por una odiosa propaganda de clase»[7].
El sociólogo estadounidense Michael Mann considera que el golpe del 18 de julio tuvo un marcado sesgo de clase[8]. Núñez Seixas ha remarcado cómo el concepto de «pueblo español» en el discurso de la Cruzada no incluía a las «masas iletradas y burdas», por lo que el marchamo de clase se aprecia de forma explícita en afirmaciones de este tipo[9]. Según este autor los alféreces provisionales eran reclutados mayoritariamente desde las clases medias conservadoras y la defensa de su estatus social fue un factor clave en su militancia y combatividad[10]. «La clase media era la dominante, ya que ella formó el ejército», recordaba años después el monárquico Eugenio Vegas Latapié[11]. Falange, por su parte, no abandonó su retórica obrerista durante la guerra. El líder jonsista Onésimo Redondo había declarado al comenzar el conflicto que España debía «proletarizarse» y arremetió contra los «capitalistas» que «asistidos hoy de una euforia fácil» eran incapaces de ver «la estela de hambre, de escasez y de dolor que les sigue y les cerca»[12]. Pero Dionisio Ridruejo reconocía años más tarde que sus ansias revolucionarias se veían a diario desmentidas por la violencia masiva contra los obreros llegando a afirmar que lo que sucedía era «una guerra de clases»[13].
El «mundo inferior y terrible», en palabras de Foxá debía ser, a cualquier precio, disciplinado para que se dedicara exclusivamente a trabajar sin alterar el proceso productivo. En este sentido, la revista Vértice extraía un fragmento de un discurso de Adolf Hitler en la fiesta del 1 de mayo de 1937 muy significativo. En él se aprecia cómo el Führer se describe con los estereotipos del trabajador que se hace a sí mismo y no cuestiona el sistema económico: «Fui soldado durante casi seis años y jamás protesté; obedecí siempre. Hoy, por designio del azar, desempeño un puesto de mando. Desde él pido a todos los alemanes que sepan también obedecer, ya que, si no, no serán nunca dignos de mandar»[14]. Cada fábrica un cuartel, cada obrero un soldado, cada patrón un Führer. Pero con amor. Como señalaba Manuel Dorda, había que proponer a todos los trabajadores «¡Amor, que es compenetración, paz y armonía!»[15]. Esa era la única forma de evitar una revolución igualadora por abajo de cuyos perniciosos efectos se daba cuenta hasta la «conserja» madrileña que le decía lo siguiente a Ana María de Foronda:
Ahora, señorita, todas somos iguales. Ya no hay señoras y pobres. Todos iguales. ¡Todos pobres![16].
Que la revolución estaba movida por el deseo de no trabajar es otro de los elementos destacados del discurso contrarrevolucionario durante la guerra. Los sublevados lo cantaban en una copla en 1937: «Nosotros los militares empezamos a luchar / con la canalla marxista que no quería trabajar»[17]. También Queipo de Llano derrochó clasismo desde los micrófonos de la radio sevillana al hacerse eco de otra copla similar: «Este es Largo Caballero / el antiguo estucador/ de los vagos, el primero / de los pillos el mayor»[18]. El coronel Vallejo-Nájera, jefe de los servicios psiquiátricos del ejército sublevado, escribió poco antes de acabar la guerra un libro donde realizaba afirmaciones sobre el carácter del marxista medio en todo el mundo a partir de un estudio basado en prisioneros de las brigadas internacionales[19]. Según se puede leer en dicha obra, un 10 por 100 de los individuos investigados demostraron ser «francamente imbéciles». Pero, profundizando en el 90 por 100 restante, afirma Vallejo-Nájera que «estos sujetos no han querido prosperar en la vida a costa de un esfuerzo personal, deseando una nivelación de clases en el sentido de que desciendan a la suya los selectos que se han superado culturalmente mediante su trabajo»[20].
Por su parte, el falangista Óscar Pérez Solís afirmaba en una obra donde narraba el sitio de Ov...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. Citas
  6. Introducción
  7. I. El concepto de identidad. Una fantasía devastadora
  8. II. Fascismo y nacionalcatolicismo. El movimiento contrarrevolucionario español
  9. III. La República plebeya. La revolución entroniza a la masa
  10. IV. La República afeminada. La revolución de los seres híbridos
  11. V. La República de Nerón. La revolución persigue a la Iglesia
  12. VI. La República babilónica. La revolución urbana contra el campo
  13. VII. La República extranjerizante. La revolución contra España
  14. VIII. La República caótica. La revolución tritura al Ejército y amenaza a la Guardia Civil
  15. IX. La Cruzada. El negativo de la revolución
  16. Conclusiones