Crónicas del neoliberalismo que vino del espacio exterior
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Crónicas del neoliberalismo que vino del espacio exterior

  1. 240 páginas
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Crónicas del neoliberalismo que vino del espacio exterior

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Tras la crisis y recomposición del capitalismo global en los años setenta, la ciencia-ficción continuó siendo un espejo implacable tanto de las nuevas formas de dominación económica, como de las respuestas colectivas a esta. Desde los robots "anti-huelga" de las revistas pulp americanas de comienzos del siglo XX, hasta la obra de los dos "H. G.", Oesterheld y Wells, recorremos los mapas que ese mundo alternativo nos ha ido ofreciendo. pesadillas y sueños de emancipación que perviven hoy bajo el reinado de la economía financiarizada y sus vasallos políticos.

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Información

Año
2015
ISBN
9788446042181
Edición
1
Categoría
Philosophy
CAPÍTULO III
«You will be privatized»
«Población excedente»: así es la gente atrapada en préstamos impagables, o al menos lo es para Kazran Sardick, el hombre de negocios al que visita el Doctor en uno de sus viajes interplanetarios. Siguiendo la costumbre familiar, Kazran, que desempeña el papel de «Ebenezer Scrooge» en su lejano planeta, se niega a «descongelar» a aquellos que, ahogados por las deudas, deciden poner su propia vida como hipoteca y salvar a sus familias, permaneciendo en letargo criogénico dentro de la gran caja de caudales del banquero Sardick. «La gente es ganado», repiten los Sardick, antes de que el Doctor intervenga en la enésima adaptación del cuento de Charles Dickens.
Pero si A Christmas Carol merece interés más allá del cliché navideño, es porque la cínica crueldad del auténtico Scrooge de Dickens no solo tiene la virtud de encarnar perfectamente el espíritu liberal victoriano, sino que además nos permite ver con claridad cuál era su plasmación material:
—«Hay miles y miles que necesitan lo más básico; cientos de miles necesitan las comodidades más esenciales, señor.»
—«¿No hay prisiones?», preguntó Scrooge.
—«Está lleno de prisiones», dijo el caballero.
—«¿Y las casas de trabajo?», preguntó Scrooge. «¿Siguen en funcionamiento?»
—«Lo están. Aunque» –replicó el caballero– «desearía poder decir que no».
—«¿Los trabajos forzados y la Ley de Pobres siguen en vigor, entonces?», dijo Scrooge.
—«Siempre, y se las aplica con frecuencia.»
—«¡Ah! Temía, en vista de lo que acabáis de decirme, que por alguna circunstancia imprevista, no funcionaban ya tan útiles instituciones; me alegra saber lo contrario», dijo Scrooge.
Este giro liberal del personaje de Scrooge es uno más entre los muchos detalles que el novelista inglés aportó a un esquema narrativo que llevaba algo más de medio siglo circulando: véase por ejemplo «el sueño de Carazan» del que habla Kant en Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. Pero volvamos al infame diálogo: ¿a qué se refiere Scrooge con «casas de trabajo» (o «asilos», dependiendo del filtro ideológico aplicado a la traducción castellana que se maneje)? Se trata de las temidas workhouses, ese extraño modo en que la burguesía británica contemporizaba el control del «ganado humano» con la aplicación del laissez-faire. Porque en el fondo, laisser faire implicaba para los dueños del «ganado» que de vez en cuando debía permitirse laisser passer a algún que otro lobo; el miedo debía mantener a raya el descontento, aunque se llevara a muchos por delante. Extraña conclusión viniendo de aquellos cuya visión de la vida campestre estaba más cerca de la bucólica calma que mostraban los pastores en los cuadros de John Constable. Por alguna extraña razón, «el ganado» no parecía conforme con la situación…
Workhouses espaciales, o la larga sombra de los campos de trabajo victorianos
En una de sus novelas, decía un personaje de Elizabeth Gaskell que las hierbas y flores anticuadas se habían hecho con el control de su jardín, ya que las había «permitido crecer en orden republicano e indiscriminado»[1]. Para la Inglaterra liberal del siglo xix, caos y cosa pública iban de la mano; lo común no podía ser público. La virtud solo podía ser privada. No es de extrañar que en la cosmovisión victoriana del laissez-faire los desposeídos, el emergente proletariado urbano enfrentado a la supuesta virtud privada, fuera el elemento distorsionador que impedía el imperio del orden dentro de la sociedad industrial. Otro personaje, esta vez en los versos de Tennyson, dejaba claro el problema: «Debes creerme, Sammy, el amontonamiento de pobres es malo»[2]. De este modo, la literatura liberal oscilaba entre el desprecio –cuando reinaba la quietud–, y el recurso al amparo del estado cuando «el ganado» se acercaba demasiado. Así, por ejemplo, otro «padre de la Iglesia» liberal, Tocqueville, pedía también orden a las instituciones:
¿No se podría impedir el desplazamiento rápido de la población, de tal suerte que los hombres no abandonen la tierra, y no pasen a la industria hasta que ésta pueda responder fácilmente a sus necesidades?[3].
La imposición de ese orden, en la práctica, supuso «la abolición del derecho a vivir» para muchos de ellos: en palabras de Polanyi, en las workhouses «benéficos filántropos promovieron fríamente la tortura psicológica y la pusieron dulcemente en práctica, ya que la consideraban un medio para engrasar los engranajes del molino del trabajo»[4].
Cuando Polanyi afirmaba que «El laissez-faire estuvo planifica­do»[5], desde luego también se refería a la intervención policial del estado en la creación de estos centros en los que la policía podía encerrar, sin garantía jurídica alguna, a desempleados, vagabundos, embarazadas y demás «pobres ociosos». El propósito era obvio: «haremos tu vida mucho menos llevadera de lo que pueda ser fuera»[6]. Esto no era ninguna ligereza: en la década de 1840 «la gente en algunas zonas [de Inglaterra] tenía que comer ortigas hervidas. Se informó que en una aldea los habitantes desenterraron el cadáver putrefacto de una vaca»[7].
El «universo concentracionario» del siglo xix da sus primeros pasos en estos lugares, que el ex-marxista Colletti definió como «los campos de concentración de la burguesía ilustrada»[8]. En ellos el hacinamiento era el menor de los problemas para los internos, aunque fuera también la solución que buscaban sus carceleros: las casas de trabajo forzado fueron el paso que los autodefinidos «defensores de la libertad» dieron para solucionar el problema de la «sobrepoblación», término malthusiano para hablar de desempleo masivo. Esta población, abocada a la mera supervivencia, vivía todavía en las mismas condiciones que las generaciones anteriores, por ejemplo en el barrio londinense de Wapping, en cuyas calles era habitual que las parroquias alquilaran bebés a mendigos por cuatro peniques al día, antes de venderlos a deshollinadores[9] o «liberarlos» a su suerte: pasaban sus últimos años en bandas callejeras como la «Guardia negra», dedicándose primero «al hurto, y de allí a la horca»[10]. Ese era el significado de «llevadero», y el auténtico campo semántico de aquel lema: haremos tu vida mucho menos llevadera de lo que pueda ser fuera.
Desempleo, sobrepoblación, hurtos; orden. Son términos que definen un marco conceptual en el que la pobreza es tratada como un asunto técnico, un desequilibrio formal que debe ser solventado mediante ajustes institucionales: leyes de pobres, instituciones de internamiento, mecanismos policiales. Un desajuste técnico que debe repararse en la maquinaria que opera sobre la población: el desequilibrio es solo abstractamente formal, esto es, el mecanismo institucional se reajusta para adaptarse a una realidad externa. Porque en última instancia el problema no es concebido como un «desequilibro formal» interno al sistema (capitalista), sino que atañe al modo en que el sistema se protege de una amenaza exterior: los pobres. Es en este sentido en el que la técnica institucional «formal» es la otra cara de la naturalización de la pobreza. La pobreza es un elemento externo, que se resuelve mediante técnicas policiales; estas últimas ni siquiera rozan las fuentes de creación masiva de miseria, y la «población excedente» finalmente se mantiene estable o incluso se multiplica; así se refuerza su exterioridad, y se consolida su condición de algo dado, un agente externo siempre presente, una presencia ontológicamente plena: frente a la sociedad, la exterior y amenazante naturaleza.
El liberalismo victoriano ejemplifica perfectamente este mecanismo básico del capitalismo: la reproducción del conflicto capital-naturaleza dentro de la sociedad misma. Así, puesto a disposición de la burguesía victoriana, el aparato institucional es una maquinaria que interviene sobre la población y la transforma, creando dos entidades enfrentadas; la población-sociedad (aquellos que «logran» mantenerse dentro de la ley y el orden, como disciplinados productores) y la población-naturaleza (aquellos que «caen» en el estado natural, contraviniendo el orden, siendo malos productores, o siendo en definitiva improductivos). El capitalismo, en resumen, produce sociedad y naturaleza dentro de la sociedad misma, o dicho de otro modo, es una máquina de generar antagonismo. Y para ello, no olvidemos, basta incluso con el núcleo del aparato estatal, nada más. Basta un vistazo a los clásicos liberales, de Constant a Smith, pasando por Locke, para constatarlo: «la represión policial es la consecuencia del estado mínimo»[11].
Esta cuestión dista mucho de ser una abstracta cavilación. Si la población (una parte substancial de ella) es exteriorizada como población-...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. Cita
  6. Introducción
  7. Capítulo I. Rehctaht
  8. Capítulo II. El cerebro de Nancy
  9. Capítulo III. «You will be privatized»
  10. Capítulo IV. Alien future: breve relato sobre Kant y Hegel en Weyland-Yutani
  11. Capítulo V. Contribución a la crítica de la (xeno) entomología política
  12. Epílogo
  13. Agradecimientos