El Titán
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El Titán

Trilogía del Deseo II

  1. 624 páginas
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El Titán

Trilogía del Deseo II

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El titán narra el resurgir del financiero Frank A. Cowperwood en la ciudad de Chicago, la cual vive a finales del siglo XIX un crecimiento inexorable gracias a los grandes descubrimientos en el campo de la industria y de la tecnología. En ella Cowperwood desea borrar un pasado donde la palabra fracaso no tiene cabida, sino tan sólo la superación y el deseo más vivo si cabe de triunfar en el mundo de los negocios. En pugna con las convenciones de una sociedad cerrada, elitista y conservadora, se traslada allí con su nueva mujer, Aileen, a la espera de encontrar el reconocimiento que inmerecidamente se le ha negado. Pero el Oeste americano no es muy diferente del Este de donde él procede, y aunque es tierra de pioneros, le esperan los mismos obstáculos: la alta sociedad aferrada a sus conquistas, el juego sucio de los políticos que gobiernan la ciudad, la todopoderosa prensa y la hipocresía que rige las relaciones humanas. Pero Cowperwood tiene algo muy claro y no lo va a dejar escapar: que el negocio de los transportes es el futuro, y que ese futuro es sólo para los que arriesgan. El titán es la segunda novela que compone la "Trilogía del deseo", junto con El financiero y El estoico.

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Información

Año
2017
ISBN
9788446044734
Categoría
Literatura
CAPÍTULO LXI
El cataclismo
Y ahora, al fin, Chicago se enfrenta a aquello que más temor le ha provocado. Un monopolio gigante está extendiendo sus patas como si se tratara de un pulpo, preparándose para apresarlo entre ellas y Cowperwood representa sus ojos, sus tentáculos y su fuerza. Incrustado en la mayúscula potencia y en el renombre comercial de Haeckelheimer, Gotloeb & Co., es como un monumento cuya base es una roca de gran resistencia. Lo único que ahora se interpone entre él y la realización de sus sueños es esa franquicia por un plazo de cincuenta años que debe concederle una mayoría de cuarenta y ocho votos de entre los sesenta y ocho concejales (en el caso de que haya que aprobar esa ordenanza a pesar del veto del alcalde). ¡Qué gran triunfo para su férrea y valerosa postura frente a todos los obstáculos! ¡Qué tributo a su capacidad para no inmutarse ante la tempestad y la tensión! Otros hombres quizá habrían abandonado el juego mucho antes, pero no él. Qué inesperado y magnífico golpe de suerte que el dinero, por propia iniciativa, se asustara ante la propuesta de Chicago de municipalizar los derechos y permisos, y le entregase a él la enorme red del South Side como recompensa a su dura oposición a aquellas absurdas teorías.
Gracias a la influencia de estos poderosos defensores, fue invitado a hablar ante diversos organismos comerciales de la ciudad –ante el Consejo de Corredores de Bienes Raíces, la Asociación de Propietarios, la Liga de Comerciantes, el Sindicato de Banqueros y así sucesivamente−, en los que tuvo la ocasión de exponer sus argumentos y justificar su causa. Pero el efecto de los hábiles discursos que dio en esos lugares se vio en gran medida neutralizado por las denuncias que hacían los periódicos. «¿Puede salir algo bueno de Nazaret?[1]», era la pregunta que se hacía todo el mundo. El sector de la prensa que antes tenía obligaciones hacia Hand y Schryhart se opuso tan implacablemente como siempre; y el resto de los periódicos, la mayoría, al no tener obligación alguna con el capital procedente del Este, sintió que lo más sensato sería apoyar a los más humildes. Se llevaron a cabo los estudios matemáticos más exhaustivos y detallados con la finalidad de demostrar que el trust de los tranvías generaría unos beneficios fabulosos en el futuro, pero se detectó que la mano de las entidades bancarias del Este se hallaba tras ellos y se vocearon los siniestros motivos que se escondían detrás de todo aquello. «Millones para todos los involucrados en el trust, pero no hay ni un centavo para Chicago», fue como lo expresó el Inquirer. A estas alturas, determinados filántropos de Chicago estaban ya tan encendidos que consideraron que destruir a Cowperwood no era más que su obligación hacia Dios, hacia la humanidad y hacia la democracia. Los cielos se habían vuelto a abrir y ellos veían una gran luz. Por otra parte, los políticos –los que contaban con algún cargo, excepto el alcalde− constituían una mezquina banda de guerrilleros o filibusteros que, igual que cerdos hambrientos encerrados en una pocilga, se mostraban más que dispuestos a lanzarse sobre cualquier propuesta que les presentaran con un único fin en mente: comer, poder comer hasta saciarse. En momentos en los que se presentan grandes oportunidades y en los que se compite por obtener determinados privilegios, la vida siempre se hunde hasta el fondo de los pozos más profundos del materialismo, pero también se eleva hasta alcanzar los ideales más elevados. Cuanto más imponentes son las olas del mar, más impresionantes son sus huecos.
Pasó el verano, el concejo se reunió, y con el primer soplo de frío que trajo el otoño, hasta el aire de la ciudad se impregnó de la premonición de que iba a producirse una batalla. Cowperwood, decepcionado por el resultado de los diversos esfuerzos que había realizado para congraciarse, decidió recurrir a sus antiguos métodos, que tan fiables le resultaban: a los sobornos. Para empezar, le puso precio a cada voto favorable: veinte mil dólares. Más adelante, si era necesario, lo subiría hasta los veinticinco mil dólares, o incluso hasta los treinta mil, lo que le supondría un coste total cercano al millón y medio de dólares. Aun así, era un precio ridículo si se tenía en cuenta cuáles serían los beneficios. Tenía pensado que un concejal llamado Ballenberg, un lugarteniente de confianza, fuera el que presentara la ordenanza, y que posteriormente, esta fuera entregada al funcionario, que la leería, y después de lo cual, otro de sus secuaces se levantaría para solicitar que fuera trasladada al comité conjunto de calles y callejones, que estaba constituido por treinta y cuatro miembros elegidos de entre todos los comités permanentes. Este comité la valoraría durante una semana en el salón general de comités donde se celebrarían audiencias públicas. Cowperwood pensó que, poniendo al mal tiempo buena cara, conseguiría insuflar en sus seguidores la fuerza suficiente como para permitirles aguantar la abrasadora ordalía que vendría después. Los concejales ya estaban siendo asediados en sus casas, en los clubes de sus distritos electorales y los lugares de reunión. Tenían los buzones llenos de innumerables cartas que buscaban importunarlos o amenazarlos. Hasta sus hijos estaban siendo objeto de mofas porque sus vecinos sentían el deseo de castigarlos. Los predicadores les escribían con afán de ruego o de denuncia. Los espiaban y los insultaban diariamente en los medios impresos. El alcalde, astuto y curtido en batallas, dándose cuenta de que tenía ventaja a la hora de infundir terror, excitado por la larga lucha y por el olor de la contienda, no se arredró a la hora de abogar por las soluciones más drásticas.
—Esperemos a que se presente –les dijo a sus amigos durante una concurrida reunión celebrada en el Central Music Hall[2] en la que participaron miles de personas, cuando se discutía el asunto de los medios para derrotar a los concejales corruptos−. Creo que tenemos al señor Cowperwood en un aprieto. Una vez presentada su ordenanza no podrá hacer nada durante dos semanas, y para entonces nosotros estaremos en condiciones de organizar un comité de vigilancia, reuniones en los distritos electorales, clubes de marcha y cosas por el estilo. Deberíamos organizar una gran concentración de masas para la tarde del domingo previo al lunes en el que se vaya a presentar el proyecto de ley para la última audiencia. Tendremos que organizar reuniones para el exceso de público en todos los distritos a la misma hora. Déjenme que les diga, caballeros, que aunque creo que hay suficientes votantes honrados en el concejo de la ciudad como para evitar que la gente de Cowperwood consiga aprobar este proyecto de ley por encima de mi veto, pienso que no debemos permitir que este asunto llegue tan lejos. Nunca se sabe lo que estos granujas pueden hacer cuando les pongan por delante una oferta de veinte o treinta mil dólares en efectivo. La mayoría ni con suerte conseguirían ganar la mitad de esa cantidad en toda una vida, y tampoco esperan volver al concejo municipal de Chicago. Con una vez es suficiente. Hay demasiados que vienen tras ellos esperando su turno para meter los hocicos en el pesebre. Vayan a sus distritos electorales y organicen reuniones. Convoquen a sus concejales y no permitan que les den esquinazo ni que presenten objeciones por nimiedades ni se escuden tras sus derechos como ciudadanos ni como funcionarios públicos. Amenác...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Contraportada
  4. Legal
  5. Introducción
  6. Cronología
  7. EL TITÁN
  8. Capítulo I. La nueva ciudad
  9. Capítulo II. La exploración
  10. Capítulo III. Una tarde en Chicago
  11. Capítulo IV. Peter Laughlin y Co.
  12. Capítulo V. Sobre la esposa y la familia
  13. Capítulo VI. La nueva reina de la casa
  14. Capítulo VII. El gas de Chicago
  15. Capítulo VIII. Esto sí que es pelear
  16. Capítulo IX. En pos de la victoria
  17. Capítulo X. Una prueba
  18. Capítulo XI. Los frutos del atrevimiento
  19. Capítulo XII. Un nuevo partidario
  20. Capítulo XIII. La suerte está echada
  21. Capítulo XIV. Corrientes ocultas
  22. Capítulo XV. Un nuevo afecto
  23. Capítulo XVI. Un interludio fatídico
  24. Capítulo XVII. El preludio del conflicto
  25. Capítulo XVIII. El enfrentamiento
  26. Capítulo XIX. Ni el infierno tiene la furia de una mujer despechada
  27. Capítulo XX. El hombre y el superhombre
  28. Capítulo XXI. Cuestión de túneles
  29. Capítulo XXII. Al fin los tranvías
  30. Capítulo XXIII. El poder de la prensa
  31. Capítulo XXIV. La aparición de Stephanie Platow
  32. Capítulo XXV. Aires de Oriente
  33. Capítulo XXVI. Amor y guerra
  34. Capítulo XXVII. El financiero hechizado
  35. Capítulo XXVIII. El desenmascaramiento de Stephanie
  36. Capítulo XXIX. Una disputa familiar
  37. Capítulo XXX. Obstáculos
  38. Capítulo XXXI. Desafortunadas revelaciones
  39. Capítulo XXXII. Una cena con invitados
  40. Capítulo XXXIII. El señor Lynde al rescate
  41. Capítulo XXXIV. Entra en escena Hosmer Hand
  42. Capítulo XXXV. Un acuerdo político
  43. Capítulo XXXVI. Se aproximan las elecciones
  44. Capítulo XXXVII. La venganza de Aileen
  45. Capítulo XXXVIII. La hora de la derrota
  46. Capítulo XXXIX. La nueva administración
  47. Capítulo XL. Un viaje a Louisville
  48. Capítulo XLI. La hija de la señora Fleming
  49. Capítulo XLII. F. A. Cowperwood, tutor
  50. Capítulo XLIII. El planeta Marte
  51. Capítulo XLIV. Licencia conseguida
  52. Capítulo XLV. Horizontes inciertos
  53. Capítulo XLVI. Los abismos y las alturas
  54. Capítulo XLVII. American Match
  55. Capítulo XLVIII. El pánico
  56. Capítulo XLIX. El monte Olimpo
  57. Capítulo L. Una mansión en Nueva York
  58. Capítulo LI. El resurgir de Hattie Starr
  59. Capítulo LII. Tras el tapiz
  60. Capítulo LIII. Una declaración de amor
  61. Capítulo LIV. En busca de licencias para cincuenta años
  62. Capítulo LV. Cowperwood y el gobernador
  63. Capítulo LVI. Los apuros de Berenice
  64. Capítulo LVII. La última carta de Aileen
  65. Capítulo LVIII. El merodeador del bien público
  66. Capítulo LIX. Los derechos del capital y los derechos públicos
  67. Capítulo LX. La red
  68. Capítulo LXI. El cataclismo
  69. Capítulo LXII. La compensación
  70. Una retrospectiva
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