Teoría estética
eBook - ePub

Teoría estética

Obra completa 7

  1. 512 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Teoría estética

Obra completa 7

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Como el propio título indica, se trata de la exposición de la teoría estética del autor, en la que quedan recogidas todas sus ideas acerca del arte y de la filosofía del arte, en donde tiene cabida desde el análisis del origen, contenido de verdad y vida de las obras, hasta su relación con la política y la sociedad, la filosofía de la historia, la tecnología o la lógica, pasando por estudios clásicos de filosofía del arte, como la estética kantiana, la hegeliana o la psicoanalítica. Se ofrece una nueva traducción con la totalidad de los textos que constituyen la edición oficial de Suhrkamp.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Teoría estética de Theodor W. Adorno, Jorge Navarro Pérez en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Filosofía y Historia y teoría filosóficas. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2015
ISBN
9788446038054
Edición
1
Categoría
Filosofía
Teoría estética
Ha llegado a ser obvio que ya no es obvio nada que tenga que ver con el arte, ni en él mismo, ni en su relación con el todo, ni siquiera su derecho a la vida. La pérdida de actuación sin reflexión ni problemas no queda compensada por la infinitud abierta de lo que se ha vuelto posible ante la que se encuentra la reflexión. En muchas dimensiones, la ampliación resulta ser estrechamiento. El mar de lo nunca presentido en el que se adentraron los revolucionarios movimientos artísticos de 1910 no ha proporcionado la dicha aventurera prometida. En vez de esto, el proceso desencadenado por entonces ha devorado las categorías en cuyo nombre comenzó. Cada vez más cosas fueron arrastradas al remolino de los nuevos tabúes; por doquier, los artistas no disfrutaron del reino de libertad que habían conquistado, sino que aspiraron de inmediato a un presunto orden apenas sostenible. Pues la libertad absoluta en el arte (es decir, en algo particular) entra en contradicción con la situación perenne de falta de libertad en el todo. En éste, el lugar del arte se ha vuelto incierto. La autonomía que el arte obtuvo tras quitarse de encima su función cultual y sus secuelas se nutría de la idea de humanidad, por lo que se tambaleó cuanto menos la sociedad se volvía humana. En el arte desaparecieron como consecuencia de su propia ley de movimiento los constituyentes procedentes del ideal de humanidad. Pero la autonomía del arte es irrevocable. Han fracasado todos los intentos de restituirle al arte mediante una función social aquello en lo que duda y en lo que manifiesta dudar. Ahora bien, su autonomía comienza a mostrar un momento de ceguera. Este momento ha sido propio del arte desde siempre; en la era de su emancipación, eclipsa a todos los demás a pesar de (si no debido a) la ausencia de ingenuidad de la que, de acuerdo con Hegel, ya no se debe desprender. La ausencia de ingenuidad va unida a una ingenuidad de segunda potencia, a la incerteza sobre el para qué estético. Es incierto si el arte sigue siendo posible; si, tras su emancipación completa, no habrá socavado y perdido sus propios presupuestos. La pregunta surge a la vista de lo que el arte fue en otros tiempos. Las obras de arte salen del mundo empírico y producen un mundo con una esencia propia, contrapuesto al empírico, como si también existiera este otro mundo. De este modo, tienden a priori a la afirmación, por más trágicas que sean. Los clichés sobre el destello de reconciliación que el arte esparce sobre la realidad son repugnantes no sólo porque parodian el concepto enfático de arte en sentido burgués e incluyen al arte en el grupo de los consuelos dominicales, sino también porque remueven la herida misma del arte. La inevitable renuncia del arte a la teología, a la pretensión ilimitada a la verdad de la redención (una secularización sin la cual el arte nunca se habría desplegado), lo condena a dar a lo existente una confortación que, carente de toda esperanza en otra cosa, fortalece el hechizo de aquello de lo que la autonomía del arte quisiera liberarse. El propio principio de autonomía es sospechoso de esa confortación: al atreverse a poner en pie una totalidad, algo redondo, cerrado en sí mismo, esta imagen se transfiere al mundo en que el arte se encuentra y que lo produce. El repudio del arte a la empiria (que está en su concepto, no es una mera escapatoria, sino una ley inmanente del arte) sanciona la preponderancia de la empiria. En un libro, Helmut Kuhn ha certificado para gloria del arte que cada una de sus obras es una alabanza[1]. Su tesis sería verdadera si fuera crítica. A la vista de cómo ha degenerado la realidad, la inevitable esencia afirmativa del arte se ha vuelto insoportable. El arte tiene que dirigirse contra lo que conforma su propio concepto, con lo cual se vuelve incierto hasta la médula. Pero no hay que despacharlo mediante su negación abstracta. Al atacar lo que a lo largo de toda la tradición le parecía garantizado como su capa fundamental, el arte se transforma cualitativamente, se convierte en otra cosa. El arte es capaz de esto porque, en virtud de su forma, a lo largo de los tiempos tanto se ha dirigido contra lo meramente existente como ha acudido en su ayuda dando forma a sus elementos. El arte no se puede reducir ni a la fórmula general del consuelo ni a la de su contrario.
El arte tiene su concepto en la constelación de momentos que va cambiando históricamente; se niega a ser definido. Su esencia no se puede deducir de su origen, como si lo primero fuera una capa fundamental sobre la que todo lo siguiente se levanta y que, si se deteriora, lo echa abajo. La creencia de que las primeras obras de arte fueron las más elevadas y puras es romanticismo tardísimo; con no menos razón se podría decir que los primeros productos de tipo artístico, no separados de las prácticas mágicas, del testimonio histórico y de fines pragmáticos como hacerse oír a lo lejos por medio de gritos o de sonidos de un instrumento de viento, son turbios e impuros; el clasicismo solía servirse de este tipo de argumentos. Desde un punto de vista crudamente histórico, los datos no pasan de vaguedades[2]. El intento de subsumir ontológicamente la génesis histórica del arte bajo un motivo supremo se perdería necesariamente en cosas tan dispares que la teoría no obtendría nada más que el conocimiento (relevante, por supuesto) de que no se puede encuadrar a las artes en una identidad íntegra del arte[3]. En las consideraciones dedicadas a las arcai estéticas proliferan de manera silvestre una junto a otra la recopilación positivista de material y la especulación (a la que tanto suelen odiar las ciencias); Bachofen sería el ejemplo más grande. Si, en vez de esto, se quisiera distinguir a la manera filosófica la llamada cuestión del origen, la cuestión de la esencia, respecto de la cuestión genética de la prehistoria, se confesaría una arbitrariedad al emplear el concepto de origen en contra de su significado literal. La definición de lo que el arte es siempre está marcada por lo que el arte fue, pero sólo se legitima mediante lo que el arte ha llegado a ser y la apertura a lo que el arte quiere (y tal vez puede) llegar a ser. Así como hay que mantener su diferencia respecto de la mera empiria, el arte cambia cualitativamente en sí mismo; algunas cosas, como los objetos de culto, se transforman mediante la historia en arte, lo cual no eran; algunas cosas que eran arte ya no lo son. La pregunta planteada desde arriba de si un fenómeno como el cine es arte no conduce a ninguna parte. Que el arte haya llegado a ser remite su concepto a lo que el arte no contiene. La tensión entre lo que impulsa al arte y su pasado circunscribe las llamadas preguntas estéticas constitutivas. El arte sólo es interpretable al hilo de su ley de movimiento, no mediante invariantes. El arte se define en relación con lo que el arte no es. Lo específicamente artístico en el arte hay que derivarlo de su otro por cuanto respecta a su contenido; esto ya satisfaría la exigencia de una estética materialista-dialéctica. El arte se especifica en lo que lo separa de aquello a partir de lo cual llegó a ser; su ley de movimiento es su propia ley formal. El arte sólo es en relación con su otro; el arte es el litigio con su otro. Para una estética reorientada es axiomático el conocimiento desarrollado por el Nietzsche tardío contra la filosofía tradicional de que también lo que ha llegado a ser puede ser verdadero. Habría que dar la vuelta a la tesis tradicional que Nietzsche demolió: la verdad sólo es como algo que ha llegado a ser. Lo que en la obra de arte se presenta como su propia legalidad es un producto tardío de la evolución intratécnica y de la situación del arte en medio de la secularización creciente; sin duda, las obras de arte sólo han llegado a ser tales negando su origen. No hay que afearles como un pecado original la vergüenza de su vieja dependencia respecto de disparates, servidumbres y divertimentos una vez que han aniquilado aquello de donde surgieron. La música para banquetes ni es ineludible para la música liberada ni fue un servicio honorable al ser humano al que el arte autónomo se sustrae de manera criminal. Su despreciable sonsonete no mejora porque la mayor parte de lo que hoy llega a los seres humanos como arte explote el eco de ese sonsonete.
La perspectiva hegeliana de una posible muerte del arte concuerda con el hecho de que el arte haya llegado a ser. Que Hegel pensara el arte como perecedero y sin embargo lo asignara al espíritu absoluto cuadra con el carácter doble de su sistema, pero tiene una consecuencia a la que él nunca habría llegado: el contenido del arte (su absoluto, de acuerdo con Hegel) no se agota en la dimensión de su vida y muerte. El arte podría tener su contenido en su propio carácter perecedero. Es imaginable, no es una posibilidad meramente abstracta, que la música grande (algo tardío) sólo fuera posible en un período limitado de la humanidad. La revuelta del arte, presente desde el punto de vista teleológico en su «posición respecto de la objetividad», del mundo histórico, se ha convertido en su revuelta contra el arte; es ocioso profetizar si el arte sobrevivirá a esto. La crítica de la cultura no puede ocultar lo que en otros tiempos lamentó el pesimismo cultural reaccionario: que, como supuso Hegel hace ciento cincuenta años, el arte podría haber entrado en la era de su ocaso. Igual que la palabra descomunal de Rimbaud consumó en sí misma hace cien años la historia del arte moderno, anticipándola, también su enmudecimiento, su integración como empleado, anticipó la tendencia. Hoy, la estética no tiene poder alguno sobre si será una necrología para el arte; pero no debe pronunciar su discurso fúnebre; no debe constatar el final, consolarse con lo pasado y pasarse (da igual bajo qué título) a la barbarie, que no es mejor que la cultura que se ha merecido la barbarie como castigo por su esencia bárbara. Aunque el arte haya sido suprimido, se suprima a sí mismo, perezca o continúe desesperadamente, el contenido del arte pasado no tiene necesariamente que desaparecer. Podría sobrevivir al arte en una sociedad que se hubiera librado de la barbarie de su cultura. Lo que ha muerto ahora no son simplemente formas, sino innumerables materiales: la literatura sobre el adulterio que llena la parte victoriana del siglo xix y de comienzos del siglo xx ya apenas se comprende tras la disolución de la pequeña familia burguesa y el relajamiento de la monogamia; ya sólo pervive penosa y trastornadamente en la literatura vulgar de las revistas ilustradas. Sin embargo, lo auténtico de Madame Bovary, que antes estaba hundido en su contenido, ha dejado atrás a éste y a su decadencia. Por supuesto, esto no puede conducirnos a la fe optimista de la filosofía de la historia en el espíritu invencible. El contenido puede arrastrar en su caída a lo que es más que él. El arte y las obras de arte son caducos porque no sólo en tanto que heterónomos y dependientes, sino hasta en la formación de su autonomía (que ratifica el establecimiento social del espíritu aislado por la división del trabajo), son no sólo arte, sino también algo ajeno, contrapuesto al arte. Con el propio concepto de arte está mezclado el fermento que lo suprime.
La fractura estética no puede prescindir de lo que queda fracturado; la imaginación, de lo que ella se representa. Esto vale en especial para la finalidad inmanente. En relación con la realidad empírica, el arte sublima el principio allí imperante del sese conservare en el ideal de ser uno mismo de sus productos; se pinta –como decía Schönberg– un cuadro, no lo que representa. Por sí misma, toda obra de arte quiere la identidad consigo misma, que en la realidad empírica no se consigue porque se impone violentamente a todos los objetos la identidad con el sujeto. La identidad estética ha de socorrer a lo no-idéntico que es oprimido en la realidad por la imposición de la identidad. Sólo gracias a la separación respecto de la realidad empírica que le permite al arte modelar según sus necesidades la relación entre el todo y las partes, la obra de arte se convierte en el ser de segunda potencia. Las obras de arte son copias de lo vivo empíricamente en la medida en que proporcionan a éste lo que se le niega fuera, de modo que lo liberan de aquello en que lo convierte su experiencia cósica exterior. Aunque no se puede difuminar la línea de demarcación entre el arte y la empiria (ni siquiera haciendo del artista un héroe), las obras de arte tienen una vida sui generis. No se trata simplemente de su destino exterior. Las obras de arte significativas sacan a la luz continuamente capas nuevas, envejecen, se enfrían, mueren. Es una tautología que, en tanto que artefactos, producciones humanas, no viven inmediatamente, como los seres humanos. Pero en el arte el acento sobre el momento del artefacto se refiere menos al hecho de que esté producido que a su propia constitución, con independencia de cómo surgiera ésta. Las obras de arte están vivas en tanto que hablan, de una manera que está negada a los objetos naturales y a los sujetos que las hicieron. Hablan en virtud de la comunicación de todo lo individual en ellas. De este modo contrastan con la dispersión de lo meramente existente. Precisamente en tanto que artefactos, productos del trabajo social, las obras de arte se comunican también con la empiria a la que repudian, y de ella extraen su contenido. El arte niega las determinaciones impresas categorialmente a la empiria y, sin embargo, oculta en su propia sustancia algo existente empíricamente. Si el arte se opone a la empiria mediante el momento de la forma (y la mediación de forma y contenido no se puede entender sin esta distinción), la mediación hay que buscarla de una manera hasta cierto punto general en que la forma estética es contenido sedimentado. Las formas en apariencia más puras (las formas musicales tradicionales) se remontan hasta en sus detalles idiomáticos a un contenido, como la danza. Muchos ornamentos fueron en tiempos símbolos cultuales. Habría que ampliar la búsqueda de la conexión entre las formas estéticas y los contenidos que la escuela del instituto de Warburg llevó a cabo en el objeto específico de la pervivencia de la Antigüedad. Sin embargo, la comunicación de las obras de arte con lo exterior, con el mundo, ante el que se cierran por suerte o por desgracia, sucede mediante no-comunicación; en esto se revelan quebradas. Sería fácil pensar que su reino autónomo sólo tiene en común con el mundo exterior elementos prestados que pasan a un contexto completamente transformado. Sin embargo, es indiscutible la trivialidad histórica de que el desarrollo de los métodos artísticos que se suelen resumir en el concepto de estilo está en correspondencia con el desarrollo social. Hasta la obra de arte más sublime adopta una posición determinada frente a la realidad empírica cuando se escapa de su hechizo, no de una vez para siempre, sino una y otra vez, de una manera inconscientemente polémica contra su situación en la hora histórica. Que las obras de arte «representen» como mónadas sin ventanas lo que ellas no son, apenas se puede comprender de otra manera que si su propia dinámica, su historicidad inmanente (en tanto que dialéctica de naturaleza y dominio de la naturaleza) es no sólo de la misma esencia que la dinámica exterior, sino que además se parece a ella sin imitarla. La fuerza productiva estética es la misma que la del trabajo útil y tiene en sí la misma teleología; y lo que se puede llamar relación productiva estética, todo aquello en lo que se encuentra integrada la fuerza productiva y en lo que se activa, son sedimentos o improntas de la fuerza productiva social. El carácter doble del arte en tanto que autónomo y en tanto que fait social se comunica sin cesar a la zona de su autonomía. En esa relación con la empiria, las obras de arte salvan, neutralizado, lo que una vez los seres humanos experimentaron literal y completamente en la existencia y lo que el espíritu expulsó de ésta. Participan en la Ilustración porque no mienten: no fingen la literalidad de lo que habla desde ellas. Pero son reales en tanto que respuestas a la figura interrogativa de lo que les llega desde fuera. Su propia tensión es acertada en relación con la tensión de fuera. Las capas fundamentales de la experiencia que motivan el arte están emparentadas con el mundo de los objetos, ante el que retroceden asustadas. Los antagonismos irresueltos de la realidad retornan en las obras de arte como los problemas inmanentes de su forma. Esto, y no el impacto de momentos objetuales, define la relación del arte con la sociedad. Las relaciones de tensión en las obras de arte cristalizan puramente en éstas y dan en lo real al emanciparse de la fachada fáctica de lo exterior. El arte, χωρίς de lo existente empíricamente, toma posición ante ello en consonancia con el argumento de Hegel contra Kant de que al poner una barrera se atraviesa la barrera y se acoge aquello contra lo que había sido levantada. Sólo esto, y no una moralización, es la crítica del principio l’art pour l’art, que en negación abstracta hace del χωρισμός del arte su bien supremo. La libertad de las obras de arte, de la que se jacta su autoconsciencia y sin la cual no existirían, es la astucia de su propia razón. Todos sus elementos atan a las obras de arte a aquello en cuya superación consiste su dicha y en lo cual amenazan con volver a hundirse en cualquier momento. En su relación con la realidad empírica, las obras de arte recuerdan a la idea teológica de que en el estado de redención todo es como es y, sin embargo, completamente diferente. Es innegable la analogía con la tendencia de la profanidad a secularizar el ámbito sacro, hasta que éste ya sólo se mantiene secularizado; el ámbito sacro es (por decirlo así) objetualizado, delimitado por jalones, porque su propio momento de falsedad tanto espera la secularización como se defiende frente a ella. De acuerdo con esto, el concepto puro de arte no sería un ámbito asegurado de una vez para siempre, sino que tendría que volver a establecerse cada vez, en equilibrio momentáneo y quebradizo, comparable (y algo más) al equilibrio psicológico entre el yo y el ello. El proceso de apartarse tiene que renovarse continuamente. Cada obra de arte es un instante; cada obra de arte conseguida es una detención momentánea del proceso como el cual se manifiesta al ojo perseverante. Si las obras de arte son respuestas a su propia pregunta, de este modo se convierten propiamente en preguntas. La tendencia (no estorbada hasta hoy por la fracasada «formación») a percibir el arte de una manera extraestética o preestética no es sólo un atraso bárbaro o una miseria de la consciencia de los regresivos. Algo en el arte la favorece. Si el arte es percibido de una manera estrictamente estética, no es percibido de una manera estéticamente correcta. Sólo donde también se siente lo otro del arte como una de las primeras capas de la experiencia del arte, se puede sublimar al arte, disolver la implicación material sin que el ser-para-sí del arte se vuelva indiferente. El arte es para sí y no lo es; pierde su autonomía sin lo heterogéneo a él. Las grandes epopeyas que han derrotado al olvido estaban mezcladas en su tiempo con informes históricos y geográficos; el artista Valéry estudió cuántas cosas no fundidas en la legalidad formal aparecen en las epopeyas homéricas, pagano-germánicas y cristianas, sin que esto reduzca su rango frente a las obras puras. De una manera similar, la tragedia (de la que parece haberse extraído la idea de autonomía estética) era la copia de acciones cultuales reales que debían surtir un efecto. La historia del arte en tanto que historia del progreso de su autonomía no ha podido extirpar ese momento,...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Teoría estética
  5. Paralipómenos
  6. Introducción inicial
  7. Epílogo del editor