Los antiguos y los posmodernos
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Los antiguos y los posmodernos

Sobre la historicidad de las formas

  1. 328 páginas
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Los antiguos y los posmodernos

Sobre la historicidad de las formas

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Si, como muchos ahora parecen sostener, "todo cambió" a comienzos de la década de 1980, no debería resultar sorprendente que otro tanto haya ocurrido con nuestra visión del pasado más inmediato. La historia reciente –aquella en la que hunde sus raíces el mundo contemporáneo– ya no es el siglo XIX, sino el modernismo del XX. En consonancia, nuestro nuevo "clasicismo" ya no arranca del mundo antiguo, sino que se ha desplazado en el tiempo hacia adelante, hasta el Renacimiento y más allá, periodos cuyas obras de arte se conciben ahora en distinta relación con el presente.En este innovador libro, el renombrado teórico y crítico Fredric Jameson muestra cómo esta perspectiva reactualizada altera la recepción crítica de Rubens, Wagner o Mahler. Esta renovada lectura se plantea asimismo para otras artes, singularmente el cine, objeto de un análisis más apegado a la literatura. Tentativas y prospecciones sobre las tendencias y experimentos artísticos contemporáneos, sobre la puesta en escena de obras teatrales, las épicas nacionales, la ciencia ficción, las nuevas formas que adoptan las series de televisión e incluso sobre las tendencias literarias norteamericanas más recientes completan esta vasta panorámica del futuro estético.

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Información

Año
2020
ISBN
9788446048121
III
Trascendencia y música de película en Mahler
a Ramón del Castillo
Aquel (1927) fue el año de la alta y milagrosa cosecha de música de cámara: primero, el ensemble para tres cuerdas, tres instrumentos de viento-madera y piano; una pieza discursiva, podría decirse, con temas muy largos a la manera de una improvisación, elaborados de muchos modos diversos sin dar nunca la impresión de la repetición. ¡Cómo me gusta el anhelo, el vehemente deseo que lo caracteriza! La nota romántica –desde que, después de todo, se la trata con los dispositivos modernos más estrictos–, en realidad, temática, pero con tal considerable variación que verdaderamente no hay «repeticiones». El primer movimiento se ha llamado expresamente «fantasía»; el segundo es un adagio que se eleva en un potente crescendo; el tercero, el final, que comienza bastante ligero, casi alegremente, para ir ofreciendo progresivamente un contrapunto y, al mismo tiempo, va adquiriendo cada vez más un carácter de trágica gravedad, hasta que termina en un lúgubre epílogo semejante a una marcha fúnebre. El piano nunca se utiliza como relleno armónico; su parte es de solista como en un concierto para piano, probablemente una supervivencia del concierto para violín. Lo que quizás admiro más profundamente es la maestría con que se resuelve aquí la combinación de sonidos. En ninguna parte los instrumentos de viento cubren las cuerdas, sino que siempre les permiten hacer oír su voz y alternarse con ellos; sólo, en muy escasas ocasiones, cuerdas y vientos se combinan en un tutti. Si tengo que resumir la impresión general, es como si uno se dejara arrastrar desde una firme y familiar posición inicial a regiones cada vez más remotas; nada es como uno lo espera. «No he querido escribir», me dijo Adrian, «una sonata, sino una novela».
Thomas Mann, Doktor Faustus[1]
1.
Identificar la contradicción formal presente en el corazón de una obra no es criticarla; es un modo de localizar las fuentes de su producción; en otras palabras, siguiendo la útil fórmula de Lukács, es articular el problema de la forma que la obra intenta resolver. Sin enfrentarse a ese problema formal, es decir, sin forcejear con una contradicción genuina, es difícil comprender cómo una obra pudo lograr alguna distinción o ganar algún valor. El problema de la forma (y no necesariamente su soluciones, pues las contradicciones nunca se resuelven y los problemas sólo «se resuelven» articulándolos) asegura la posición de la obra en la historia: en la historia de la forma, en primer lugar, y, por esa vía, en los diversos niveles de la historia social, de la subjetividad y del modo de producción.
Los comentadores de Mahler a menudo comienzan con sus canciones, que son extraordinarias y verdaderamente únicas y que también pueden ser documentadas como fuentes de importantes periodos de la música orquestal. No obstante, por el hecho mismo de ser poemas, que contienen lenguaje verbal, también tienden a inclinar los comentarios hacia las significaciones, biográficas o existenciales, y a aproximarse peligrosamente a ese lodazal de interpretación que cualquier análisis resueltamente formal tratará de evitar.
(Vale la pena agregar no sólo que estas reflexiones omiten las canciones –ese extraordinario cuerpo de obra lírica que, desde cualquier punto de vista, representa el clímax del Lied alemán como forma musical–, sino que las canciones son tan distintas de la obra sinfónica que podrían considerarse la práctica de un arte o un medio por completo diferente, como un gran pintor que escribe poesías o un gran dramaturgo que, porque le da gusto, escribe una secuencia de sonata; un novelista que también pinta; un poeta que hace un filme, o hasta ¡un pintor que cuenta cuentos! Las canciones transforman la materia prima de la obra sinfónica en melodías y, con ello, reifican una materia sonora transformándola en un fluir de momentos de expresión inolvidablemente líricos. Das Lied von der Erde es un adiós a la vida, en el que no se lloran las intensidades del vivir, sino que se las eleva a afirmaciones extraordinariamente memorables: «agridulces», como podrían decir los periodistas de suplementos culturales. Este es, en realidad, el lugar para hablar de los tipos anticuados de sentidos interpretativos –optimismo y pesimismo– y para evocar la emoción antes que el afecto, como haré al describir la obra sinfónica, pero este es un lenguaje o un medio radicalmente diferente del que representa la voz cuando, en el gran poema lírico de Nietzsche, está inmersa en la Tercera Sinfonía o hasta cuando, en ciertos pasajes de Das Lied von der Erde, lo sinfónico está peligrosamente cerca de arrollar el verso chino y al cantante que, momentáneamente, está en armonía con él. Las canciones son momentos preciosos únicos, para ocasiones especiales: las elaboraciones sinfónicas son una obra continua, interminable, en la que uno puede sumergirse en cualquier momento haciendo nuevas preguntas y hallando nuevas respuestas.)
Pues, aún antes de ser compositor, Mahler fue en primer lugar y ante todo director de orquesta («Cualquier tonto», me advirtió Adorno, «puede detectar en su música las huellas de un director»[2] y, tal vez, la intemperada observación me autoriza a dirigir algunas críticas al mismo Adorno en las siguientes páginas). No dudo de que es igualmente legítimo comenzar por la consideración más formal de la voz entendida como un instrumento más entre otros, cuya inesperada introducción en el instante mismo en que todos los demás instrumentos habían dicho lo suyo y agotado sus posibilidades (en el cuarto movimiento de la Tercera Sinfonía, por ejemplo) produce un impacto aún mayor que el tintineo de los distantes cencerros.
Por otra parte, las intervenciones corales designan tradicionalmente esa trascendencia de la que prometo hablar en el título, mientras que el hecho de la canción o el Lied mismo debe registrarse formalmente como una especie de clausura que está al alcance de desarrollos orquestales (con los que se relaciona de una manera distante comparable a la que mantiene el cuento corto con la novela) y sirve para evitar el problema de los finales (del que hablaremos luego) al ofrecer un punto final más tradicional (a la Cuarta Sinfonía, por ejemplo): esta es una solución que nada tiene que ver con la alegría o el tono pastoral de esa sinfonía, sino que es puramente formal.
Así es que debemos comenzar con la orquesta misma, enormemente expandida en los tiempos poswagnerianos y convertida en una institución social adecuadamente central en la ciudad del siglo XIX, con su presupuesto, su relación con el gobierno y sus posiciones burocráticas o administrativas, entre las que la relativamente nueva jerarquía del director es de primordial importancia. Adorno la compara con el papel emergente de ese nuevo tipo de líder político (o hasta dictador) que ejemplifican Napoleón III o Bismarck, lo que podría alentarnos a especular sobre el poder y su satisfacción, pero que también debería desviar nuestra atención, en una perspectiva más materialista, a la logística y a entender por qué dirigir una gran orquesta se asemeja más a dirigir un ejército que a escribir una novela (aunque un Zola fuera capaz de transformar su composición en elaborados proyectos que incluían investigación, expedientes, viajes de inspección y planificaciones de toda índole).
Asimismo, debemos recordar la analogía fundamental que destaca Darko Suvin en el caso de esa otra institución artística de la época que fue el teatro, en sí mismo el microcosmos de una compleja sociedad industrial por derecho propio, con sus materialidades y sus jerarquías, sus divisiones del trabajo y sus oficios asociados, calificados y no calificados, sus copistas auxiliares y sus satélites y subordinados burocráticos, por no mencionar un tipo de público electoral sentado en primera fila dispuesto a juzgar. Como el teatro, la orquesta sinfónica representa, pues, una figura de la totalidad social misma; un mundo social en el que el Estado y sus funciones también figuran simbólicamente y cuyos debates (de los que, en el caso del teatro, tenemos una rica variedad, desde los de la Comuna de París, documentados por Suvin[3], a los manifiestos de Artaud y Brecht, el concepto de los happenings y hasta las prácticas de performance de nuestro propio tiempo) son, por lo tanto, también en la teoría musical y orquestal, políticos en sí mismos: vuelven a representar las diversas filosofías e ideologías políticas, las estrategias, las crisis constitucionales y revolucionarias, habituales en la vida extraestética del mundo real del que, con gran frecuencia, suelen ser una alegoría.
Por lo demás, este énfasis también arroja nueva luz sobre la cuestión del estilo. Indudablemente, el despliegue de orquestas cada vez más grandes abre nuevas posibilidades estilísticas, pero, al tiempo, ejerce una restricción al excluir antiguas simplicidades y las formas melódicas que antes solían vehiculizar; exige que se inventen nuevos fraseos expresivos más complejos.
Los estilos son, sin duda la articulación implícita de ideologías y lo que antes se llamaba las Weltanschauungen, como nos mostraron Spitzer y Sartre, pero también cumplen la función de límites históricos sobre lo que una obra puede decir y cómo puede ser recibida históricamente. Tanto Beethoven como Mahler tienen estilos distintivos, pero, en cierto sentido, sus logros formales están en tensión con aquellas formas de expresión más persistentes y personales en las que estás inscritos los estilos del periodo y cierto tipo de historia del estilo (o moda).
Tampoco deberíamos olvidar lo que podríamos llamar un «estilo institucional». Tal vez podamos volver a incluir en el adjetivo neutral y descriptivo sinfónico algo de la malicia peyorativa que Barthes se las ingenió para adherir a la palabra «novelístico» cuando se la usa para calificar oraciones individuales: la evocación connotativa de toda una forma institucional sobre la aparente inocencia de la ejecución de una parte o un detalle, una frase que debió de ser un mero paso en la construcción del conjunto. Lo que quería decir Barthes es que, así como una declaración florida puede detectarse inmediatamente como «oratoria», también el intento de narrar –y de hacer una narrativa novelística– a menudo puede advertirse en la «expresión» de una frase al pasar, un signo revelador de novelismo detectado, no en los componentes grandes y necesarios del proyecto (tales como los comienzos y los finales, los golpes de escena, etc.) sino, más bien, en las observaciones más insignificantes y prescindibles hechas de pasada que, precisamente, están puestas allí para producir ese effet de réel tan ideológicamente esencial para que la novela cumpla su función de operación[4].
De modo que tal vez aquí menos en la composición que en la ejecución, a una gran orquesta se la pone en evidencia invistiendo su fraseo y sus arranques con gran pompa y riqueza que, precisamente, denotan lo «sinfónico» como su significación y descubren la institución de la que la orquesta, el auditorio y el compositor son cómplices, dejando así al desnudo la relación constitutiva más profunda de esta forma con la burguesía misma que la ha puesto en primer plano y alimenta sus interpretaciones. Esta es una especie de autoconciencia de la ocasión; una satisfacción de sus talentosos, bien pagados y prestigiosos intérpretes; la construcción de la sala de conciertos a cargo del Ayuntamiento, y el precio de los abonos de la temporada: una visión fugaz aún más profunda que la «distinción» bourdieusiana, una que tan brevemente refleja la culpa de la cultura y su complicidad con el sistema de un modo que nunca pudo hacerlo una orquesta provincial, o que no podrían hacerlo un «ataque» de alguna manera menos supremamente perfecto o una dirección algo menos cómoda y menos confiada de la pieza (con todas sus dificultades). Seguramente, cuanto menos canónica es la música –como lo fue Mahler en su propio periodo inmediato–, tanto menos útil es la ocasión para ese tipo de revelación significativa; lo mismo puede decirse cuando el público está más familiarizado con una pieza, dado que los grandes caballitos de batalla del repertorio, por más que sigan siendo vehículos del virtuosismo, tienen menos posibilidad de atraer esa atención momentánea (puesto que ya conocemos, de antemano y de memoria, la categoría de la orquesta y del director).
En cuanto a la noción misma de estilo –tal como se desarrolló a partir del stylus o la letra manuscrita–, comenzó siendo un modo de autenticación en las artes visuales y, en particular, el análisis de los contenidos químicos de la pintura y la forma de las pinceladas (análogos a la escritura a mano en el estudio forense). Sólo con el desarrollo del modernismo como una resistencia individual a todo tipo de convenciones establecidas, la producción de un estilo único llega a ser valorizada como el signo distintivo del «genio» y se traslada al centro del telos modernista y de la coordenadas de la innovación radical.
Pero en la época de Beethoven, por ejemplo, la innovación aún era una cuestión de invención formal y la expansión de lo que podía hacerse en los diversos géneros musicales. Beethoven, ciertamente, tenía un estilo, tal como lo registra la configuración de sus temas, pero esta era aún la materia prima de sus formas: la terribilità de sus movimientos heroicos –distintos de cualquier pieza de Haydn y esencialmente, según se dice, inspirado por esa fuente completamente nueva y diferente que era la música revolucionaria francesa de la que tomó bastante prestado[5]– no es reductible a los tipos de temas a través de los cuales se expresa esta nueva energía.
Lo que caracteriza a los temas como tales continúa luego siendo un «estilo» en el sentido más «cultural» de una moda que está marcada en profundidad, histórica y socialmente en un aspecto diferente: transmite no tanto el espíritu único de este nuevo fenómeno histórico que es la revolución como las huellas de una cultura social que Barthes podría haber llamado vienicidad o vienidad (a pesar de que el renano Beethoven, como el judío moravo Mah­ler más tarde, fueron esencialmente extranjeros en esta capital cosmopolita). Hay, en estos temas, un lirismo característico que nos recuerda a la asombrosa crítica de Schönberg que hace Brecht alegando que su música era «demasiado dulce» (tal vez estaba pensando en el sa...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Dedicatoria
  5. PRIMERA PARTE. Nuestro clasicismo
  6. I. Los cuerpos narrativos: Rubens y la Historia
  7. II. Wagner como dramaturgo y alegorista
  8. III. Trascendencia y música de película en Mahler
  9. SEGUNDA PARTE. El modernismo tardío en el cine
  10. IV. Angelopoulos y la narrativa colectiva
  11. V. Historia y elegía en Sokúrov
  12. VI. El decálogo a la manera del Decamerón
  13. TERCERA PARTE. La adaptación como experimento posmoderno
  14. VII. ¿Eurobasura o Regieoper?
  15. VIII. Altman y lo popular nacional, o miserias y totalidad
  16. IX. Un Neuromante global
  17. X. Realismo y utopía en The Wire
  18. XI. Los relojes de Dresde
  19. XII. Socialismos contrafácticos
  20. XIII. Ese secretillo inconfesable