Paciencia de la acción
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Paciencia de la acción

Ensayo sobre la política de las asambleas

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Paciencia de la acción

Ensayo sobre la política de las asambleas

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Este ensayo se propone repensar la política revolucionaria de un modo no marxista, tomando como modelo algunas verdades de hecho introducidas por la secuencia de acontecimientos que se despliega entre las revueltas en algunos países árabes y la ola de Occupy, y muy particularmente el 15M. Hannah Arendt hubiese hablado a este respecto de la más reciente reaparición mundial del tesoro perdido de la tradición revolucionaria. Entre estos acontecimientos y el modo de pensar de Arendt nos ha parecido que se daba una profunda y misteriosa resonancia. Por eso el ensayo interroga principalmente esta obra, iluminada de un modo muy singular por los movimientos de ocupación de plazas, y confrontada con otras tentativas de renovar el pensamiento de la política, de autores contemporáneos como Badiou, Agamben, o especialmente Rancière.Hegel definió una vez a la filosofía como el trabajo, el esfuerzo y la paciencia del concepto. Sin embargo, tanto la tradición de la filosofía política, incluyendo su vertiente revolucionaria, como nuestros modos habituales de pensar nos llevan a considerar la acción emancipadora como un momento de ruptura puntual, y la revuelta como una serie de incidentes de negación aislados, tras los cuales se vuelve a la "normalidad". Contra esas formas tradicionales de la impaciencia, y armado de la esperanza que apareció en las plazas ocupadas, este ensayo se propone investigar las condiciones de inteligibilidad de una verdadera paciencia de la acción. Para que un día, tal vez, quién sabe, no haya necesidad de volver a la normalidad de la sujeción. Dos preguntas guían esta investigación. ¿Qué es una vida política? ¿Qué es un pensamiento plural?

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CAPÍTULO VIII
Una utopía política judía
¿QUÉ ES UN JUDÍO, POLÍTICAMENTE HABLANDO?
La política no es lo que contiene la guerra de todos contra todos, sino lo que organiza la fuga de todos ante todos. Por su concepción de la acción y del poder, por la distinción entre poder y violencia, Arendt no opone el poder a la seguridad. Pues la organización es, al contrario, con el papel que desempeña en ella la promesa, la única fuente plural de la seguridad. Pero eso solo resulta así a condición de nunca confundir el poder, que solo existe en plural, con la violencia.
Entre poder y violencia existe una relación inversamente recíproca. Cuanto más poder hay en un Estado, menos violencia, e inversamente. Sin embargo, podemos hacernos ante ese tipo de proposiciones la pregunta evidente: pues tal vez allí donde reina la desigualdad social, cuando vivimos en sociedades definidas por relaciones capitalistas de producción, la violencia ya está instalada desde el principio. Y la lucha de clases sería lo que opone una violencia de los oprimidos a la violencia de los opresores, con el objetivo de nivelar la desigualdad mediante presiones, huelgas, bloqueos o sabotajes. Debido a la organización económica, habría siempre una guerra social latente. Y aceptar la distinción entre poder político y violencia no política implica dejar sin recursos de combate a aquellos que no tienen poder. Significaría aceptar el consenso que separa lo político como una esfera sin violencia para asegurar todavía más que la violencia económica solo opere en un sentido, de una manera unilateral. Sería aceptar una definición unívoca de la violencia, la definición de quienes ocupan los puestos de mando.
Pero lo esencial de la distinción arendtiana entre poder y violencia es que define otra comprensión del conflicto. Pues la explotación opera en una esfera de violencia no política: y cuando quienes gobiernan son los «delegados del poder del capital», esta esfera de violencia se extiende efectivamente por todas partes. Pero no cabe oponer a esta extensión, según Arendt, otro tipo de violencia. Se trata de oponer a la extensión de la violencia otro tipo de poder, otro tipo de organización: ir desde ya hacia otro mundo de la política. Es oponer un poder en presente al poder representado, y oponer un poder plural y no partidario, regulado por la razón del entre, al monopolio estatal de la violencia. La política en acto no puede sino interrogar hasta dónde podemos llegar cuando separamos el poder de la violencia. Eso es también lo esencial de la paciencia de la acción, y lo que separa la política de la urgencia.
Pues la guerra civil es el gran chantaje del Leviatán vigía. Consiste en decir que donde hay poder de actuar en presente surge la guerra de todos contra todos. Desde ese punto de vista, más vale cualquier orden que el desorden, por más injusto que sea: y eso es lo que hace que el lazo de la división asimétrica se tenga en pie.
Pero esa fuga de todos ante todos que Arendt opone a la guerra civil no es solo una imagen del estado de naturaleza que ella retoma de Montesquieu. Es una experiencia muy factual que encontró en su tentativa de contribuir a la organización de una política judía. Pues lo esencial es que el sujeto del agravio a partir del cual Arendt despliega cierta concepción de la política no es el proletario, sino el sin-Estado, el refugiado, el paria. Por eso es importante explicitar cómo un pensamiento de la política pudo ver la luz a partir de un análisis de ese caso preciso. Pues el sin-Estado no es la minoría, no es el explotado: es aquel que permanece sin lazo en la sociedad fundada en el lazo de la división asimétrica. Alrededor de ese elemento «sin lazo» Arendt descubre las luchas por el derecho al derecho: esas luchas cuyo sentido consiste precisamente en simetrizar políticamente ese lazo, hacer existir una parte común, una parte de igualdad en presente en la sociedad de la desigualdad.
En el análisis de la cuestión de los sin-Estado encontramos una de las paradojas principales del pensamiento de Arendt, si no la paradoja fundamental. Hemos tratado ya de mostrar que en Arendt solo la inocencia, o una cierta inocencia en el sentido de un no-dominio de las consecuencias de lo que hacemos, es capaz de actuar, es decir, de empezar algo nuevo en el-mundo. Pero al mismo tiempo, al menos en el siglo XX, el inocente fue precisamente el sin-Estado, el refugiado, aquel que no disfrutó de estatus político en ningún Estado. Y de hecho, según Arendt, la historia del Estado moderno coincide con la de la caza de la inocencia, el encierro de la inocencia, la expulsión y el exterminio de la inocencia. Por eso cada vez ha habido menos pueblo y menos mundo a lo largo de esa historia, en Occidente. Y esa es la historia del totalitarismo.
Esta paradoja de la inocencia remite primero en Arendt a lo que podemos llamar su utopía política judía, que fue probablemente frustrada desde el momento en que el Estado de Israel se fundó de la forma mítica que conocemos. Pero, ¿qué fue, para Arendt, la política judía? ¿Qué es un judío, qué es un judío como sujeto político? Pues bien, un judío, para Arendt, y desde un punto de vista político, no es más que un ser humano. Pero es un ser humano que pertenece a un pueblo sin Estado: y precisamente, lo mismo que un día fue un judío, hoy lo es un palestino, un kurdo, un saharaui, etcétera. Un ser humano que pertenece a un pueblo sin Estado es lo que Arendt llama «un paria». Por eso la política judía fue para ella una política de parias. El pueblo judío, por su historia, por su situación en el contexto europeo, tenía a ojos de Arendt la oportunidad en el siglo XX de transformarse, si actuaba, en una especie de vanguardia política de los parias del mundo, y en primer lugar de los parias del-mundo europeo.
El paria no es más que un hombre, un simple ser humano sin ninguna cualidad específica: exactamente lo mismo que Agamben llama una «vida nuda»[1]. Pero mientras Agamben analiza detenidamente cómo esa vida nuda indeterminada es sometida a todo el abanico de las formas de dominación conocidas y por conocer, para después llevarla a algún refugio monástico en el que por fin encontrará su forma, Arendt trata de determinar la política de los parias, que no consiste en alguna biopolítica ficticia, que sería la ficción contraria al biopoder ficticio. Pues la vida nuda habla pluralmente, actúa pluralmente, y por eso el paria es un ser humano y no un concepto. Y qué sea lo humano, lo simplemente humano, solo podemos descubrirlo en el paria. Pues el paria no es más que un ser humano, que no pertenece a ninguna comunidad estatal. Pero esa situación de no-pertenencia del paria ha sido para Arendt el lugar privilegiado desde el que determinar qué es la política es su sentido más simple, más esencial, más directo. No la política de los judíos o de los proletarios, sino la de los seres humanos, al margen de cualquier particularidad o estatus social. La política sin nombre particular, por tanto, pero también la política entera, la política simplemente: la política.
Los individuos sin Estado representan el fenómeno más novedoso de la época contemporánea. No encontramos en ellos ninguna de las categorías ni regulaciones propias al espíritu del siglo XIX. Están tan alejados de la vida nacional de los pueblos como de las luchas de clase de la sociedad. No son minoritarios ni proletarios, se sitúan fuera de todas las leyes. Cuando se trata de esta ausencia fundamental de derechos, ninguna naturalización podía servir de nada en Europa. Cada vez había más naturalizados y nadie informado podía ignorar que el menor cambio de gobierno podía ser suficiente para anular todas las naturalizaciones concedidas bajo el gobierno precedente. Naturalizado o no, los campos de concentración permanecían operativos. Rico o pobre, uno pertenecía a la capa cada vez más numerosa de parias europeos[2].
Es lo que podemos leer en el artículo «Paciencia activa». Y en el manifiesto «Nosotros, los refugiados»:
Todas las cualidades judías tan ensalzadas –el «corazón judío», la humanidad, el humor, la inteligencia desinteresada– son cualidades de parias. Todos los defectos judíos –falta de tacto, imbecilidad política, complejo de inferioridad y avaricia– son características de los arribistas. Siempre ha habido judíos que nunca han querido cambiar su actitud humana y su visión naturalmente penetrante de la realidad por la estrechez del espíritu de casta o la irrealidad esencial de las transacciones financieras. (EJ, 364-365)
Por eso el judío ha sido, desde un punto de vista político, el paria. Y en todo lo que ella ha escrito sobre la «cuestión judía», lo que más impresiona es cómo logra evitar toda influencia del discurso enemigo. Frente al mito nazi, nunca construye un mito judío; y, como siempre en Arendt, lo asombroso es que lo religioso brilla por su ausencia. A mil leguas de fabricar un mito judío, incluso en sus estudios sobre «la tradición oculta», que tratan sobre las diferentes figuras de lo que ella llama «parias conscientes», Arendt no cesa de subrayar la falta de contenido político de las aventuras más admirables de esos parias. Así ocurre con Heine, el señor del mundo onírico; con Lazare, el paria consciente; con Chaplin, el sospechoso; o con Kafka, el hombre de buena voluntad.
En Arendt, y desde un punto de vista político, el judío es el paria, es decir, aquel que solo es un ser humano sin ninguna cualidad específica, que pertenece a un pueblo sin Estado. Para ella, lo más precioso que hay en el judío es precisamente lo que deriva de lo humano, de lo simplemente humano: esa es la pequeña verdad de hecho de la gran leyenda del genio judío. Pero la ausencia de pertenencia estatal o social del paria hace de él normalmente un arribista: ese individuo que precisamente por no pertenecer a ningún medio social, a ninguna comunidad nacional, se vuelve, cuando finalmente consigue ser aceptado en tal medio, cuando consigue naturalizarse en tal comunidad, el más tozudo defensor de los prejuicios de casta de todos, el más patriota de todos.
La historia del arribista es la de ese señor Cohn de Berlín, que ella cuenta en Nosotros, los refugiados, quien desde 1933, en pocos años y al ritmo de la extensión del nazismo, comienza siendo un «alemán al ciento cincuenta por ciento, un súper-patriota alemán», para después volverse, cuando cambia de país, un patriota checo igualmente ultraconvencido, para después cuando se traslada a Viena, pasar a ser un súper-patriota austríaco, para después marchar a París y preparar «su asimilación en Francia, identificándose con “nuestro” ancestro Vercingetórix» (EJ, 361). Es la historia siniestra que cuenta en Eichmann en Jerusalén, según la cual hubo grupos sionistas que colaboraron con los nazis en diferentes intentos delirantes de resolver el «problema judío», por ejemplo preparando una gran migración del pueblo judío a la isla de Madagascar; o también esas historias de judíos que por patriotismo alemán, checo, austríaco o francés fueron los primeros en subir a los trenes que les conducían a los campos de la muerte, para dar pruebas de fraternidad y lealtad a sus compatriotas. También son las historias de los «judíos de corte» o de los «judíos de excepción», que siempre pretendieron gozar de privilegios divinos incluso en relación a su propio pueblo, por ejemplo en cuanto a la riqueza, como los Rothschild y el resto; o también esos intelectuales puramente sociales, como Zweig, que «en lugar de luchar, se callaba, contento porque sus libros no habían sido inmediatamente prohibidos» (EJ, 410).
Son historias cómicas y siniestras, ordinarias o excepcionales, las que Arendt descubre en su análisis del intervalo judío. Pero todas remiten a lo que ella llama, en las frases citadas anteriormente, «la imbecilidad política» del paria arribista. Y eso es lo esencial, a ojos de Arendt: que cualquier paria arribista tendrá tendencia a súper-asimilarse de ese modo. Como también escribe en Nosotros, los refugiados:
Muy pocos individuos tienen la fuerza de conservar su integridad si su posición social, política y jurídica es cuestionada. Como no tenemos el valor necesario para luchar y modificar nuestra posición social y legal, hemos intentado –la mayor parte de nosotros– cambiar de identidad. Un comportamiento extraño que todavía empeora más las cosas. Somos en parte responsables del estado de confusión en el que vivimos. (EJ, 361)
De ahí que las reacciones imbéciles de ciertos judíos frente a la situación a la que se les condenaba en la Europa de la ascensión del nazismo no nos digan nada particular sobre el pueblo judío, salvo precisamente que ha sido un pueblo paria, un pueblo sin Estado.
El mundo del arribista es el del «sálvese-quien-pueda» social, tan bien descrito en la literatura novelesca del siglo XIX: ahí se sitúa la raíz de la imbecilidad política, según Arendt, en que uno siempre toma sus deseos por la realidad, y pierde todo contacto con lo real. No se es nada al principio, pero se llega a ser algo más tarde, se llega a pertenecer a algo, y entonces uno cree que es quien más pertenece, quien llegó primero, quien tiene más derechos para estar ahí: todo porque uno ha conseguido arribar, ha dado el gran salto prodigioso a la sociedad. Así, si se es rico, uno siempre puede comprar títulos de nobleza, no decir más que mentiras sobre su pasado, y, en fin, falsificarlo todo. Eso es lo que da un tono específico a la sociedad de los arribistas. Y, por ejemplo, En busca del tiempo perdido de Proust, en esta perspectiva, puede ser leída como el descubrimiento progresivo por parte del narrador de que todo lo que creía ser el-mundo no es en verdad más que una sociedad de arribistas: y que ese-mundo solo podría existir verdaderamente en la obra de arte.
El único problema es que todos esos cambios de identidad de los arribistas producen una gran confusión: uno acaba por ya no saber ni lo que es ni lo que hace, pierde completamente el contacto con lo real, vive de una manera totalmente imaginaria. Y de hecho, como señala Arendt, los arribistas gustan especialmente del mundo de las transacciones financieras, precisamente por su irrealidad. Y especialmente los judíos: la gran leyenda de los complots de la oligarquía judía internacional no es más que la pequeña verdad política del arribista. Y la historia de la burguesía en el siglo XIX, esa leyenda de la gran burguesía cultivada que algunos echan tanto de menos en nuestros días, no es más que la de la conformación progresiva de la sociedad de los arribistas, como podemos verlo una vez más en la literatura novelesca, por ejemplo en la obra de Jane Austen: solo se habla de dinero, sin cesar, y en ese aspecto es una pura sociología del arribista, aunque, evidentemente, eso no constituya el único interés de esa obra[3].
En ese sentido, la persecución política nazi de los judíos revela la profunda verdad de las palabras de Balzac: «On ne parvient pas deux fois» (EJ, 365), esa misma verdad que después Fitzgerald redescubrió en el arribismo norteamericano. Es decir, que cuando uno ha arribado a algún sitio, cuando uno se ha asimilado y después ha sido desnaturalizado, se acabó la histo...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Citas
  5. Prólogo
  6. Prefacio. Aullidos del 15M
  7. PRIMERA PARTE. ¿QUÉ SIGNIFICA MOVERSE POLÍTICAMENTE?
  8. I. La acción y la «cuestión social»
  9. II. Ocupar el concepto
  10. III. Hacia una paciencia de la acción
  11. SEGUNDA PARTE. EL «MARXISMO» Y LA EMANCIPACIÓN OBRERA
  12. IV. Dialéctica de la necesidad
  13. V. La emancipación obrera
  14. TERCERA PARTE. DIVISIONES Y ASIMETRÍAS
  15. VI. Memoria sin hilo
  16. VII. El Leviatán vigía
  17. CUARTA PARTE. POLÍTICA DE LOS PUEBLOS SIN ESTADO
  18. VIII. Una utopía política judía
  19. IX. El derecho a tener derechos
  20. QUINTA PARTE. COMENZAR
  21. X. Política revolucionaria, I
  22. XI. Política revolucionaria, II
  23. Epílogo. Filosofía del initium