I.
De la pasión al conflicto. tensiones
y fragilidad social
«A Su Magestad, como Señor Superior»
Se llamaba Francisco de Valibrera; había nacido en Murcia y era heredero, junto con sus hermanos, de una buena fortuna: la de sus tíos Juan de Valibrera, un famoso regidor de la ciudad, y Catalina de Arróniz, su esposa, miembro también de una rica familia murciana. Entre indignado y temeroso, Francisco escribía, una vez más, a Su Majestad recordándole que –siguiendo el consejo de sus propios ministros– había acudido al arzobispo de Sevilla, inquisidor general entonces –don Fernando de Valdés–, en busca de justicia; pero, añadía Francisco, «… a Vuestra Majestad le consta haber sido remiso el Arzobispo en la provisión y remedio… (por ello) a Vuestra Majestad cumple mandar expresamente como Señor y Superior de todo que con brevedad se provea (en como) se ha guardado en estos negocios hasta aquí sucedidos, que como ellos no han sucedido nunca en España ni plegue a Dios por su misericordia suceda en otros. El Oficio de la Inquisición, santo es y justo, pero los que lo administran son hombres y como tales podrán haber errado».
Desesperado, Francisco de Valibrera veía como sus peticiones caían en el saco de silencio del Consejo. Su objetivo era que Su Majestad tomase personalmente en sus manos la revisión de los gravísimos sucesos que habían ocurrido en Lorca y en Murcia. En verdad tenía muchas razones para sentirse agraviado y no podía creer que en su familia hubiese dogmatizadores herejes que hubieran dirigido la sinagoga judía que se había descubierto en la ciudad, según decían los inquisidores.
La apelación de Francisco a la justicia real, sobrepasando la jurisdicción del tribunal, «como Señor Superior de todo», señalaba una cierta creencia «popular» en que aquella justicia, la de la Inquisición, podía ser embridada por la autoridad del monarca. Otros como él también habían acudido al socorro real. Francisco Dávalos de Chinchilla, el hijo mayor de Lope de Chinchilla, deseaba que, a los ojos y oídos de Su Majestad, no solo llegasen los informes de los inquisidores murcianos, que la Suprema filtraba convenientemente, sino que también se oyese «a personas de los que están presos en la cárcel del Santo Oficio de la ciudad de Murcia». En realidad muchos no creían que la justicia del tribunal hubiese actuado imparcialmente, movida solo por razones estrictas de ortodoxia. Un rumor sordo, de odio contenido, crecía en Lorca y en Murcia contra los inquisidores y quienes les apoyaban, y un sentimiento de frustración colectiva había desgarrado la vida pública de ambas ciudades.
Los más afectados no se resignaron y, confiados en la justicia real, llegaron ante la propia Corte. Familiares de los Lara, de los Valibrera, de los Algazi; todos linajes de renombre en el municipio y terriblemente castigados por el tribunal, enviaron a sus abogados y procuradores en busca de la justicia del rey. Los inquisidores sabían estos andares y contraatacaron presentándose a sí mismos como el principal tribunal del rey, calificando a sus enemigos no solo de herejes sino también de impedidores de su justicia: «… y otras personas –decían en cartas al monarca– se han juntado en esa Corte y han ido al bosque de Segovia donde estaba Su Majestad y le han dado memoriales maculando y denigrando los negocios de este Santo Oficio, y aunque tenemos entendido que Vuestra Majestad está satisfecho de la justificación y rectitud de estas causas como lo están el inquisidor general y el Consejo de la General Inquisición… nos ha parecido escribir esto para suplicar a Su Majestad no dé lugar a sus invenciones, y esté advertido de las personas que esto tractan; porque los que están ahí dando estos memoriales están concertados con otros deudos y parientes de condenados, vecinos de esta ciudad para que hagan lo mismo… ».
Eran, ciertamente, muchas cartas y muchas apelaciones las que llegaban a la Corte, y por ello creció la desconfianza y la desazón en círculos próximos al monarca. La Corona había callado pero ya su silencio se hacía insostenible. Además, se sabía también que miembros de la familia de los Ayllón, una familia de larga tradición en el gobierno municipal, habían acudido a Roma y, usando influencias muy «comprensivas» con el mundo converso, habían logrado entregar dos memoriales al cardenal Alciato en los que se criticaba duramente la actuación inquisitorial. Todo aquello desazonaba a los consejeros del monarca, que veían cómo un problema de dimensiones internas se desbocaba hacia un conflicto con la Santa Sede. Por ello en la Corte se dispusieron a prestar atención a todos aquellos informes que llegaban a palacio.
El primero de todos ellos venía firmado por un clérigo de Lorca llamado Francisco Ruiz de Murcia, quien a principios de 1560 redactó una querella criminal que, cosa nada frecuente, estaba dirigida contra el doctor Cristóbal de Salazar, inquisidor de Murcia. La querella estaba firmada por los «hijos y herederos de Pedro de Murcia y Francisco Castellanos, difuntos ambos y vecinos de Lorca». Según el contenido textual del documento, los herederos de tales difuntos acudían ante las justicias del rey para querellarse «criminalmente del doctor Salazar» por los muchos y muy notorios agravios que el señor inquisidor «me ha hecho en la prisión del dicho Pedro de Murcia, mi padre». Pedía, además, nuestro clérigo que a Su Majestad tocaba asumir también la defensa de otros amigos y parientes de la familia, procesados todos por el doctor Salazar como a herejes judaizantes y fieles creyentes de la «secta de Moysén».
Con su pleito criminal, Francisco Ruiz de Murcia pretendía demostrar tanto la falsedad de las acusaciones como el proceder arbitrario del inquisidor, juez en aquellas causas. Por ello exigía una reparación a su honor personal y al de toda su familia y pedía, por consiguiente, la inhabilitación y el destierro de Lorca y de Murcia del dicho inquisidor.
La querella se producía en un momento político un tanto delicado, precisamente cuando la polémica sobre la limpieza de sangre y su posible relación con la herejía era sostenido por muchos grupos sociales y algunos teóricos de renombre. Para estos grupos la actuación represora del inquisidor Salazar venía a demostrar la incompatibilidad entre el dogma católico y los descendientes de los hebreos aunque estos se hubieran convertido. Tal «incompatibilidad» conducía al delito –la herejía– y, consecuentemente, con la ley del reino en la mano, había que erradicarla.
Contrario a ese arquetipo cultural, Francisco Ruiz de Murcia, clérigo presbítero y cristiano nuevo, representaba el contramodelo en su cara más opuesta. Alegaba que su honor y su fama habían sido dañadas con gravedad. En realidad le asistía el derecho porque, según decía, ni en las leyes del reino ni en las normas de la Iglesia estaba escrito que su fe cristiana y la sangre hebrea, que acaso corriera por su venas, pudieran rechazarse entre sí. Todos los miembros de su familia eran desde antaño cristianos honrados y por ello nuestro clérigo se esforzó para alejar, de sí y de su familia, todo sentimiento de sospecha y toda mala fama, aquella sensación de tiránica agresividad que culpaba antes de juzgar.
La actuación de Salazar y sus ayudantes –escribía airado Francisco de Murcia– había incurrido en gravísimas irregularidades procesales y, lejos de hacer relucir la verdad, había causado daños irreparables a su familia y sembrado el pánico y el caos en la ciudad de Lorca. Despreciando todo el orden procesal que estaba obligado a cumplir y a obedecer, aquel inquisidor permitió, forzando las conciencias, la falsificación de pruebas hasta conseguir acusaciones contra más de 100 personas. En la propia cárcel, Cristóbal de Salazar, según escribe el clérigo Ruiz de Murcia, se sirvió de espías acusadores, «personas echadizas» que, sembrando el miedo entre los presos, conformaban las testificaciones de los reos indicándoles «la forma y la manera en que habían de decir». Despreció también aquel inquisidor, sin escrúpulo alguno, el secreto de la cárcel del Tribunal, porque permitía que los acusados, presa del temor, hablasen entre sí unos y otros y, de esta forma, se conseguía que todos ajustasen su declaración a lo que quería oír el juez. Salazar inyectó el pánico en la cárcel venciendo así la resistencia de los más fuertes con graves tormentos y acobardando a los más débiles: «… atemorizaban a los dichos testigos con grandes horrores de muerte e otras amenazas por que no se desdijesen de la falsedad y perjurio que habían testificado».
El resultado fue que muchos acusados, en un impulso ciego de supervivencia, explicaron y dijeron lo que el juez deseaba: «Solo por vivir, viendo el grande número que contra sí tenían, dijeron ser verdad lo que en ningún momento fue ni pudo ser».
Las testificaciones y los procesos incoados, enredándose unos con otros, afectaron a toda la ciudad. Pero aquel clérigo, Francisco Ruiz de Murcia, no se arredró y con su querella intentó que aquel inquisidor tan poco escrupuloso fuera procesado. Si lo conseguía sería la propia institución la que se sentara en el banquillo para dar cuenta de su injustificado celo y también para explicar por qué se había alterado tan gravemente la convivencia social de la ciudad.
Lo que en realidad había pasado era que este juez inquisidor, actuando con tanta torpeza, había avivado, hasta el estallido violento, las contradicciones latentes y soterradas que existían bajo la aparente normalidad social. Eran tensiones y contradicciones de viejas raíces que encontraban ahora, en el dualismo cristiano viejo-cristiano nuevo, el catalizador que necesitaban para manifestar su oposición.
¿Cómo fueron los hechos en verdad? Es necesario estudiar el memorial del clérigo lorquino para comprender un tanto lo sucedido. Sin embargo de su lectura no puede extraerse toda la verdad. Su discurso es difícil y complejo y describe un camino tortuoso donde se entrecruzan los nombres de personas y de familias que van y vienen en el vértigo macabro de una histeria colectiva. Con frecuencia el relato sale de Lorca y llega a Murcia para volver de allí hasta aquí en un remolino de hombres y mujeres que emergen a la superficie enracimados en inextricable relación mutua.
La querella que llegó hasta la Corte es el documento principal. El infortunio ha dejado en el olvido los procesos que se incoaron. De ellos no existen ni copias ni resúmenes. Las fuentes principales que habrían permitido ver nos han sido, pues, negadas; solo podremos, por tanto, adivinar. Arriesguémonos sin embargo a ello.
Ya se ha dicho: A mediados del siglo xvi, la ciudad de Lorca, en el sureste peninsular, cerca de Murcia, sufrió la dura presencia de jueces, inquisidores de la fe. Dos mil vecinos tenía tan solo el lugar que, «a causa de ser tan pequeño se conocen todos y no se hace hurto o cualquiera otro maleficio que luego no se supiere y publicase en la ciudad». Hasta allí, donde las gentes se conocían, los amigos se enfrentaban y los enemigos no podían evitarse, penetró el tribunal para desarraigar lo que creía era un núcleo fuerte de cristianos nuevos que judaizaban en la «Ley de Moysén». Fueron diez inacabables y durísimos años, durante los cuales los ministros de la Inquisición actuaron autoritariamente en aquella pequeña ciudad. En 1560, Francisco Ruiz de Murcia todavía dudaba de que aquella pesadilla hubiera concluido: «Desde el año de cincuenta [1550], decía, ha durado hasta el presente, e según es pública voz y fama en la ciudad de Lorca, tienen de prender mas».
¿Cuántos fueron procesados? A ciencia cierta no lo sabemos; con seguridad más de cien personas. De cualquier modo, duro golpe e inolvidable suceso. Los inquisidores creyeron que aquella drástica cirugía «limpiaría el mal» y la ciudad recuperaría su salud cívica. Sin embargo la tragedia tardó decenios en olvidarse.
Y con todo ello los acontecimientos de Lorca solo fueron el preámbulo de los que siguieron en Murcia en la década siguiente. Allí, igualmente, el exterminio de los «judaizantes» fue absoluto y el desgarro social se extendió verticalmente desde las alturas hasta las bases más populares.
La venganza del licenciado Quevedo
Todo parece que comenzó un día indeterminado de un año también impreciso en torno a 1550. Aquel día, el alcalde mayor de Lorca, el licenciado Quevedo –oficio que representaba la autoridad del rey y que se ejercía en nombre del corregidor residente en Murcia– hablaba un tanto desaforadamente en la plaza mayor de la ciudad. Era aquel un lugar concurrido y, en orgullosa y altanera ostentación de su poder, el dicho Quevedo amenazó públicamente a una tal Magdalena López, mujer ya entrada en años y viuda de «un tal Monzón». A grandes voces aquel licenciado Quevedo decía en la plaza que «… juraba a Dios y a la señal de la Cruz que traía en las manos, que había de hacer que los inquisidores quemaran a aquella perra de Magdalena López». Duras palabras que no ocultaban la acusación de herejía. ¿Era hereje Magdalena López?
De aquel asunto Francisco Ruiz de Murcia sabía bastantes cosas y, por ello, en el memorial que elevó a la Corte, contaba algunos detalles. En realidad, detrás de las graves amenazas del alcalde mayor había un asunto de honor personal. En la ciudad todo el mundo sabía, desde algún tiempo atrás, que Quevedo se declaraba enemigo acérrimo de Magdalena López, a quien «profesaba muy grande odio y enemistad capital por lo que procuró hacerle todo el mal y daño que pudo». La causa de aquel odio era muy conocida: Quevedo tenía relaciones adúlteras con una nuera de Magdalena, una ...