Cañas y Barro
eBook - ePub

Cañas y Barro

  1. 288 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Cañas y barro narra la historia de los Palomas, una familia de pescadores de El Palmar, en la Albufera valenciana, cuya nueva generación decide abandonar su ancestral dedicación para reconvertirse en arroceros. Tonet, nieto del mejor pescador de la comarca, el tío Paloma, lleva el hilo conductor de una historia en la que la pobreza, el hambre y el trabajo, pero también el amor, marcan irremediablemente el destino de sus personajes. Considerada como una de las obras cumbre del naturalismo en lengua castellana, Blasco Ibáñez ofrece en Cañas y barro una descripción real y vívida de la Valencia rural de su época a través de unos personajes y de un escenario, la Albufera, que ya han quedado consagrados en la literatura universal.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Cañas y Barro de Vicente Blasco Ibáñez en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literature y Literature General. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2017
ISBN
9788446045120
Categoría
Literature
III
Cuando desistió el tío Paloma de la ruda educación de su nieto, este respiró.
Se aburría acompañando a su padre a las tierras del Saler y pensaba con inquietud en su porvenir, viendo al tío Toni metido en el barro de los arrozales, entre sanguijuelas y sapos, con las piernas mojadas y el busto abrasado por el sol. Su instinto de muchacho perezoso se rebelaba. No; él no haría lo que su padre; no trabajaría los campos. Ser carabinero, para tenderse en la arena de la costa, o guardia civil como los que llegaban de la huerta de Ruzafa con el correaje amarillo y la blanca cogotera sobre el cuello, le parecía mejor que cultivar el arroz, sudando dentro del agua, con las piernas hinchadas de picaduras.
En los primeros tiempos de acompañar a su abuelo por la Albufera, había encontrado aceptable esta vida. Le gustaba ir errante por el lago, navegar sin dirección fija, pasando de un canal a otro, y detenerse en medio de la Albufera para conversar con los pescadores. Alguna vez saltaba a las isletas de carrizales para excitar con sus silbidos a los toros solitarios. Otras, se entraba en la Dehesa, cogiendo las moras de los zarzales y hurgaba las madrigueras de los conejos, buscando un gazapo en el fondo. El abuelo le aplaudía cuando atisbaba una focha[1] o un collvert dormidos a flor de agua y los hacía suyos con certero escopetazo.
Además le gustaba estar en la barca horas enteras con la panza en alto, oyendo al abuelo las cosas del pasado. El tío Paloma recordaba los hechos más notables de su vida: su trato con los personajes; ciertas entradas de contrabando allá en su juventud, con acompañamiento de tiros; y remontándose en su memoria, hablaba de su padre, el primer Paloma, repitiendo lo que él a su vez le había relatado.
Aquel barquero de otros tiempos también había visto cosas grandes sin salir de allí. Y el tío Paloma contaba a su nieto el viaje de Carlos IV y su esposa a la Albufera, cuando él aún no había nacido[2]. Esto no le impedía describir a Tonet las grandes tiendas con banderolas y tapices levantadas entre los pinos de la Dehesa para el banquete real; las músicas, las traíllas de perros, los lacayos de empolvada peluca custodiando los carros de víveres. El rey, vestido de cazador, se rodeaba de los rústicos tiradores de la Albufera casi desnudos y con viejos arcabuces, admirando sus proezas, mientras María Luisa paseaba por las frondosidades de la selva del brazo de don Manuel Godoy.
Y el viejo, recordando esta visita famosa, acababa por entonar la copla que le había enseñado su padre:
Debajo de un pino verde
le dijo la reina al rey:
«Mucho te quiero, Carlitos,
pero más quiero a Manuel»[3].
Su temblona voz tomaba al cantar una expresión maliciosa, y acompañaba con guiños cada verso, como si fuese días antes cuando la gente de la Albufera había inventado la copla, vengándose de una expedición que con su fausto parecía insultar la resignada miseria de los pescadores.
Pero esta época, feliz para Tonet, no fue de larga duración. El abuelo comenzó a mostrarse exigente y tiránico. Cuando le vio hábil en el manejo de la barca, ya no le dejó vagar a su capricho. Le aprisionaba por la mañana llevándolo a la pesca. Tenía que recoger los mornells de la noche anterior, grandes bolsas de red en cuyo fondo se enroscaban las anguilas, y calarlos de nuevo: faenas de cierto esfuerzo que le obligaban a estar de pie en el borde de la barca, con la espalda ardiendo bajo el fuego del sol.
Su abuelo presenciaba inmóvil la maniobra sin prestarle ayuda. Al volver al pueblo, se tendía en el fondo de la barca como un inválido, dejándose conducir por el nieto, que respiraba jadeante manejando la percha.
Los barqueros, desde lejos, saludaban la arrugada cabeza del tío Paloma asomada a la borda: «¡Ah, camastrón[4]! ¡Qué cómodamente pasaba el día! Él descansando como el cura del Palmar, y el pobre nieto sudando y perchando». El abuelo contestaba con la gravedad de un maestro: «¡Así se aprende! ¡Del mismo modo le enseñó a él su padre!».
Después venían las pescas a la encesa[5]: el paseo por el lago desde que se ocultaba el sol hasta que salía, siempre en la oscuridad de las noches invernales. Tonet vigilaba en la proa el haz de hierbas secas que ardía como una antorcha, esparciendo sobre el agua negra una gran mancha de sangre. El abuelo iba en la popa empuñando la fitora[6]: una horquilla de hierro con las puntas dentadas, arma terrible, que una vez clavada solo podía sacarse con grandes esfuerzos y horribles destrozos. La luz bajaba hasta el fondo del lago. Veíase el lecho de conchas, las plantas acuáticas, todo un mundo misterioso, invisible durante el día, y el agua era tan clara, que la barca parecía flotar en el aire falta de apoyo. Los animales del lago, engañados por la luz, acudían ciegos al rojo resplandor, y el tío Paloma, ¡zas! no daba golpe con la fitora que no sacase del fondo un pez gordo, coleando desesperado al extremo del agudo tridente.
Tonet se entusiasmó al principio con esta pesca; pero la diversión fue convirtiéndose poco a poco en esclavitud, y comenzó a odiar el lago, mirando con nostalgia las blancas casitas del Palmar que se destacaban sobre las oscuras líneas de los carrizales.
Pensaba con envidia en sus primeros años, cuando sin otra obligación que la de asistir a la escuela correteaba por las calles del pueblo, oyéndose llamar guapo por todas las vecinas que felicitaban a su madre.
Allí era dueño de su vida. La madre, enferma, le hablaba con pálida sonrisa, excusando todas sus travesuras, y la Borda le soportaba con la mansedumbre del ser inferior que admira al fuerte. La chiquillería que pululaba entre las barracas le reconocía por jefe, y marchaban unidos a lo largo del canal, apedreando a los ánades que huían graznando entre las protestas de las mujeres.
El rompimiento con su abuelo fue la vuelta a la antigua holganza. Ya no saldría del Palmar antes del alba para permanecer en el lago hasta la noche. Todo el día era suyo en aquel pueblo donde no quedaban más hombres que el cura en el presbiterio, el maestro en la escuela y el cabo de los carabineros de mar paseando sus fieros bigotes y su nariz roja de alcohólico por la orilla del canal, mientras las mujeres hacían red a la puerta de las barracas, quedando la calle a merced de la gente menuda.
Tonet, emancipado del trabajo, reanudó sus amistades. Tenía dos compañeros nacidos en las barracas inmediatas a la suya: Neleta y Sangonera.
La muchacha no tenía padre, y su madre era una vieja anguilera del mercado de la ciudad, que a medianoche cargaba sus cestas en la barcaza del ordinario, llamada el carro de las anguilas. Por la tarde regresaba al Palmar con su blanducha y desbordante obesidad rendida por el diario viaje y las riñas y regateos de la Pescadería. La pobre se acostaba antes de anochecer para levantarse con estrellas y seguir esta vida anormal que no la permitía atender a su hija[7]. Esta crecía sin más amparo que el de las vecinas, y especialmente el de la madre de Tonet, que la daba de comer muchas veces, tratándola como una nueva hija. Pero la muchacha era menos dócil que la Borda y prefería seguir a Tonet en sus escapatorias antes que permanecer horas enteras aprendiendo los diversos puntos de las redes.
Sangonera llevaba el mismo apodo de su padre, el borracho más famoso de toda la Albufera; un viejo pequeño que parecía acartonado por el alcohol desde muchos años. Al quedar viudo, sin más hijo que el pequeño Sangonereta, se entregó a la embriaguez, y la gente, viéndole chupar los líquidos con tanta ansia, lo comparó a una sanguijuela, creándole así su apodo.
Desaparecía del Palmar semanas enteras. De vez en cuando se sabía que andaba por los pueblos de tierra firme, pidiendo limosna a los labradores ricos de Catarroja y Masanasa y durmiendo sus borracheras en los pajares. Cuando permanecía mucho tiempo en el Palmar, desaparecían durante la noche las bolsas de red caladas en los canales; los mornells se vaciaban de anguilas antes que llegasen los amos, y más de una vecina, al contar sus ánades, ponía el grito en el cielo notando la falta de alguno. El carabinero de mar tosía fuerte y miraba de cerca al viejo Sangonera, como si pretendiese meterle los recios bigotes por los ojos; pero el borracho protestaba, poniendo por testigos a los santos, a falta de fiadores de mayor crédito para su inocencia. ¡Era mala voluntad de las gentes, deseo de perderle, como si aún no tuviera bastante con su miseria que le hacía habitar la peor barraca del pueblo! Y para apaciguar al fiero representante de la ley, que más de una vez había bebido a su lado, pero que fuera de la taberna no reconocía amigos, comenzaba de nuevo sus viajes por la otra orilla de la Albufera, no volviendo al Palmar en algunas semanas.
Su hijo se negaba a seguirle en estas expediciones. Nacido en una choza de perros donde jamás entraba el pan, había tenido que ingeniarse desde pequeño para conquistar la comida, y antes que seguir a su padre procuraba apartarse de él para no compartir el producto de sus mañas.
Cuando los pescadores sentábanse a la mesa, veían pasar y repasar por la puerta de la barraca una sombra melancólica, que acababa por fijarse en un lado del quicio, con la cabeza baja y la mirada hacia arriba, como un novillo próximo a embestir. Era Sangonereta, que rumiaba su hambre con expresión hipócrita de encogimiento y vergüenza, mientras brillaba en sus ojos de pilluelo el afán de apoderarse de todo lo que veía.
La aparición causaba efecto en las familias. ¡Pobre muchacho! Y atrapando al vuelo un hueso de fúlica a medio roer, un pedazo de tenca o un mendrugo, llenaba la tripa de puerta en puerta. Si veía a los perros llamarse con sordo ladrido y correr hacia alguna de las tabernas del Palmar, Sangonereta corría también, como si estuviera en el secreto. Eran cazadores que guisaban su paella, gentes de Valencia que habían venido al lago para comer un all i pebre; y cuando los forasteros, sentados ante la mesita de la taberna, tenían que defenderse a patadas, entre cucharada y cucharada, de los empujones de los perros famélicos, veíanse ayudados por el haraposo muchachuelo, que, en fuerza de sonrisas y de espantar los feroces canes, acababa por hacerse dueño de los restos de la sartén. Un carabinero le había dado un gorro viejo de cuartel; el alguacil del pueblo le regaló los pantalones de un cazador ahogado en un carrizal, y sus pies siempre desnudos eran tan fuertes como débiles sus manos, que jamás tocaron percha ni remo.
Sangonera, sucio, hambriento, metiendo su mano a cada instante bajo el gorro lleno de mugre para rascarse con furia, gozaba de gran prestigio entre la chiquillería. Tonet era más fuerte, le zurraba con facilidad, pero se reconocía inferior a él, siguiendo todas sus indicaciones. Era el prestigio del que sabe existir por cuenta propia sin necesitar apoyo. La chiquillería le admiraba con cierta envidia al verle vivir sin miedo a correcciones paternales y sin obligación alguna. Además, su malicia ejercía cierto encanto, y los muchachos que en su barraca recibían una buena mano de bofetadas por la menor falta, creían ser más hombres acompañando a aquel tuno que todo lo consideraba como propio y sabía aprovecharlo para su bien, no viendo un objeto abandonado en las barcas del canal que no ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Contra
  4. Legal
  5. Estudio preliminar
  6. Bibliografía citada
  7. Nota previa
  8. Cañas y barro
  9. I
  10. II
  11. III
  12. IV
  13. V
  14. VI
  15. VII
  16. VIII
  17. IX
  18. X
  19. Publicidad