Anoche se celebró la cena de fin de año, con mayor solemnidad que la de Nochebuena.
Ahora la mesa de petates llegaba de punta a punta de la galería de celdas. Se recibieron comestibles en profusión asombrosa; los presos del patio grande, toda la cárcel, nos demostraron su solidaridad, unos con regalos, otros, los que lograron permiso para venir a cenar en nuestra compañía, con su presencia.
De sobremesa hubo números de prestidigitación por un ilusionista profesional, actuaron cantantes y clowns profesionales y recitó un poeta C. C., todo lo profesional que puede ser un poeta.
Se cantó individualmente y en coro. Hasta participaron algunos funcionarios. Uno de ellos era especialista en palmas. Dentro del coro que se formó, jaleaba a los cantadores y bailadores y acabó quitándose la guerrera, que le estorbaba, para jalear mejor. Con uno de sus pies seguía el palmeo, taconeando ligeramente, mientras imprimía a su cuerpo una agitación trepidante y contenida. Los presos trataban de imitarle, de secundarle, pero no lo hacían tan bien. Ignoraban el secreto de las palmas sordas y del jaleo. «Para aprender a palmear», explicó, «hay que gastarse muchos miles de pesetas en juergas».
Acaso, pasado Reyes, le toque al palmeador sacar a alguno de los que está jaleando.
Subí a la celda de M., huyendo del estrépito con que se recibió el año nuevo. Acabábamos de pasar el ecuador anual, imaginario como todos los ecuadores. Un año nuevo por delante para los que sobrevivan; unos días tan sólo para quienes no sean conmutados. Entre nosotros hay muchos que no pasarán de la segunda o tercera semana.
En la celda de M., A. A. contó cómo celebraban los obreros marxistas alemanes la llegada del año nuevo. Mientras la burguesía se emborrachaba, entregándose a todo género de excesos y locuras, masas obreras escuchaban en las salas de conciertos de más cabida la Novena sinfonía. Luego, los jóvenes salían de la ciudad a hacer excursiones por el campo, nevado doblemente por la luna, y regresaban de madrugada rendidos y contentos.
—Magnífico –comentó alguien–, de no estar todo eso edificado sobre arena. Tras Beethoven vino Hitler.
Me han llamado aparte para informarme reservadamente del gran plan. Cuantos estamos condenados a muerte debemos fugarnos, así como otros, aún sin juzgar, pero muy comprometidos, cuya suerte es manifiesta. ¿Cómo? Ésa es la cuestión.
Era, pues, un hambre vieja e insondable. Durante la guerra me siguió al frente como una soldadera mexicana y en la cárcel me envió dádivas, como las mujeres carnales mandan comestibles a los presos. Recuerdo el hambre de París, de Asturias, de El Dueso. Pero fue en la Puerta del Sol donde creo haber visto más cerca su rostro, todo diente, ojo y avidez.
Durante el día me obsesionaba con sus celos hasta el punto de no dejarme pensar en nada sino en ella. Por la noche me asaltaba con proteica sucesión de pesadillas, o, más cruel aún, como el sediento ve espejismos de oasis en la arena, ella me hacía ver en sueños tantálicos festines. Mi debilidad llegó a tal punto que, al despertar cada mañana, la cenestesia respiratoria era un motivo de sorpresa. Pero salía del sopor angustioso del sueño para entrar en el sopor angustioso de la vigilia. El dormir y el velar se confundían, teniendo cada uno algo del otro, ambos alumbrados por la bombilla sempiterna y mortecina, sin otro vislumbre de claridad solar que aquella que llegaba a los pasillos, sin entrar al calabozo.
Por consiguiente, no puedo decir si lo que voy a contar ocurrió de día o de noche. La mirilla de la puerta se abrió desde fuera y entreví el rostro de Drácula. Supuse que iba a llevarme al antro de la Esfinge; un interrogatorio más. Al oír descorrerse el cerrojo, me incorporé con esfuerzo, preparándome para salir y para seguirle. Pero Drácula no entro. Deteniéndose en la puerta, dio paso a otra persona, a un cura. Un anciano encorvado de rostro bondadoso con balandrán y bastón. Llevaba el sombrero en la mano y se me quedó mirando con asombro y angustia, como si viera a un aparecido.
Tras unas palabras de saludo, me entregó una carta de mi prima Ángela, a quien no había vuelto a ver desde la infancia.
Por un momento, el calabozo se oreó con brisas de playa; quedó inundado por la luminosidad vibrátil, cerúlea de un día de sol en la costa cantábrica. La vi tal como era entonces: rubia, etérea. Ángela, ahora sor Angélica, profesa en un convento de clausura, supo que estaba detenido, que posiblemente iban a ejecutarme, y en su carta me recordaba que dentro de mí tenía un alma que era preciso salvar. Consejo oportunísimo, pues había olvidado enterarme de que también los hambrientos tienen alma; que no es patrimonio exclusivo de las gentes bien nutridas. «Vuelve a ser», decía sor Angélica en su carta, «aquel niño que fuiste». ¿Cómo hacerla comprender a ella, escudada en el hambre chiquita del ayuno, que eso es imposible después de haber dormido en los brazos de la infame, de haber visto el mundo a su fulgor?
Imaginé a la comunidad en el coro, tras el trenzado de la celosía impuesta por la clausura. La misa iba a terminar y la voz de la superiora ordenó: «Hermanas, una salve por cierta intención particular de sor Angélica». La iglesia solitaria, iluminada solamente por las primeras luces del alba. En el altar, adornado con el prolijo cuidado de las monjas, luces amarillentas y titilantes. El púlpito redondo, visto desde arriba, semejante a la barquilla de un aerostato. Las monjas rezarían la salve, y la oración descendería desde el coro monótona como la llovizna. Al terminar la misa, el capellán –su mensajero– se retiraría seguido del monago. También las hermanas dejarían el coro, y sor Angélica, ya en su celda, sentada ante la mesa con tapete, presidida por el crucifijo, escribiría con docta delectación la misiva que he leído. Mientras trazaba aquellas líneas, debió de penetrar en la celda una ráfaga de aire salobre con rumor de risas infantiles y de oleaje; aquel recuerdo, único nexo que nos une.
¿Cómo insinuar a sor Angélica la conveniencia de acompañar sus misivas con alguna delicada golosina de esas que sin duda han dado fama a su convento? Algún rico piñonate, unas yemas de San Blas o unas natillas. Algo rico en almíbares y albúminas, en calorías y vitaminas.
Pero nuestro diálogo sería imposible. Somos dos mundos que hablan idiomas diferentes. Para ella lo esencial es el alma; llama encerrada en barro de alfarero. Para mí yesca y chispa, la misma cosa. Ella partiendo al hombre en dos; yo juntando los fragmentos. La vida, a su entender, peregrinar fugaz, el pie desnudo, la concha y el bordón y el limosneo. Para mí, carrera de antorchas con relevos. Ella buscando la salvación en la estancia más recóndita de las Siete Moradas; yo, en este calabozo infecto de parásitos. Ella en una celda y yo en otra. En la celda de este panal amargo donde tantos hombres elaboran el mañana con su sangre.
Todo esto pasó por mi mente en menos que se cuenta. Durante el tiempo que invertí en descifrar la letra inglesa de la monja; el que empleó el cura en limpiar sus espejuelos, y Drácula, en jugar con el cerrojo.
Se sigue hablando de fugas. No puedo ser más explícito al escribir sobre este tema, pues si el diario cayera en manos de los guardianes, podrían producirse serios daños. Pero en cuestión de fugas, aunque las variedades son infinitas, existen normas permanentes, ya estudiadas hasta la saciedad por el preso y por el carcelero. Teóricamente, pueden clasificarse así: fuga subterránea por medio de minas o por las alcantarillas. Fuga aérea, salvando los muros del recinto con cuerdas, cables y aserramiento de rejas. Fugas por la puerta, con documentos falsos, naves falsas, disfraces o por la brava.
Lo que se proyecta es algo ecléctico, pero tiende más a la última clasificación.
El cura se fue y tras él vino una confusa sucesión de días y de noches; más bien una noche continuada como las del polo, a la incierta claridad de la bombilla polvorienta, mi sol de medianoche.
Sin fuerzas para tenerme en pie, empecé a observar desde el suelo fenómenos insólitos. Las huellas de las chinches chafadas en la pared se movían. Unas girando lentamente, en constelación sangrienta, otras raudas y solas, como cometas encendidos de pre...