Vagamundo y otros relatos
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Vagamundo y otros relatos

  1. 215 páginas
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Vagamundo y otros relatos

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Índice
Citas

Información del libro

"Un libro pequeño para tanta vida ancha que corre por sus páginas."Osvaldo Soriano, La Opinión, Argentina"Los gritos y susurros de América Latina." Marcelo Pichon-Rivière, Panorama, Argentina "Hermoso y terrible." Jorge Ruffinelli, Marcha, Uruguay"Voces subterráneas, mundos escondidos: una pasión extraordinaria." Gabriel Saad, Le Monde Diplomatique, Francia

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Información

Año
2010
ISBN
9788432315343
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays

La muchacha del tajo en el mentón

1

La trajo el temporal.
Llegó desde el norte, cortando viento, en el carro del viejo Matías. La vi llegar, y se me aflojaron las piernas. Tenía una vincha roja y el pelo revuelto por ráfagas de viento arenoso.
El tiempo nos andaba maltratando. Una semana atrás, la tormenta se había visto venir, porque estaba oscuro el sur y en el cielo corrían los flecos de las nubes, blancas colas de yegua, y en el mar saltaban como locas las toninas: la tormenta vino, y se quedó.
Era noviembre. Las hembras de los tiburones se arrimaban a parir a la costa: refregaban los vientres contra la arena del fondo del mar.
Cuando la tormenta daba tregua, en esos días, los caballos percherones metían las lanchas más allá de la rompiente y los pescadores salían mar adentro. Pero el mar estaba muy picado. Giraban los molinetes y las redes subían hechas un revoltijo de algas y porquerías y con unos pocos tiburones muertos o moribundos. Se perdía el tiempo desenredando y zurciendo los trasmallos. De golpe cambiaba el viento, acometía brutalmente por el este o por el sur, se carbonizaba el cielo, las olas barrían la cubierta: había que poner proa a la costa.
Tres días antes de que ella llegara, una lancha se había dado vuelta, traicionada por la ventolera. La marea se había llevado a un pescador. No lo había devuelto.
Estábamos hablando de ese hombre, el Calabrés, y yo estaba de espaldas, inclinado contra el mostrador. Entonces me di vuelta, como llamado, y la vi.

2

Esa noche contemplamos juntos, contra la ventana abierta de mi casa, los fogonazos de los relámpagos iluminando el rancherío. Esperamos juntos los truenos, la reventazón de la lluvia.
—¿Te cocinás?
—Alguna cosa me hago, sí. Papas, pescado...
Acodado en la ventana, solo, yo pasaba las noches acariciando la botella de ginebra y esperando que vinieran el sueño o los enfermos.
Mi consultorio, piso de tierra y farol a querosén, consistía en una cama turca y un estetoscopio, un par de jeringas, vendas, agujas, hilo de coser y las muestras gratis de remedios que Carrizo me mandaba, de vez en cuando, desde Buenos Aires. Con eso, y con dos años de facultad, me las arreglaba para zurcir hombres y pelear contra las fiebres. En mis noches de aburrimiento yo sin querer deseaba alguna desgracia, para no sentirme del todo inútil.
Radio, no escuchaba, porque allá en la costa corría el peligro o la tentación de encontrarme con alguna emisora de mi país.
—No vi ninguna mujer en el pueblito éste.
¿También de eso te retiraste? Yo dormía solo en mi cama para fakires.
Los elásticos del colchón habían atravesado la malla y las puntas de las espirales de alambre asomaban peligrosamente. Había que dormir acurrucado para no ensartarse.
—Sí —le dije, haciéndome el gracioso--. Para mí se acabó la clandestinidad. Ya no tengo encuentros clandestinos ni con mujeres casadas.
Nos callamos.
Fumé un cigarrillo, dos.
Al fin, le pregunté para qué había venido.
Me dijo que necesitaba un pasaporte.
—¿Todavía los hacés?
—¿Pensás volver? Le dije que estando como estaban las cosas, eso era pura estupidez. Que no existía el heroísmo inútil. Que
—Es cosa mía —me dijo—. Te pregunté si todavía los hacés.
—Si precisás.
—¿Cuánto te lleva?
—Para los demás —le dije— un día. Para vos, una semana.
Se rió.
Esa noche cociné con ganas por primera vez.
Hice para Flavia una corvina a las brasas. Ella preparó una salsa con lo poco que había.
Afuera llovía a cántaros.

3

Nos habíamos conocido cuando el estado de sitio. Teníamos que caminar abrazados y besarnos si se acercaba cualquier bulto de uniforme. Los primeros besos fueron por razones de seguridad. Los siguientes, por las ganas que nos teníamos.
En aquel tiempo, las calles de la ciudad estaban vacías.
Los torturados y los moribundos se decían sus nombres y se rozaban las puntas de los dedos.
Flavia y yo nos encontrábamos en un lugar distinto cada vez, desesperados de pánico por los minutos de atraso.
Abrazados, escuchábamos las sirenas de los patrulleros y los sonidos del paso de la noche hacia el alba. No dormíamos nunca. Desde afuera llegaban el canto del gallo, la voz del botellero, el barullo de las latas de basura, y entonces desayunar juntos era muy importante.
Nunca nos dijimos la palabra amor. Eso se deslizaba de contrabando, cuando decíamos:
"Llueve", o decíamos: "Me siento bien", pero yo habría sido capaz de romperle a balazos la memoria para que no recordara nada de ningún otro hombre.
—Alguna vez —decíamos— cuando cambien las cosas.
—Vamos a tener una casa.
—Sería lindo.
Por unas noches pudimos pensar, mareados, que se luchaba para eso. Que para que eso fuera posible se jugaba la gente.
Pero era una tregua. Pronto supimos, ella y yo, que antes nos íbamos a olvidar o a morir.

4

El cielo amaneció limpio y azul.
Al atardecer vimos, a lo lejos, puntitos que crecían, las lanchas de los pescadores. Volvían con las bodegas repletas de tiburones.
Yo conocía esa agonía horrible. Los tiburones, estrangulados por las agallas, se revolvían contra las redes y lanzaban mordiscones ciegos antes de caer amontonados.

5

—Aquí nadie va a encontrarte. Quedate.
Hasta que las cosas cambien.
—¿Cambian solas, las cosas?
—¿Qué vas a hacer? ¿La revolución?
—Yo soy una hormiguita. Las hormiguitas no hacemos cosas tan enormes como la revolución o la guerra. Llevamos hojitas o mensajes. Ayudamos un poco.
—Hojitas, puede ser. Algunas plantas quedaron.
—Y alguna gente.
—Sí: los viejos, los milicos, los presos y los locos.
—No es tan así.
—No querés que sea tan así.
—Estuve mucho tiempo afuera. Lejos. Y
ahora... ahora estoy casi de vuelta. Cerquita, enfrente. ¿Sabés lo que siento? Lo que sienten los bebitos cuando se miran el dedo gordo del pie y descubren el mundo.
—A la realidad se le importa un pito lo que sientas.
—Y entonces, ¿nos vamos a quedar llorando en los rincones?
—Seis por siete te da cuarenta y dos, en vez de noventa y cuatro, y te ponés furiosa: ¿quién es el hijo de puta que anda cambiando los números? —Pero... ¿me querés decir con qué se voltea una dictadura? ¿Con flechitas de papel?
—Con qué, no sé.
—¿Desde aquí, se voltea? ¿Por control remoto?
—Ah, sí. La heroína solitaria busca la muerte. No; no es machismo pequeño-burgués. Es hembrismo.
—¿Y lo tuyo? Peor. Es egoísmo.
—O cobardía. Decilo.
—No, no.
—Decime maula. Decime desertor.
—No entendés, flaco.
—Sos vos la que no entendés.
—¿Por qué reaccionás así?
—¿Y vos?
—Ya sé que no necesitás probarte nada. No seas bobo.
—Y sin embargo, me dijiste que...
—Y vos también me dijiste. ¿Vamos a volver a empezar? Tá. Yo estuve mal.
—Perdoname.
—Sería una estupidez pelearnos en estos pocas días que...
—Sí. En estos pocos días.
—Flaco.
—¿Qué?
—¿Sabés una cosa, flaco? Estamos todos guachos.
—Sí.
—Todos. Guachos.
—Sí. Pero yo te quiero.

6

Ibamos a visitar al Capitán.
En tierra estaba como de paso, el Capitán.
Su verdadera residencia era el mar, la lancha Forajida que se perdía lejos del horizonte en los días buenos.
Había levantado una toldería entre los robles, para los días malos, y allí se echaba a matear a la sombra, rodeado por sus perros flacos y las gallinas y los chanchos criados a la buena de Dios.
El Capitán tenía músculos hasta en las cejas.
Nunca había escuchado un pronóstico del tiempo ni consultado una carta de navegación, pero conocía como nadie el mar aquel.
A veces, al atardecer, yo me iba a la playa para verlo llegar. Lo veía de pie en la proa, con las piernas abiertas y los puños en la cintura, acercándose a la costa, y le adivinaba la voz dando órdenes al timonel. El Capitán se iba arrimando, al borde de la ola brava; la montaba cuando él quería, cabalgaba sobre ella, la domaba; se hacía llevar suavecito hasta la costa.
El Capitán hacía lo suyo, y lo hacía bien, y amaba lo que hacía y lo que había hecho. Me gustaba escucharlo.
Si un norte se te ha perdido, por el sur anda escondido. El Capitán me enseñó a presentir los cambios de viento. También me enseñó por qué los tiburones, que no tienen marcha atrás ni otro olfato que el de la sangre, se enredan en los trasmallos, y cómo las corvinas negras comen mejillones en el fondo del mar, boca abajo, escupiendo las cáscaras, y cómo hacen el amor las ballenas en los helados mares del sur y asoman a la superficie con las colas enroscadas.
Había andado mucho mundo, el Capitán.
Escucharlo era como emprender un largo viaje al revés, desde el destino hasta el puerto de partida, y por el camino aparecían el misterio y la locura y la alegría del mar y alguna vez, rara vez, también el mudo dolor. Las historias más antiguas eran las más divertidas y yo me imaginaba que en los años mozos, antes de las ...

Índice

  1. GURISES
  2. METEJONES
  3. ANDARES
  4. BANDERAS
  5. OTROS RELATOS