El tiempo pervertido
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El tiempo pervertido

Derecha e izquierda en el siglo XXI

  1. 256 páginas
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El tiempo pervertido

Derecha e izquierda en el siglo XXI

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Información del libro

Las sociedades occidentales están en proceso de transformación. A los cambios en los sistemas productivos, los desarrollos tecnológicos y el creciente peso de lo financiero se suman las tensiones sociales, la aparición de nuevos actores políticos y el regreso de la geoestrategia. El libro traza un mapa esencial para entender las fuerzas que están definiendo nuestra época y comprender las dimensiones del giro conservador emprendido. La obra contiene un recorrido por el futuro que nos espera, un resumen de las transformaciones en las que estamos inmersos y de la orientación política que las anima, así como un avance de las consecuencias que producirán. Incluye un análisis de la recomposición del poder, y de las resistencias que se adivinan. Pero además de una radiografía de nuestro tiempo, incluye una propuesta para distinguir izquierda de derecha en ese nuevo entorno, y de las posibilidades de acción que se abren en él.El texto es una guía para el siglo XXI.

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Información

Año
2018
ISBN
9788446046912
1.1. La línea del tiempo
Aunque nos parezca ya muy lejano, hubo un momento poco tiempo atrás en el que la política era sencilla de comprender. Una línea dividía el mundo en dos concepciones del Estado, en dos formas de organizar y repartir los recursos y de asignar el papel que el ser humano debía jugar en su sistema. Era así a nivel macro, con dos superpotencias enfrentadas, la URSS y EEUU, que pugnaban por el poder territorial y la hegemonía ideológica, dando forma a una tensión que se repetía en el plano nacional y a pequeña escala. Existían clases sociales, dominantes y dominados, poseedores de los medios de producción, clases medias, proletarios, subsunción del pueblo en el partido y tantos otros términos similares que configuraron una época. Pero en nuestro tiempo, ese que asoma tras la desaparición de la socialdemocracia keynesiana que dominó las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, después de la caída del Muro de Berlín, e incluso de un desvanecimiento neoliberal que está dejando su lugar a otro modelo hegemónico, la política ya no se nos aparece tan claramente delimitada. Las palabras izquierda y derecha han cobrado significados diferentes de aquellos que operaban en el pasado reciente y hasta hay quien señala que no tienen sentido en los tiempos nuevos. Los temas que dominan el debate público tienen poco que ver con los precedentes y discutimos sobre los perdedores de la globalización, los nacionalismos, el proteccionismo y el libre comercio, el cambio tecnológico, la digitalización, la inteligencia artificial, los populismos o los autoritarismos emergentes. El orden social occidental está en crisis y en el horizonte que se abre los términos conservador y progresista designan concepciones de la sociedad poco relacionadas, en apariencia, con el marco conceptual que habíamos utilizado. Sin embargo, la vieja división de la sociedad conserva aún su sentido, aunque sea por nuevos caminos. El mayor obstáculo para entender su expresión actual consiste en que o bien seguimos pensando en términos heredados, desde los que intentamos explicar un presente en mutación, o simplemente señalamos su desaparición en un mundo que afirma requerir de otras definiciones. No es así: derecha e izquierda son términos que continúan señalando elementos esenciales en nuestra estructura social, aunque se nos muestren borrados o difuminados por una avalancha de novedades.
A la hora de designar qué significan uno y otro en el siglo XXI sería una tarea inútil tomar como objetivo las esencias e intentar definir un núcleo fijo que se repite de la misma manera en todas las épocas. En parte porque ello alienta discusiones ociosas, cuanto favorece los debates puramente terminológicos, pero también porque dejaría de lado el hecho de que las esencias no existen más que a través de sus expresiones; o, en otras palabras, que los núcleos no son inmóviles. Quizá sea más provechoso, desde una visión de a pie, analizar cómo está operando esta división hoy, qué ideas se ponen en juego y qué fuerzas actúan y definen nuestro mundo. Esta tentativa se puede realizar desde diversos ángulos, todos ellos válidos, pero quizá el más relevante sea el del vínculo con el tiempo, porque es el dominante hoy y por lo ilustradoras que resultan sus contradicciones.
Conservador y progresista son conceptos que han aludido, desde su origen, a distintos modos de relacionarse con el tiempo. Los conservadores son aquellos que se resisten a los avances y fijan diques frente a ellos, puesto que consideran prioritario mantener una realidad bien establecida, anclada en tradiciones y costumbres. Entienden que las innovaciones empujan hacia el deterioro de las estructuras sociales, ya que no suelen distinguir entre lo que debe ser resguardado y lo que debe ser alterado; la civilización es un proceso histórico que ha sedimentado a través de los siglos, por lo que cualquier cambio ha de ponerse entre paréntesis y ser realizado gradualmente y con cautela. Las virtudes atesoradas, en general en forma de costumbres, dan cohesión a una sociedad, de modo que su transformación rápida e irreflexiva desemboca en traumas colectivos. Los progresistas, por el contrario, ven en el mundo como un flujo en continuo avance, y si bien pueden establecer prevenciones respecto de la velocidad excesiva, creen que estamos destinados a seguir dando pasos a través de los cuales sustituimos lo existente por algo mejor, un movimiento que, al fin y al cabo, constituye la historia. Es esa tensión entre lo que el paso del tiempo ha resguardado y lo que debe mejorarse la que está de fondo, y cada una de estas opciones se sitúa a un lado diferente de la línea, apostando por frenar los cambios hasta que demuestren que no son peligrosos socialmente, o por acelerar los procesos para transformar aquello que impide mejores expresiones de los individuos y sus colectivos. Desde hace muchos años conservadurismo y derecha vienen a ser lo mismo, y progresismo e izquierda también.
Ambos marcos de pensamiento contaban con formas más radicales que compartían el punto de partida pero que diferían en su intensidad y velocidad, como eran la reacción y la revolución. La primera colocaba como telón de fondo un pasado idealizado, como si la historia partiera de una situación idílica que hubiera ido corrompiéndose; el revolucionario percibía la potencialidad del futuro y buscaba la realización de sus posibilidades a través de una ruptura brusca que abriera la puerta a esos horizontes que el presente estaba obstruyendo. Unos entendían el pasado no como el origen, sino como la realización casi perfecta del ser humano; los otros encontraban en el porvenir esa concreción última de todas las posibilidades. Así, los reaccionarios trataban no sólo de detener las transformaciones, sino de dar marcha atrás en su búsqueda de un mundo mucho mejor, mientras que los revolucionarios pensaban en la aceleración máxima de los procesos históricos.
Se trazaba así una línea, de un lado de la cual se situaban los conservadores y más al extremo los reaccionarios (la derecha) y del otro los progresistas y un poco más allá los revolucionarios (la izquierda). Esta división, muy marcada en los entornos teóricos, y que permanece como sentido común generalizado, es mucho menos nítida en nuestra realidad, porque dichos marcos se muestran lo suficientemente mezclados en la política contemporánea como para generar notables contradicciones, que a menudo implican un grado elevado de negación de sus puntos de partida teóricos.
1.2. La nueva división
La historia de la política en las últimas décadas del siglo XX, al menos en apariencia, tuvo mucho de combate entre conservadores y progresistas, y en su juego discursivo los marcos históricos fueron comúnmente aceptados. Una derecha pujante ligada a posiciones liberales (o neoliberales) fue abriéndose paso y ganando cuotas de poder a través de una insistente mezcla de elementos económicos y culturales, mientras que la izquierda, en proceso de reconversión, abogaba por nuevas formas de avance social que incidían en la liberación personal. Aunque los asuntos más discutidos continuaban siendo cuestiones típicas de la era fordista, como el trabajo, la redistribución y las prestaciones del Estado del bienestar, una línea subterránea fue tomando forma y moduló los debates sociales de un modo radical.
Poco a poco se trazó una línea divisoria que ya no separaba a los conservadores de los progresistas, sino a ambos de reaccionarios y revolucionarios. Su idea central surgía de la convicción de que era el momento de ponerse a la altura de los tiempos, y eso, en lo político, pasaba por generar sociedades estables, modernas y razonables. Los dirigentes debían cambiar su perspectiva y acoger una función mucho más técnica que ideológica, como era la de gestionar con eficiencia y sentido común los recursos. No era un instante de grandes apuestas, sino de seguir el sendero correcto y hacer lo razonable. Dado que los pueblos ya no querían involuciones ni revoluciones, debían olvidarse de las ideologías fuertes y asentar en la práctica una visión no rupturista del tiempo político. En España esta deriva quizá fuese algo más ostensible que en el resto de Europa, ya que la Transición supuso la condensación en pocos años de los cambios que en países cercanos se desarrollaron durante décadas. El país salía de una época oscura, nos esperaba Europa con los brazos abiertos y debíamos caminar hacia un mundo de mayores libertades y, sobre todo, mucho más avanzado.
En aquel instante la idea dominante en Europa, como en España, era la del progreso tranquilo. Estábamos en camino hacia el futuro, lo que significaba, en primer lugar, combatir ese pasado que trataba de arrastrarnos hacia tentaciones idealistas que se habían revelado peligrosísimas. Desde la Segunda Guerra Mundial hasta el estalinismo, pasando por los grupos terroristas de los años setenta, las experiencias de tiempos pretéritos venían a subrayar los perjuicios sustanciales a que abocaba la persistencia en las posturas fuertes, por lo que en lugar de perderse en esos laberintos dogmáticos se hacía precisa una visión pragmática que uniese crecimiento económico con avance social. Los dirigentes realizaban su tarea correctamente no cuando perseguían fantasías utópicas, sino cuando se orientaban a que las instituciones políticas dejasen más espacio a las iniciativas individuales, así como a establecer un marco económico que permitiese que las empresas fueran prósperas. Lo importante era el consenso, el enfoque en lo práctico y la gestión eficiente.
Pero esa perspectiva, que se sitúa como el centro de la política, tiene que lidiar con resistencias arraigadas. La principal es un exterior idealista que sigue anclado en viejas fórmulas y que quiere arrastrar a la sociedad hacia enfrentamientos doctrinarios. Las posiciones ligadas a las viejas ideologías comienzan a perder peso, como si constituyeran un lastre que debemos arrojar al pozo de la historia si queremos tener una vida mejor. Los partidos, y especialmente los mayoritarios, viven en su interior esa tensión que opone una corriente moderna, integradora y adaptada a los tiempos, con sus extremos, que siguen fijados en los rasgos ideológicos. Cada formación trata de obviar, modernizándolo, su viejo referente: en el caso de los conservadores, un pasado autoritario; en el de los socialistas, la socialdemocracia fordista; en los comunistas, su marxismo. La modernización les empujaba a separarse de sus raíces, de modo que las formaciones conservadoras abrazaron el liberalismo, que en otros instantes fue su enemigo; los socialistas perdieron de vista la socialdemocracia de los años sesenta y setenta, que les había hecho crecer, y dieron forma a varias terceras vías que priorizaron los enfoques liberales en la economía; los comunistas tomaron distancia a través de las nuevas izquierdas, rojiverde y arcoíris, de los postulados marxistas que habían defendido en buena parte del siglo XX.
Los partidos mayoritarios empujaron así a reaccionarios y revolucionarios hacia el exterior, identificándolos como el principal problema. Fue una constante occidental que tuvo un notable reflejo en España, donde la tarea de limpieza respecto de sus tradiciones y de su pasado fue continua. Los socialistas expulsaron a quienes mantenían veleidades ideológicas, Alianza Popular se convirtió en el Partido Popular para tratar de ofrecer una imagen mucho menos ligada a la herencia franquista y mucho más a la derecha liberal que estaba triunfando en Europa, y el Partido Comunista de España (PCE), además de hacerse eurocomunista, giró hacia posiciones totalmente alejadas de los modelos de Estado que tradicionalmente defendió. En aquellos instantes la tarea fue relativamente sencilla, porque el viento de la historia soplaba a favor de quienes defendían poner a España a la altura de Europa, lo que pasaba por renegar del pasado.
Al mismo tiempo, ese empuje de reacción y revolución hacia los extremos ofrecía una contrapartida que fue ampliamente aceptada. El nuevo mundo permitía salir de una sociedad cerrada y prometía ventajas sustanciales, que se cifraban en mayor libertad y muchas más posibilidades de desarrollo personal. Frente a entornos opresivos, como los de las burocracias laborales, las estructuras rígidas de los partidos y los Estados que intervenían la vida privada, se apostó por la autorrealización, entendida como la liberación de los individuos de los obstáculos que imponían los colectivos (nacionales, comunitarios, económicos o vinculados a la tradición). Se conformaba así una situación llamativa, porque se ponía freno de un modo radical a las ideologías que abogaban por los cambios colectivos, al mismo tiempo que se prometía la multiplicación de posibilidades en lo subjetivo. El fin de la historia también significaba esto: del mismo modo que la tesis de Fukuyama señaló que habíamos alcanzado el mejor modelo político posible y que, por tanto, el progreso llegaría de la mano de la tecnología, en lo personal debíamos separarnos de utopías políticas que no llevaban a ningún lugar, porque eran ya una vía muerta, y centrarnos en el desarrollo potencial de nuestras subjetividades. Había todo un mundo nuevo esperando a quienes fueran capaces de sacar partido a los tiempos, a las personas formadas y brillantes que, por fin, podrían encontrar espacio para desarrollar sus capacidades sin límites de fronteras o de origen o de clase social. La política quedaba constituida como un espacio de lindes bien acotadas y lo era precisamente para favorecer que los individuos fuesen más felices.
Este planteamiento suponía una clara inversión de las tendencias vigentes durante buena parte del siglo XX, cuando la mayoría de las personas vivían sujetas a un mundo de reglas fuertes, tanto en lo cotidiano (en el trabajo, en la vida sexual, en las normas sociales) como en la articulación política (la obediencia al partido era requisito indispensable para quienes formaban parte de él), al mismo tiempo que las ideologías aspiraban a grandes transformaciones sociales. Los militantes sacrificaban el presente para conseguir un futuro mucho mejor, ese que traería grandes cambios a nuestro mundo. El giro ocurrido a partir de los setenta fue justo en dirección opuesta, ya que promovía un mundo en el que los deseos subjetivos podían y debían cumplirse, mientras que los colectivos contaban con unos márgenes mucho más estrechos.
Esa operación no podía llevarse a cabo sin fricciones, porque incluía tendencias claramente contradictorias. Los partidos dominantes se veían obligados a volverse contra su propia tradición al mismo tiempo que debían conservarla discursivamente; estaban obligados a hacer evolucionar sus formaciones hacia posiciones menos ideológicas, pero tampoco podían, si querían diferenciarse de sus rivales, renunciar a aquello que les había distinguido. El marco conservador/progresista debía seguir vigente si querían ganar elecciones, porque era su marca, el sello que les diferenciaba, lo cual les hacía desear al mismo tiempo cosas opuestas.
Los partidos dominantes, aquellos que contaban con posibilidades de gobernar, compartían buena parte del ideario: creían en el progreso, entendido como un avance tranquilo pero incesante, y abogaban por la separación de los elementos ideológicos, de las raíces y de los sentimientos nacionalistas. Apostaban por una gestión de la economía muy similar, ya que ambos partidos, cuando gobernaban, dictaban políticas semejantes. Y promovían una visión social que prometía mayores cuotas de libertad para el individuo, tanto en el terreno material como en la vida privada. Tales coincidencias provocaban que la distinción entre unas propuestas y otras resultase complicada, al menos en abstracto, porque en la práctica los votantes tenían muy claro que ambos partidos eran distintos. Una mayoría social encontraba diferencias enormes, cuando no abismos insalvables, entre opciones políticas cuyos núcleos compartían muchas de sus creencias, algo que era comprobable en cada llamada a las urnas. Este hecho señalaba también de forma inequívoca que la recomposición de sus discursos y de sus posiciones políticas se había conseguido.
Por supuesto, en la confrontación electoral tenían gran peso elementos típicos, como la imagen pública de sus líderes y su solidez y engarce con el imaginario social, las estructuras informales de poder, las redes clientelares, las costumbres y tradiciones de sus votantes, la situación económica o el deterioro del partido en el gobierno. Pero en cuanto a lo discursivo, el principal instrumento con el que conseguían que sus diferencias se visualizasen, ambos apostaron por radicalizar las cuestiones culturales, ya que eran un terreno donde el eje conservador/progresista continuaba teniendo un peso específico y en el que era posible acentuar el componente simbólico. En el caso español, que no fue más que un momento concreto del giro occidental, la derecha viró hacia los derechos de las víctimas del terrorismo, la escasa tolerancia con los nacionalismos periféricos, el énfasis en el derecho a la vida o en las desventajas del matrimonio homosexual, o la apuesta por el individuo liberado del colectivo y resistente a la presión del Estado. Los progresistas optaron por apoyarse en la defensa de los emigrantes, los gais o los dependientes, adoptando una actitud más combativa frente a las desigualdades simbólicas y acercándose a los nacionalismos mediante una reivindicación de la necesidad de diálogo, además de su frecuente crítica de la influencia negativa de la religión católica. En otras palabras, cuanto más de acuerdo estaban en los asuntos económicos, más tensión provocaban en lo simbólico. La lucha política cobró así un nuevo rumbo porque estableció una brecha en el terreno de las elecciones individuales respecto del tipo de vida que los ciudadanos querían llevar, así como con la mayor o menor permisividad con que las normas sociales toleraban opciones diferentes.
Estos discursos culturales eran novedosos en un doble sentido. Por una parte, sus contenidos venían a sustituir a su viejo corpus ideológico, pero por otra suponían su continuación. Las formaciones conservadoras no podían seguir ancladas en las posiciones religiosas, en el nacionalismo centralista y en sus propuestas de orden rígido y mano dura en lo social, porque no encajaban bien ni con esa derecha modernizada, liberal y abierta de mente que estaba triunfando en Europa ni con la misma sociedad a la que se dirigían. Los progresistas tampoco podían seguir fijados en las reivindicaciones de redistribución típicas del Estado de bienestar de mediados del siglo pasado porque su aspiración a ser considerados como buenos gestores económicos en un contexto de escasez no permitía posiciones que descuadraran los presupuestos. De modo que desplazaron las discusiones sociales y su diferenciación política hacia los asuntos culturales: la derecha quería recuperar los valores nacionales y se mostraba firme frente a los peligros que querían romper el país mientras que desde la izquierda se insistía en la importancia de una sociedad integradora y dialogante, se abogaba por la igualdad efectiva de la mujer, la ayuda a los grupos étnicos, el apoyo a la inmigración y en general por la defensa de las minorías.
Esta nueva variable permitía conservar por otras vías el eje que les separaba. Por una parte, coincidían en abrazar el progreso y en alejar a nuestras sociedades de las tentaciones ideológicas, pero por otra insistían en que el partido contrario continuaba siendo profundamente doctrinario, ya fuese desde el lado de la reacción, en el caso de la derecha, o en el de la revolución, en el de la izquierda. Las acusaciones a los partidos conservadores de permanecer, en el fondo, anclados al autoritarismo semifascista (que en España es obvio con todas las acusaciones de franquismo al PP) y a los progresistas de contener modelos ideológicos claramente perturbadores (mediante la equiparación de sus modelos económicos con el de Venezuela o de su propuesta federal con la ruptura de España) han tejido el discurso político habitual en las últimas décadas. Sin embargo, no deberíamos tomarnos muy en serio estas batallas dialécticas. Es cierto que sus visiones son diferentes en los temas culturales, pero resultan serlo mucho menos cuando están al frente de los gobiernos. En la medida en que los partidos dominantes han adoptado el mismo esquema económico que insistía en la eficiencia del presupuesto, que priorizaba la devolución de la deuda y destinaba partidas escasas a la acción pública, apenas podían garantizar aquello que prometían. Estas contradicciones se sucedían en todos los órdenes: quienes se identificaban como nacionalistas españoles tomaban decisiones de gobierno que debilitaban sustancialmente a la patria, ya que la convertían en un instrumento subordinado a las políticas globales; quienes aseguraban defender a la familia, hacían mucho más ...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Prólogo
  5. CAPÍTULO I. LA RESPUESTA ES SÍ
  6. 1.1. La línea del tiempo
  7. 1.2. La nueva división
  8. 1.3. El conservadurismo: una mirada estructural
  9. 1.4. La primera reacción
  10. 1.5. La lucha contra el mal
  11. 1.6. Un gran paso adelante
  12. CAPÍTULO II. EL FUTURO
  13. 2.1. Lo inevitable
  14. 2.2. De qué hablamos cuando hablamos de futuro
  15. 2.3. La brecha del cambio
  16. 2.4. El calvinismo y la cuarta oleada conservadora
  17. 2.5. La sociedad, cosificada como mujer
  18. 2.6. El presente es el futuro
  19. CAPÍTULO III. EL PRESENTE
  20. 3.1. Un mundo transparente
  21. 3.2. Ensamblando las partes
  22. 3.3. El significado de desigualdad
  23. 3.4. El centro prescindible
  24. 3.5. Todo lo sólido se desvanece otra vez en el aire
  25. 3.6. Las resistencias
  26. CAPÍTULO IV. EL PASADO
  27. 4.1. Tiempo ambivalente
  28. 4.2. Hombres ambiciosos
  29. 4.3. La moral y la economía
  30. 4.4. La campaña
  31. 4.5. Lo interesante del populismo
  32. CAPÍTULO V. MIENTRAS TANTO
  33. 5.1. Atasco de limusinas
  34. 5.2. El retorno de lo reprimido
  35. 5.3. Un mundo sin ideología
  36. 5.4. El reparto global
  37. 5.5. El informe de Maquiavelo
  38. CAPÍTULO VI. HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO
  39. 6.1. La dimensión del poder
  40. 6.2. La corrosión de las normas
  41. 6.3. Guerra de élites
  42. 6.4. Nosotros
  43. Bibliografía