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Mundo-imagen
Hacer ver
Al igual que hoy se pretende ansiosamente reducir toda información a un titular o a un tuit, o las valoraciones a un like, se quiere que todo adopte una configuración visual, situarlo todo a un golpe de vista. El hacer ver, el continuo mostrar, nos obliga a reconocer que, en efecto, nuestro mundo es «publicitario por esencia». Un primado del valor exhibitivo con el que las cosas sólo parece que adquieren valor o son interpretables cuando son vistas, expuestas visualmente. No de manera desacertada se ha denominado «sociedad de la exposición» a la nuestra, caracterizada por una impresionante sobreabundancia de imágenes, por una desmesurada inflación icónica.
La imagen se ha diversificado en una infinidad de tipologías. Mundo el de lo visual-digital en el que lo no visible, lo no configurable visualmente, apenas parece tener ya espacio o valor. Nuevas relaciones entre mundanidad y ubicuidad prosperan ahora. Tiempo el nuestro en el que las imágenes no participan tanto de una narración, sino del puro en-sí de lo que acontece.
Desde finales del siglo xix, cuando la fotografía permitió ver el mundo como una exposición, no hemos querido vivir, decía Calvino, sino «de la manera más fotografiable posible». Ahora, en la proliferación extrema de dispositivos de registro visual y de aplicaciones en red para la compartición de imágenes, nuestros escenarios de vida adoptan, más que nunca, lo que Kracauer llamó «un rostro fotográfico».
Un sinfín de herramientas, aplicaciones y filtros se orientan a facilitarnos esa mera idoneidad de las cosas y de los rostros como imagen. Se trata de ese doble juego, encomendado a los dispositivos de registro visual, de certificar la experiencia a la vez que de rechazarla, o de limitarla, al menos, a lo que implicaría la búsqueda de lo fotogénico.
Decir que miramos fotográficamente es reconocer también los sistemas de registro visual no tanto como herramientas para el recuerdo sino para el eclipse (que no desaparición) de las cosas tras su imagen, en un cada vez más obvio primado del registro técnico frente a nuestra mirada. Una generalizada crisis de esa relación, siempre corporal, de nuestros ojos con lo que nos rodea, en pos de una experiencia casi continuamente mediada por la pantalla. Tiempo éste del paso del ver al visualizar, de la óptica a la visiónica.
Infinidad de cámaras registran todo permanentemente sin que haya ojos humanos que miren las imágenes que captan; su funcionamiento se orienta, la mayor parte de las veces, al mero almacenaje de datos visuales o a su filtrado automatizado. Advenimiento de un tiempo de visión puramente técnica, automatizada, de visura sin mirada humana.
Necesitamos ansiosamente disponer de imágenes de todo y continuamente tratamos de dar a toda vivencia una configuración visual. Imágenes que, sin embargo, deben tener siempre una cualidad especular para que puedan interesarnos o conmovernos, como se demuestra en las imágenes de tragedias o catástrofes humanitarias, ante las que parece que nos sentimos perturbados solamente si éstas nos obligan a ver el reflejo de nosotros mismos o de los nuestros en ellas.
Una presencia hoy quizás excesiva de la imagen, asociada por algunos a una primitivización en las pautas de pensamiento, al predominio de un pensamiento «en mosaico» que dispondría ante nuestros ojos saturantes simultaneidades y disyunciones, obviándose casi siempre operadores sintácticos más complejos. Lo cierto es que casi todo es en las redes parataxis, todas las cosas son presentadas al mismo nivel, espacializadas en una continuidad sin solución, reclamando para sí el mismo valor, envueltas en una luminosa novedad desjerarquizadora.
La coincidencia entre ojo y cámara se materializa ahora en diversos dispositivos wearable, como las intimidantes Google Glass o las cámaras del tipo Go-Pro, con las que poder registrar lo que vemos mediante planos secuencia de una cámara siempre subjetiva, transmutándose nuestras vivencias en algo parecido a la experiencia de un videojuego 3D. Aparatos de registro visual que dejan las manos libres, ya no necesarias para sujetar la cámara, que se fija al cuerpo, que quiere ser cuerpo, que se mueve de forma solidaria con él, que hace del cuerpo su «trípode», su sostén.
Por otro lado, la fusión de cámara y dispositivo de comunicación en los teléfonos móviles implicó la emergencia de un nuevo modelo de comunicación visual, basado en la combinación de imagen y lenguaje textual. No obstante, aquélla siempre tendrá prioridad.
En este tratar el mundo como imagen opera una activa inserción de la comunicación digital en patrones icónicos. Tendemos cada vez más a relacionarnos a través de elementos visuales, casi siempre prediseñados, a interactuar mediante gráficos elegibles en un repertorio, a articular nuestras conversaciones mediante alfabetos visuales.
Algunas aplicaciones han sido clave en esta priorización de la imagen que es propia de la comunicación en red, sin que sea necesario acompañarla de texto alguno, sobre todo por estar pensadas ya para smartphones y no para la «máquina de escribir» con la que muchas veces identificábamos a las primeras computadoras.
«Díselo con stickers» anunciaba recientemente una compañía de telecomunicaciones. Síndrome emoji, podríamos decir, el que padecemos cada vez con más intensidad. No puede sorprendernos que el pictograma de la risa fuese la «palabra» del año 2015 para Oxford Dictionaries.
Escribía Debray que «Kodak fue a la imagen lo que Lutero a la letra», para establecer con ello un sugerente símil entre la socialización de la producción de imágenes, el «todos fotógrafos», y el «todos sacerdotes» del luteranismo. Y que, en virtud de ello, la práctica fotográfica dejara de ser una actividad exclusivamente practicada por profesionales tuvo también la contrapartida de que todos estemos ahora obligados a ella, en un cierto estado de «esclavitud» que se manifiesta nerviosamente como continual snapping.
Todavía a mediados de los años sesenta del pasado siglo encontrábamos testimonios de algunas resistencias a la práctica fotográfica, como aquel señalado por Bourdieu: «los miembros de la clase alta se niegan a ver en ella un objeto digno de entrega o de pasión». Afirmación ésta, desde luego, impensable que pudiera ser oída hoy, cuando de ningún colectivo humano escucharíamos, al menos en las sociedades de más alto consumo, que el hacer fotografías «no es para nosotros».
Aquella consigna del «todos fotógrafos» vino, pues, ligada a serlo todo el tiempo. Un paso desde la fase desktop, en la que accedíamos a la red en las computadoras ubicadas en las mesas de nuestra oficina u hogar, a la de la portabilidad permanente de los nuevos dispositivos de conectividad, que supone que la generación de imágenes también se someta a la condición del always on, del siempre conectados, a un continuo acto de compartición en red.
Es ya el nuestro el tiempo del live streaming personal, del cotidiano emitir en las redes sociales, en tiempo real, momentos de nuestras vidas, vislumbrándose además cómo los contenidos de vídeo en directo serán cada vez más relevantes en las formas de socialización en la red.
La creciente presencia de vídeos en los newsfeeds de las redes sociales hace de ellas un múltiple y simultáneo reality show. Internet se va rindiendo a las lógicas televisivas, restando terreno al texto, dando prioridad a un permanente flujo de secuencias de imágenes en movimiento.
Con la práctica de grabar continuamente, o de hacer fotografías de casi cualquier cosa o momento, acontece una coincidencia cada vez más plena entre el ver y el producir imágenes (de hecho, ya no es apenas posible diferenciar entre los dispositivos que graban imágenes y los que las reproducen), asumiéndose felizmente la consabida lógica espectacular del mundo-como-imagen, del mundo como representación.
Nuestro deseo de estar permanentemente bajo la mirada de los demás nos anima a la elaboración de formas «micro» de pseudo-e...