CAPÍTULO XXX
Un ambicioso
Ya no queda más que una nobleza,
es el título de duque; marqués es ridículo,
ante la palabra duque uno vuelve la cabeza para mirar.
Edinburgh Review
El marqués de La Mole recibió al abate Pirard sin ninguna de esas mezquinas maneras de gran señor, tan educadas, pero tan impertinentes para quien las oye. Hubiera sido tiempo perdido, y el marqués era lo suficientemente conocedor de los grandes asuntos como para no tener tiempo que perder.
Desde hacía seis meses intrigaba para hacer aceptar al rey y a la casa un cierto ministerio, y que por agradecimiento le haría duque.
El marqués pedía en vano, desde hacía muchos años, a su abogado de Besançon, un trabajo claro y preciso sobre sus procesos en el Franco Condado. ¿Cómo este famoso abogado hubiera podido explicárselos si él mismo no los entendía?
El pequeño trozo de papel, que le remitió el abate, explicaba todo.
—Mi querido abate –le dijo el marqués después de haber expedido en menos de cinco minutos todas las fórmulas de cortesía y de preguntas sobre cosas personales–, mi querido abate, en medio de mi pretendida prosperidad, me falta tiempo para ocuparme seriamente de dos pequeñas cosas sin embargo muy importantes: mi familia y mis asuntos. Cuido grandemente la fortuna de mi casa, puedo llevarla lejos; cuido mis placeres, y es lo que debe primar, al menos para mí –añadió el marqués descubriendo el asombro en los ojos del abate Pirard. Aunque hombre que aprecia los sentidos, el abate estaba maravillado al ver a un anciano hablar con tanta franqueza de sus placeres.
»El trabajo existe sin duda en París –continuó el gran señor–, pero para los que viven en un quinto piso, y en el momento en el que contrato a un hombre, toma un apartamento en el segundo y su mujer fija un día para recibir visitas; en consecuencia, adiós trabajo, adiós esfuerzos a no ser para ser o para parecer un hombre de mundo. Ese es su único objetivo en cuanto tienen pan. Para mis procesos, hablando en general, y aún para cada proceso en particular, tengo abogados que se matan; se me ha muerto uno del pecho antes de ayer. Pero, para mis asuntos en general, ¿me creería usted, señor, si le digo que desde hace tres años he renunciado a encontrar a un hombre que, mientras que escribe para mí, se digne pensar un poco seriamente en lo que hace? Por lo demás, todo esto no sería más que un principio.
»Yo le estimo a usted, y me atrevería a añadir que, aunque le vea por primera vez, le tengo afecto. ¿Quiere usted ser mi secretario, con ocho mil francos de honorarios o bien con el doble? Yo aún seguiría ganando, se lo juro; y mantengo el conservar para usted su hermosa parroquia para el día en el que ya no nos convengamos.
El abate rehusó; pero hacia el final de la conversación, el verdadero embarazo en el que veía al marqués le sugirió una idea.
—He dejado en el fondo del seminario a un pobre joven, que, si no me equivoco, va a ser duramente perseguido. Si no fuera más que un simple religioso, estaría ya in pace.
»Hasta ahora este joven sólo sabe latín y las Sagradas Escrituras; pero no es imposible que un día despliegue un gran talento, sea en la predicación, sea en la dirección espiritual de las almas. Ignoro lo que hará; pero tiene el fuego sagrado, puede llegar lejos. Contaba con dárselo a nuestro obispo, si alguna vez nos llegara uno que tuviera un poco la manera de usted de ver a los hombres y los asuntos.
—¿De dónde sale su joven? –dijo el marqués.
—Dicen que es hijo de un carpintero de nuestras montañas, pero yo le creería más bien hijo natural de algún hombre rico. He visto que ha recibido una carta anónima o pseudónima con un billete de quinientos francos.
—¡Ah!, es Julien Sorel –dijo el marqués.
—¿Cómo es que usted sabe su nombre? –dijo el abate asombrado; y sonrojándose de la pregunta, respondió el marqués:
—Eso es lo que no le voy a decir.
—¡Y bien! –replicó el abate–, podría usted intentar hacerle su secretario; el chico tiene energía, razona bien; en una palabra, es algo que se puede intentar.
—¿Por qué no? –dijo el marqués–; pero ¿será un hombre que se deje sobornar por el prefecto de policía o por cualquier otro para hacer de espía en mi casa? Esa es mi única objeción.
Y dejándose llevar por las certezas favorables del abate Pirard, el marqués cogió un billete de mil francos:
—Envíe este viático a Julien Sorel: que venga a París.
—Bien se ve –dijo el abate Pirard– que usted vive en París. Usted no conoce la tiranía que pesa sobre nosotros, pobres provincianos, y en particular sobre los sacerdotes no amigos de los jesuitas. No dejarán marchar a Julien Sorel, sabrán inventarse los pretextos más hábiles, me dirán que está enfermo, que el correo ha perdido las cartas, etcétera.
—Uno de estos días haré que el ministro escriba una carta al obispo –dijo el marqués.
—Olvidaba una precaución –dijo el abate–: este joven aunque nacido en baja cuna tiene el corazón muy alto, y no será de ninguna utilidad si se le intimida su orgullo; le haría realmente estúpido.
—Esto me gusta –dijo el marqués–, haré de él el camarada de mi hijo, ¿eso bastará?
Algún tiempo después, Julien recibió una carta con una letra desconocida y que llevaba un sello de Châlons; encontró dentro una orden de pago a cuenta de un comerciante de Besançon y el recado de desplazarse a París sin demora. La carta estaba firmada con un nombre supuesto, pero al abrirla, Julien tembló: una hoja de árbol cayó a sus pies; era la señal convenida con el abate Pirard.
En menos de una hora, Julien fue llamado al obispado donde le acogieron con una bondad paternal. Sin dejar de citar a Horacio, monseñor le hizo cumplidos muy sutiles y que como agradecimiento esperaban explicaciones sobre los altos destinos que le esperaban en París. Julien no pudo decir nada, sobre todo porque nada sabía, y monseñor tuvo grandes consideraciones con él. Uno de los sacerdotes del obispado escribió al alcalde, quien se apresuró en traer él mismo un pasaporte firmado, pero en el que se había dejado en blanco el nombre del viajero.
Por la noche, antes de medianoche, Julien estaba en casa de Fouqué, cuyo sabio ingenio se vio más asombrado que encantado del porvenir que parecía esperar a su amigo.
—Esto acabará para ti –dijo este elector liberal– con un puesto en el gobierno que te obligará a alguna gestión que será vilipendiada en los periódicos. Tendré noticias tuyas a costa de tu vergüenza. Recuerda que, incluso financieramente hablando, más vale ganar cien luises en un buen comercio de maderas, del que tú eres tu propio patrón, que recibir cuatro mil francos de un gobierno, aunque fuese el gobierno del rey Salomón.
Julien no vio en todo esto más que la pequeñez de espíritu de un burgués del campo. Por fin él iba a aparecer en el teatro de las grandes cosas. La dicha de ir a París, que él se imaginaba poblada de gentes de ingenio muy intrigantes, muy hipócritas, pero tan educados como el obispo de Besançon o el obispo de Agde, eclipsaba, a sus ojos, todo lo demás. Vio a su amigo como privado de su libre albedrío por la carta del abate Pirard.
Al día siguiente, hacia mediodía, llegó a Verrières siendo el más feliz de los hombres; contaba con volver a ver a la señora de Rênal. Fue primero a casa de su primer protector, el buen abate Chélan. Se encontró con un recibimiento severo.
—¿Cree usted que me debe algo? –le dijo el señor Chélan, sin responder a su saludo–. Usted va a comer conmigo, mientras tanto le alquilaremos otro caballo y usted saldrá de Verrières, sin ver a nadie.
—Oír es obedecer –respondió Julien con una cara de seminarista; y después sólo hablaron de teología y de latín.
Se montó en el caballo, recorrió una legua, después de lo cual, viendo un bosque y a nadie que le viera entrar, se introdujo en él. Al atardecer, devolvió el caballo. Más tarde, entró en casa de un campesino que consintió en venderle una escalera de mano llevándosela hasta el pequeño bosque que domina el paseo de la Fidelidad, en Verrières.
«Será un pobre recluta rebelde… o un contrabandista –se dijo el campesino despidiéndose de él–, pero ¡qué importa!, mi escalera está bien pagada y yo mismo no he dejado de pasar algunos trances difíciles en mi vida.»
La noche estaba muy oscura. Hacia la una de la mañana, Julien, cargado con la escalera, entró en Verrières. Descendió lo más cerca que pudo del lecho del torrente que atraviesa los magníficos jardines del señor de Rênal a una profundidad de diez pies, y que está cercado por dos muros. Julien subió fácilmente con la escalerilla. ¿Qué recibimiento me harán los perros?, pensaba. Todo el problema estaba ahí. Los perros ladraron y avanzaron al galope hacia él; pero Julien silbó suavemente, y los perros se acercaron a acariciarle.
Subiendo entonces de terraza en terraza, aunque todas las verjas estaban cerradas, le fue fácil llegar hasta debajo de la ventana de la alcoba de la señora de Rênal, que, por la parte del jardín, no se eleva a más de ocho o de diez pies por encima del suelo.
Había en las contraventanas una pequeña abertura en forma de corazón que Julien conocía bien. Con gran disgusto vio que esa pequeña abertura no estaba iluminada por la luz interior de la lamparilla.
«¡Gran Dios! –se dijo–; esta noche, esta habitación no está ocupada por la señor...