En defensa de las causas perdidas
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En defensa de las causas perdidas

  1. 480 páginas
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En defensa de las causas perdidas

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¿Es la emancipación global una causa perdida? ¿Son los valores universales antiguos vestigios de una época pretérita? ¿Debemos someternos a una miserable tercera vía, de liberalismo económico y de gobierno mínimo, por miedo a los horrores totalitarios? En esta obra magna, el polémico filósofo Slavoj?i?ek se enfrenta a la ideología predominante a propósito del deber de reapropiación de varias "causas perdidas" y busca la semilla de verdad en la política "totalitaria" del pasado. No es de extrañar, por consiguiente, que para los partidarios de la doxa "posmoderna" liberal la lista de causas perdidas que en ella se defienden sea un túnel del terror protagonizado por sus peores pesadillas, un almacén de los fantasmas del pasado que han tratado de exorcizar con todas sus fuerzas.?i?ek argumenta que, si bien el terror revolucionario se saldó con el fracaso y con atrocidades de todo tipo, no es ésta toda la verdad. hay, de hecho, un momento de redención que cae en el olvido con el categórico rechazo liberal democrático del autoritarismo revolucionario y con la valorización de una política blanda, consensuada y descentralizada. Reivindica, igualmente, el deber de reinventar el terror revolucionario y la dictadura del proletariado en la lucha en pro de la emancipación universal. Necesitamos aceptar con coraje el retorno de esta causa, exponiéndonos incluso al desastre más catastrófico. En palabras de Samuel Beckett: "Inténtalo de nuevo. Fracasa otra vez. Fracasa mejor".

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Información

Año
2011
ISBN
9788446039884
Edición
1
Categoría
Filosofía
VI. Razones por las que el populismo basta (a veces)
en la práctica, pero no en la teoría
Gerald Fitzgerald, ex primer ministro de Irlanda, dijo en cierta ocasión algo que suponía una auténtica inversión hegeliana del lugar común según el cual «Esto puede bastar en la teoría, pero no basta en la práctica»: «Esto puede bastar en la práctica, pero no basta en la teoría». Esta inversión resume perfectamente la ambigua posición de la política populista: aunque a veces cabe respaldarla como parte de un compromiso pragmático a corto plazo, hay que rechazarla críticamente en lo que tiene de más fundamental.
La dimensión positiva del populismo es su suspensión potencial de las reglas democráticas. La democracia –tal como se emplea en la actualidad el término– tiene que ver, por encima de todo, con el legalismo formal: su definición mínima es la adhesión incondicional a cierto conjunto de reglas formales que garantizan que todos los antagonismos se dirimen en el juego agonista. «Democracia» significa que, con independencia de las manipulaciones electorales que se produzcan, todos los agentes políticos respetarán de forma incondicional los resultados. En este sentido, las presidenciales estadounidenses del año 2000 fueron efectivamente «democráticas»: a pesar de la evidente manipulación electoral y la patente falta de sentido de que un par de cientos de voces de Florida decidieran quién sería el presidente, el candidato demócrata aceptó su derrota. En las semanas de incertidumbre que siguieron a las elecciones, Bill Clinton hizo un comentario cáustico y muy apropiado: «El pueblo americano ha hablado, pero no sabemos lo que ha dicho». Habría que tomarse el comentario más en serio de lo que Clinton pretendía: ni siquiera hoy día lo sabemos, tal vez porque detrás del resultado no había ningún «mensaje» sustancial… Jacques-Alain Miller ha demostrado que la democracia entraña al Otro «barrado»1; sin embargo, el ejemplo de Florida demuestra que, a pesar de todo, hay un «Otro» que continúa existiendo en la democracia: el «Otro» procedimental de las reglas electorales que se deben acatar, sea cual sea el resultado; es este «Otro», esta fe incondicional en las reglas, lo que el populismo (amenaza con) deja(r) en suspenso. Por eso, en el populismo siempre hay algo violento, amenazador, desde el punto de vista liberal: una presión manifiesta o latente, un aviso de que, si hay una manipulación electoral, la «voluntad del pueblo» tendrá que hallar otra forma de imponerse; aun cuando se respete la legitimación electoral del poder, queda claro que las elecciones desempeñan un papel secundario, que sólo sirven como confirmación de un proceso político cuyo peso sustancial radica en otro lado. Eso es lo que hace que el régimen de Hugo Chávez sea genuinamente populista: aunque quedó legitimado por las elecciones, está claro que su ejercicio del poder se fundamenta en otra dinámica (organización directa de los pobres en las favelas y otros modos de autoorganización local). Ahí radica lo «emocionante» de los regímenes populistas: las reglas democráticas nunca se aceptan por entero, siempre presentan una incertidumbre intrínseca, siempre pesa la posibilidad de que se las vuelva a definir, de que haya «un cambio improcedente a mitad de partido». Hay que apoyar sin reservas este aspecto del populismo; el problema no radica en su carácter «antidemocrático», sino en su dependencia de una idea sustancial del «pueblo»: en el populismo, el «Otro», aunque (potencialmente) suspendido bajo el disfraz del formalismo procedimental, vuelve bajo el disfraz del Pueblo como agente sustancial de legitimación del poder.
Así, pues, la democracia presenta dos caras elementales e irreductibles: el violento ascenso igualitario de la lógica de los «supernumerarios», de la «parte de ninguna parte», de aquellos que, pese a estar incluidos formalmente en el edificio social, no tienen un lugar determinado en él; y el procedimiento regulado (más o menos) universal por el que se elige a quienes ejercerán el poder. ¿Cómo se relacionan ambas caras entre sí? ¿Y si la democracia en el segundo sentido (el procedimiento regulado de registrar la «voz del pueblo») no fuera, al cabo, sino una defensa contra sí misma, contra la democracia en el sentido de la violenta intrusión de la lógica igualitaria que perturba el funcionamiento jerárquico del edificio social, un intento de volver a dar funcionalidad a este exceso, de hacer que forme parte del normal funcionamiento del edificio social?
Sin embargo, no hay que caer en la trampa de oponer estos dos polos como si uno fuera «bueno» y el otro «malo», es decir, no hay que desdeñar el procedimiento democrático institucionalizado por no ser más que una «osificación» de la experiencia democrática primordial. Lo que importa en realidad es justamente el grado en el que tal explosión democrática logra su institucionalización, su traslación al orden social. Las explosiones democráticas no sólo son objetos de fácil recuperación por parte de quienes ocupan el poder, desde que «al día siguiente» la gente despierta a la cruda realidad de las relaciones de poder, vigorizadas con nueva sangre democrática (motivo por el que quienes están en el poder adoran las «explosiones de creatividad» como la de mayo del 68); a menudo, el «osificado» procedimiento democrático al que la mayoría sigue aferrada como a una «letra muerta» es la única defensa que queda contra la avalancha de las pasiones «totalitarias» de la masa.
El problema radica, por tanto, en cómo regular / institucionalizar el violento impulso democrático igualitario y en cómo impedir que lo engulla la democracia en el segundo sentido del término (procedimiento regulado). Si no hay modo alguno de hacerlo, entonces la democracia «auténtica» no es más que un momentáneo estallido utópico que, a la consabida mañana siguiente, ha de ser normalizado. A este respecto, la dura consecuencia que hay que aceptar es la de que este exceso de la democracia igualitaria en relación con el procedimiento democrático sólo puede «institucionalizarse» bajo la apariencia de su opuesto, el terror revolucionario democrático.
Basta en la práctica…
En 2005, los «noes» de Francia y Holanda al proyecto de Constitución Europea fueron casos evidentes de lo que la «teoría francesa» denomina significante flotante: un «no» de significados confusos, inconsistentes, sobredeterminados, algo así como un recipiente en el que la defensa de los derechos de los trabajadores coexiste con el racismo, en que la reacción ciega ante una amenaza imaginada y el miedo al cambio coexisten con vagas esperanzas utópicas. Se nos dice que el «no» francés fue en realidad un «no» a muchas otras cosas: al neoliberalismo anglosajón, a Chirac y su gobierno, al influjo de los obreros procedentes de Polonia, que hace que los salarios de los trabajadores franceses bajen, etc. La verdadera lucha se desarrolla ahora: a saber, la lucha por el significado de este «no»: ¿quién se apropiará de él? ¿Quién lo plasmará –si es que alguien lo hace– en una visión política coherente que sirva de recambio?
Si hay una interpretación predominante del «no», es una nueva variación del viejo lema de Clinton: «¡Se trata de la economía, idiota!»; supuestamente, el «no» fue una reacción al letargo económico de una Europa rezagada en relación con nuevos bloques de poder económico en ascenso, atrapada por una inercia económica, social e ideológico-política, pero, paradójicamente, fue una reacción inapropiada, beneficiosa para esta propia inercia de europeos privilegiados, de quienes querían aferrarse a los viejos privilegios del Estado de bienestar. Fue la reacción de la «vieja Europa», desatada por el miedo ante cualquier cambio real, por el rechazo de las incertidumbres del Mundo Feliz de la modernización globalizadora2. No es de extrañar que la reacción de la Europa «oficial» fuera casi de pánico ante las pasiones peligrosas, «irracionales», racistas e aislacionistas que sustentaban el «no», ante un rechazo provinciano de la apertura y del multiculturalismo liberal. Se suelen oír quejas sobre la apatía cada vez mayor de los votantes, sobre el declive de la participación popular en la política, de manera que los liberales, preocupados, no paran de hablar de la necesidad de movilizar a la gente mediante iniciativas de la sociedad civil, de hacer que participe más en la vida política. Sin embargo, cuando la gente despierta de su letargo apolítico, suele ser por medio de una revuelta populista de derechas; no es de extrañar que muchos tecnócratas liberales ilustrados se pregunten entonces si la anterior forma de «apatía» no era, en el fondo, una bendición.
En este punto, hay que tomar conciencia de que hasta esos elementos que aparecen como puro racismo de derechas no son, en realidad, más que una versión desplazada de las protestas de la clase obrera: desde luego, la exigencia de poner fin a la inmigración de los trabajadores extranjeros, que suponen una amenaza para el empleo, es una forma de racismo; sin embargo, no hay que perder de vista que el influjo de los trabajadores inmigrantes llegados de los países poscomunistas no es una consecuencia de la tolerancia multicultural, sino parte de la estrategia del capital para tener bajo control las exigencias de los obreros; por eso, en los Estados Unidos, Bush hizo más por la legalización de los inmigrantes ilegales mexicanos que los demócratas, atrapados por las presiones de los sindicatos. Por tanto, irónicamente, el populismo racista de derechas constituye hoy el mejor argumento de que la «lucha de clases», lejos de estar «obsoleta», sigue viva; la lección que la izquierda debería extraer de ello es que no hay que cometer el error simétrico al de la mistificación / el desplazamiento racista y populista del odio a los extranjeros y «tirar al niño con el agua sucia», es decir, oponer simplemente el racismo populista contra los inmigrantes a la apertura multicultural, borrando su contenido de clase desplazado; la mera insistencia en la tolerancia, por benévola que pretenda ser, constituye la forma más pérfida de la lucha de clases antiproletaria…
En lo que a esto respecta, la reacción de los políticos alemanes tradicionales a la formación en las elecciones de 2005 del nuevo Linkspartei (coalición formada por el PDS de la Alemania del Este y algunos disidentes izquierdistas del SPD) resulta sintomática; el propio Joschka Fischer alcanzó uno de los puntos más bajos de su carrera cuando llamó a Oskar Lafontaine «un Haider alemán» (y todo porque Lafontaine protestó por la importación de mano de obra barata procedente de los países del Este para bajar los salarios de los trabajadores alemanes). El pánico y la exageración con que la clase política (y hasta la cultural) reaccionó cuando Lafontaine habló de «trabajadores extranjeros» o cuando el secretario del SPD llamó «langostas» a los especuladores financieros resultan sintomáticos; es como si se hubiera estado ante un auténtico renacimiento neonazi. Esta absoluta ceguera política, esta pérdida de la propia capacidad de distinguir a la izquierda de la derecha, traiciona el pánico que produce la politización en cuanto tal. El desprecio automático de cualquier iniciativa encaminada a defender ideas al margen de las coordenadas postpolíticas establecidas, tachada al punto de «demagogia populista», es, hasta el momento, la prueba más clara de que, efectivamente, vivimos bajo un nuevo Denkverbot3.
No sólo es que, en la actualidad, el dominio de la política esté polarizado entre la administración postpolítica y la politización populista; fenómenos como el de Berlusconi demuestran que los dos opuestos incluso pueden coexistir en el mismo partido: ¿no constituye el movimiento de Berlusconi, Forza Italia!, un caso de populismo posmoderno, es decir, de un gobierno mediático-administrativo que se autolegitima en términos populistas? ¿Y no cabe decir lo mismo, hasta cierto punto, del gobierno del Nuevo Laborismo en el Reino Unido, o del gobierno de Bush en los Estados Unidos? Dicho de otro modo, ¿no está reemplazando paulatinamente el populismo a la tolerancia multicultural como el suplemento ideológico «espontáneo» de la administración postpolítica, como su «pseudomaterialización», como su plasmación en una forma que puede apelar a la experiencia inmediata de los individuos? Aquí, el factor decisivo radica en que hasta la pura postpolítica (un régimen cuya autolegitimación sería completamente «tecnocrática» y que se presentaría a sí mismo como un gobierno competente) es intrínsecamente imposible: todo régimen político necesita un nivel de autolegitimación suplementario de carácter «populista».
Por eso el populismo actual es diferente del tradicional; lo que lo distingue es el oponente contra el que moviliza al pueblo: el ascenso de la «postpolítica», la reducción acelerada de la política genuina a la administración racional de los intereses en conflicto. En los países industrializados de América del Norte y de Europa occidental, como mínimo, el «populismo» está surgiendo como el oscuro doble intrínseco de la postpolítica institucionalizada e incluso –decirlo resulta tentador–...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Cita
  5. Introducción. Causa Locuta, Roma Finita
  6. Primera parte. El estado de las cosas
  7. I. Felicidad y tortura en el mundo atonal
  8. II. El mito familiar de la ideología
  9. III. Intelectuales radicales o las razones por las que Heidegger dio el paso adecuado (aunque en la dirección errónea) en 1933
  10. Segunda Parte. Lecciones del pasado
  11. IV. El terror revolucionario desde Robespierre hasta Mao
  12. V. El estalinismo revisitado o sobre cómo Stalin salvó la humanidad del hombre
  13. VI. Razones por las que el populismo basta (a veces) en la práctica, pero no en la teoría
  14. Tercera parte. ¿Qué hacer?
  15. VII. La crisis de la negación determinada
  16. VIII. Alain Badiou o la violencia de las sustracción
  17. IX. Ungehagen in der Natur
  18. Otros títulos publicados