Estudio introductorio
La fragmentación del soberano.
El federalismo de P.-J. Proudhon
Una necesaria introducción: leer y entender a Proudhon (y el federalismo) hoy
Muchas son las razones que en estos últimos años venían haciendo necesario, sobre todo en nuestro país, un retorno a la obra y reflexión de Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), uno de los principales teóricos del federalismo en el siglo XIX. Desde una perspectiva científica, esta vuelta a Proudhon se hacía necesaria para intentar explicar el verdadero significado –tantas veces pasado por alto– del pensamiento proudhoniano y romper así definitivamente con los numerosos errores y lugares comunes que con el paso del tiempo se han ido instalando entre los estudiosos y que adornan ya hoy sin rubor alguno las páginas de no pocas obras influyentes e importantes sobre temas proudhonianos (socialismo, federalismo, nacionalismo, anarquismo, etc.), amén de otros diccionarios o enciclopedias especializados que por su elevado número y variedad sería tarea harto complicada intentar detallar aquí.
Por extraño que pueda parecer, tratándose de un autor tantas veces citado y glosado, de cuya obra se cree tener, además, un cabal conocimiento, es, sin duda, la cátedra del cliché una de las constantes que, hoy como ayer, caracterizan la recepción del pensamiento proudhoniano. Y es que, paradójicamente, a pesar de ser Proudhon una de las figuras más importantes del socialismo decimonónico europeo, a pesar de que sus bombazos literarios alcancen rápidamente un gran éxito, de que su nombre circule por talleres y clubs desde antes de la Revolución de 1848 –lo que le valdrá durante las jornadas revolucionarias de febrero la visita de cuatro obreros armados, que acudían a Proudhon en busca de su proyecto revolucionario…– y de que sus ideas sean retomadas más tarde, ya tras su muerte, por sectores que irán desde la derecha tradicionalista tipo Maurras a la izquierda más anarquizante de un Bakunin, a pesar de ser, pues, Proudhon uno de los socialistas más influyentes, leídos y comentados de su tiempo, el más audaz de los socialistas franceses, diría el propio Marx, no dejará por ello de ser en el fondo uno de los más desconocidos o incomprendidos, quizá el más oscuro de todos ante la opinión. De hecho, no es en absoluto extraño ver al Proudhon más íntimo, el que encontramos en su correspondencia, lamentar la incomprensión –lo que él no dejará de achacar a la ceguera o mala fe de sus lectores– que generan sus escritos, e incluso es perceptible en su obra, con el paso de los años y los reveses que va a conocer, una mayor preocupación por hacer que sus ideas lleguen con más facilidad al lector, lo que le llevará en ocasiones a intentar simplificar o a dilatar más de la cuenta sus explicaciones, generalmente sin demasiada fortuna.
Resumiendo, puede decirse que si su afilada pluma y su poderosa y no menos desconcertante dialéctica le aseguraron de inmediato un extraordinario éxito y audiencia, gracias en parte a fórmulas impactantes (la propiedad es un robo, Dios es el mal, etc.), serán precisamente dichas fórmulas, asociadas a un carácter incomparablemente polémico (esa gota de mala sangre hereditaria de la que habla Proudhon en De la Justice dans la Révolution et dans l’Église), las que, entendidas al pie de la letra, despojadas de la tensión dialéctica que anima toda su obra, lo acaben condenando ante la opinión y forjando la imagen de un Proudhon inconstante y contradictorio, enemigo del orden y de la propiedad, ateo, utopista, etc.; lugares comunes que la posteridad se encargará de compulsar y divulgar. No sin razón decía Bernard Voyenne, uno de los mejores conocedores de la obra de Proudhon, que «ese don de las fórmulas impactantes y provocadoras será, por suerte o desgracia, la marca del genio proudhoniano». A esto también habría que añadir, es cierto, una falta de sistematización bastante evidente en el francés, una de las notas más características en el pensamiento proudhoniano, que hace de su voluminosa obra (una treintena de libros, catorce volúmenes de correspondencia y seis de carnets) ciertamente una obra abierta, como precisamente la deseaba su autor, fiel en esto a su dialéctica serial o dialógica, pero precisamente por ello también una suerte de terreno pantanoso en el que es fácil perder el norte y enfangarse si no se acierta a dar con el hilo conductor que revela su sentido y coherencia. Este carácter abierto y asistemático de su pensamiento, al que Proudhon parece querer poner remedio (su deseo de resumirse para hacer frente a la incomprensión a la que aludimos más arriba) cuando sus fuerzas empiezan a flaquear y le abandonan definitivamente en 1865, con sólo cincuenta y cinco años de edad, será también el que facilite la posterior dispersión, desde lo que podríamos llamar hoy la extrema izquierda a la extrema derecha, y consiguiente desnaturalización de sus ideas.
Ahora bien, para comprender por qué el mensaje proudhoniano no es entendido correctamente ni llega hasta nosotros con fuerza y pertinencia, al margen de los indudables problemas que plantea el pensamiento proudhoniano en sí mismo (poca claridad expositiva, falta de sistematización, densidad de la obra, tendencia a la provocación, etc.), tampoco debemos obviar que la crítica abierta que hace Proudhon de los dos sistemas, liberalismo individualista y comunismo, que se imponen, el primero de ellos ya desde el siglo XIX, y van luego a monopolizar el debate de ideas en el siglo XX, contribuirá a silenciar el discurso del filósofo francés, a hacer que su obra caiga en el olvido y el desprestigio, lo cual no hará, obviamente, sino facilitar la consolidación de los estereotipos y lugares comunes que desde el primer momento pesan sobre el pensamiento proudhoniano.
Sea como fuere, lo que aquí interesa subrayar es que de la incomprensión o deficiente recepción que ha acompañado en nuestro país (y fuera de él) a la obra del filósofo francés tampoco se ha librado su federalismo. Esto tenemos que atribuirlo fundamentalmente a dos factores, que conviene quizá explicar, siquiera brevemente, antes de ir más lejos.
El primero de ellos es el preponderante papel que Pi y Margall ha tenido en la recepción e introducción del pensamiento de Proudhon en España. Francisco Pi y Margall es, como se sabe, uno de los primeros pensadores españoles y, en cualquier caso, el más conocido y laureado, en hacer suya la crítica proudhoniana, algo que ya salta a la vista en La reacción y la Revolución (1854), obra de clara influencia proudhoniana (véase Idée générale de la Révolution au XIXe siècle, 1851), a la que seguirán, algunos años más tarde, ya durante el Sexenio Revolucionario (1868-1874), las traducciones de Pi y Margall de algunas de las obras importantes de Proudhon. De hecho, Pi y Margall nunca esconderá la deuda contraída con el filósofo francés, uno de los que más ha contado en su obra. Pero, al margen de su importante y sin duda preponderante papel en lo que hace a la transmisión del pensamiento proudhoniano en tierras españolas, lo quizá más determinante en el caso que nos ocupa va a ser la manera en que dicha transmisión y recepción se van a efectuar. La exégesis que Pi y Margall hace de la obra de Proudhon va a tener, en este sentido, al menos dos efectos de crucial importancia para nuestro tema:
1) La interpretación personal que Pi y Margall hace del pensamiento proudhoniano, asumiendo –según él– gran parte de sus presupuestos teóricos iniciales, va a llevar a una situación de monopolio hermenéutico tal que será difícil hablar de Proudhon sin pasar antes por Pi y Margall, lo que se hará las más de las veces asumiendo, con sus aciertos y sus errores, las conclusiones sentadas por el propio Pi y Margall sobre la obra de Proudhon. De tal suerte que, llegado un momento, ambos pensamientos, el proudhoniano y el pimargalliano, acabarán confundiéndose, hasta tal punto que durante el Sexenio Revolucionario no se dudará, incluso, en combatir las ideas federalistas que el republicanismo federal liderado por Pi y Margall deseaba ver salir triunfantes de la Gloriosa Revolución de 1868, atacando directamente al que se suponía era su líder espiritual («el sistema expuesto por el Sr. Pi y Margall no es más que el fiel trasunto de las doctrinas y el sistema de Proudhon», dirá el diputado Romero Girón), lo que llevará a Pi y Margall a tener que explicarse al respecto durante el debate en Cortes Constituyentes de mayo de 1869:
El Señor Romero Girón, por otra parte, ha tenido una particular maña para combatir mis ideas: suponiéndome discípulo de Proudhon, ha ido a atacar a Proudhon para combatirme a mí; ésta es una manera rarísima de combatir a un orador. Yo no niego que Proudhon es uno de los hombres que más he estudiado; pero el señor Romero Girón sabe la independencia de mi carácter, y sabe que yo nunca me he sometido a los errores de Proudhon, ni a los errores de persona alguna desde el momento en que los he reconocido […].
La imagen que, en definitiva, va a quedar y transmitirse con posterioridad del federalismo pimargalliano en particular y del español en general, tanto desde la tribuna política como desde la cátedra de historia, será la de un federalismo calcado del pacto federativo proudhoniano. En consecuencia, el federalismo de Pi y Margall será visto como una copia o, en el mejor de los casos (matices introducidos luego por la historiografía española ya en el siglo XX), como una adaptación del federalismo abstracto de Proudhon a la realidad española del momento. Pero de este modo, también, el federalismo de Proudhon quedará en nuestro país reducido al federalismo profesado por Pi y Margall. El Proudhon que conoce, pues, la España decimonónica, y a posteriori nuestro siglo XX, es el Proudhon personal de Pi y Margall. Naturalmente, esto no sería para nada problemático si el federalismo de uno y de otro fueran verdaderamente iguales o cuando menos muy parecidos. El problema es que no lo son.
2) Al confundirse ambas teorías federales, como si uno y otro partieran de las mismas premisas y dijeran en el fondo lo mismo, se acabará obviando la naturaleza profunda del pacto federativo proudhoniano –pacto federal entre grupos naturales (cantones o regiones), que le llevará a una posición de tipo confederalista, o federalismo plurinacional–, quedando en adelante asociado al federalismo pactista individualista expuesto y asumido por el primer Pi y Margall (federalismo nacional o descentralización) y, en consecuencia, será entendido unánimemente en España como un federalismo individualista o abstracto, al más puro estilo del contractualismo rousseauniano. Si tenemos en cuenta que, según este razonamiento, el federalismo de Pi y Margall sería, como ya se ha dicho, una copia mejorada del federalismo proudhoniano, no resulta difícil entender que los estudiosos del federalismo español se hayan centrado exclusivamente en el estudio del federalismo pimargalliano, del cual, en apoyo de las tesis del propio Pi y Margall, se deducía el proudhoniano.
El segundo de los factores al que tenemos que aludir, de no menor importancia que el anterior, y con el que está en el fondo íntimamente relacionado, es el deficiente estado en que se han encontrado desde el siglo XIX los estudios sobre el federalismo, al entenderse generalmente la Federación o el Estado federal como un modelo...