1. Datos para una revisión
Uno de los tópicos de moda en nuestros días es hablar de contactos multiculturales, de pluralidad étnica, de convivencia —supongamos que pacífica— entre religiones, de interpenetración y fusión de sociedades... Sin negar la buena fe de los más entre quienes sostienen tales pretensiones y soslayando la casi obligatoriedad que se nos impone de someternos a esos principios, admitidos de manera acrítica y sin matices al venir canonizados por su reiteración en los medios de comunicación, ni anticipar la discusión de las posibilidades reales de lograr la utopía, sí podemos aceptar que en el caso español respecto a los árabes —los moros, según la expresión popular— y el Islam en términos amplios, la proximidad y la relación durante muchos siglos en sus diversas formas (de confrontación o coexistencia) no ha producido resultados benéficos, sino más bien lo que Sánchez Albornoz designó como antibiosis, por oposición a la vindicativa simbiosis de Américo Castro; es decir, los contrarios de rechazo, negación, desconocimiento hacia los norteafricanos. Y de ellos hacia nosotros.
De forma simplista y no siempre desinteresada historiadores, sociólogos, escritores, periodistas de allende y aquende Gibraltar suelen resolver la contradicción entre los hechos visibles y sus palabras —o sea, que no hay fusión sino choque— cargando la responsabilidad del desencuentro en la cerrazón cristiana medieval, o en su heredero el nacional-catolicismo, o en una oscura tara genética arrastrada por los españoles y que, naturalmente, nunca definen: algo demoníaco que nos induce a ser intransigentes provocando dolor por gusto. Dividir el mundo oportunamente en buenos y malos facilita mucho las cosas y un imperialismo viejo y vencido hace ya muchos años es buen chivo expiatorio como receptáculo de basuras presentes, o como pantalla con cuyas luces y sombras distraer la atención de desgracias actuales y vivas. Se amalgaman conceptos, problemas y actos muy diferentes y mediante las oportunas extrapolaciones resulta cómodo arribar al puerto deseado; y sin que falte razón en el fondo al plañido —tan habitual en algunos arabistas españoles— acerca del profundo desconocimiento de nuestra sociedad hacia lo árabe, base de tan graves errores de bulto en apreciaciones que innúmeras veces rebasaron los grados de la opinión o lo opinable y se tradujeron en patentes injusticias materiales. Sin embargo, el argumento es de ida y vuelta, pues la ignorancia sustenta por igual cualquiera de los prejuicios que corren y han corrido sobre los moros (indolencia, suciedad, etc.) como los opuestos, tan en boga en estos días, de presentarlos o presentarse como víctimas sempiternas —y por tanto acreedores— sean cuales fueren las circunstancias. Buen ejemplo ilustrativo de la primera actitud es el aducido por M. García-Arenal cuando recuerda que el tribunal de la Inquisición de Cuenca en su represión antimorisca hacía consideraciones peregrinas y ajenas a la realidad del jaez de “teniendo y creyendo que no es pecado tener acceso carnal un hombre soltero con una mujer soltera como lo creen y tienen los moros”, en la línea de la mitología de la sensualidad adjudicada a los musulmanes en la época, incluso en lugares tan apartados como las Indias. Pero no menos expresiva de la confusión reinante es la utilización falaz de la acusación fija de intolerancia antimusulmana para enfocar lo que en puridad sólo se debe, v.g., a un retraso administrativo —por lo demás justificado— para iniciar la construcción de una mezquita en Granada.
F. Braudel entendió bien el conflicto vivido por la España que decidió y llevó a cabo la expulsión de los moriscos, primero de Granada y después de todo el país: se trataba de responder de la forma más radical posible a una minoría inasimilable, que se resistía a la integración y cuyos lazos y connivencia con el enemigo del momento, nada pasivo, eran bien sabidos, ofreciéndoles la conversión (sincera) con la consiguiente absorción cultural, o el exilio. Si alguien, con ingenuidad encomiable o mala fe manifiesta, se escandaliza obstinándose en juzgar el pasado con las anteojeras de nuestra contemporaneidad, bastará recordarle que por aquellas fechas —el siglo xvi— en el norte de África ya no quedaba más población cristiana que los cautivos apresados por los piratas, pues iba ya tiempo —más de cuatro siglos— que los autóctonos habían sido inducidos, cuando no forzados, a islamizarse, en tanto las culturas locales (beréberes y neolatinas) eran aplastadas y suplantadas por la civilización árabe urbana, dejando al mundo beréber aislado en las montañas; vale decir fuera de la Historia. Y si en algún instante aflora (almorávides, almohades) es como vehículo y propagandista de la cultura árabe-musulmana dominante.
Aunque la tensión España-Islam data de siglos anteriores, será a lo largo del xvi y en las primeras décadas del xvii cuando estalle la crisis en su versión más penosa para los afectados y habrán de ser las secuelas psicológicas de aquel momento las que perduren en el inconsciente colectivo. Sin embargo, insistimos con Braudel —no para legitimar un pasado que se legitima por sí solo, por irreversible y por abarcar comportamientos paralelos en todos los actores del drama— en la necesidad de comprender aquellos acontecimientos a fin de entender mejor los cercanos y los mecanismos que abonan la arabidad de España, sus fundamentos, o la falta de ellos, o su relativización. Y en qué proporciones.
Vaya por delante la nunca suficientemente repetida salvedad de estar enjuiciando lo pretérito con los muy condicionados bagajes de nuestra modernidad y comencemos por afirmar que el trato infligido a los moriscos pudo ser riguroso y hasta cruel, pero no injustificado, sobre todo contando con los elementos de juicio y acción de que disponían las autoridades políticas, los ideólogos religiosos y el pueblo llano que les seguía: desde la tecnología contemporánea que exacerbaba los sufrimientos, hasta nociones de humanismo y respeto a la dignidad de la persona que son muy posteriores y que —por cierto— todavía no han traspasado las fronteras de numerosos países musulmanes.
Desde la reconquista de Granada el gran escenario geopolítico en que se desarrolla la tragedia de los residuales musulmanes españoles aglutina en veloces secuencias, a menudo simultáneas, estrategias y acontecimientos tan graves como el final de la recuperación del territorio peninsular, la proyección sobre las costas magrebíes de españoles y portugueses con su paralela contrafuerza del acoso de los piratas norteafricanos (y moriscos exiliados) a las riberas hispanas, la penetración otomana en el norte de África y la inevitable colisión con el otro imperialismo (el español) emergente en el Mediterráneo, unido todo ello a la fragmentación política y la crisis económica del Magreb. Un panorama que favorecía la subsistencia de una mentalidad de cruzada, con cuanto esto implicaba de objetivos económicos, valga decir de pillaje, para expresarnos con la mayor crudeza, junto al establecimiento de presidios o guarniciones fronterizas que asegurasen un relativo control del territorio a la par que dificultaban las incursiones de los corsarios convertidos —sin exageración— en auténticos industriales de su oficio, en especial sobre las mal guardadas costas del levante español. Por motivos de seguridad interna Carlos V extendió en 1525 a Valencia el decreto de 1502, planteando la alternativa de conversión o exilio, medida que suscitó la segunda rebelión de moriscos, en la Sierra de Espadán, desde la toma de Granada; complicado el conflicto con el asalto a Valencia en 1529 de las galeras de Barbarroja, que secuestraron a infinidad de gentes. Estas incursiones frecuentemente se realizaban con la colaboración de los monfíes y moriscos en general, sin que hoy en día podamos calibrar del todo cómo influían en el ambiente español tales algaradas y qué pensamientos acababan provocando. Luis del Mármol describe bien la situación:
empezaron [los moriscos] a congojarse demasiadamente y a endurecerse con su mala inclinación; de donde les crecía cada hora más la enemistad y el aborrecimiento del nombre de cristiano; y si con fingida humildad usaban de algunas buenas costumbres morales en sus tratos, comunicaciones y trajes, en lo interior aborrecían el yugo de la religión cristiana, y de secreto se doctrinaban y enseñaban unos a otros en los ritos y cerimonias de la seta de Mahoma (...). Acogían a los turcos y moros berberiscos en sus alcarías y casas, dábanles avisos para que matasen, robasen y captivasen cristianos, y aun ellos mesmos los captivaban y se los vendían; y así venían los cosarios a enriquecer a España como quien va a una India (...).
Por tanto, la dureza con que se les trataba y reprimía a la menor ocasión era también extrema, así quienes peor trato recibían en las galeras españolas, condenados al remo “de por vida” como esclavos del rey, eran precisamente los apóstatas capturados, los arraeces enemigos (“para evitar que pudieran aconsejar, con su experiencia, nuevas empresas piráticas”), y los moriscos (“por su conocimiento de la lengua y de la tierra española y de sus calas, marinas y puertos, eran considerados como especialmente peligrosos en sus contactos con turcos y berberiscos”). Porque los estragos materiales y humanos eran enormes —según la plástica expresión de M. Fernández Álvarez: “de igual modo que los portugueses se habían aficionado a ir a la caza del negro, en las costas de Nigeria y Guinea, los berberiscos lo hacían preferentemente en las costas de España”— también debían serlo las reacciones, así por ej. la exigencia a los moriscos de pechar con los gastos (fardas) que originase el sistema de torres-vigías, o atalayas, o el dictado de normas que en la actualidad pueden hacernos sonreír por su aparente ingenuidad (de nuevo recordamos cuáles eran los medios técnicos de la época) como una “Cédula para que ningún moro anduviere durante la noche por la costa del mar, salvo en compañía de cristianos o llevando fe del corregidor o alcalde de donde fuese vecino”. Pues, en efecto, el apresamiento de españoles constituía una floreciente fuente...