Historia del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut
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Historia del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut

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Historia del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut

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Uno de los más intensos romances de la historia de la literatura.Manon Lescaut (1731) es el título abreviado del séptimo volumen de las Mémoires et aventures d'un homme de qualité, una novela escrita por el abate Prévost en 1731, cuyo título completo es Historia del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut. En la época, se consideró que era escandalosa y fue inmediatamente prohibida por el Parlamento de París, pero esto no impidió que la obra circulara de forma clandestina con gran éxito. La novela cuenta la historia de un caballero, Des Grieux, y de su amante, Manon Lescaut. Des Grieux es un joven de buena familia destinado a ser clérigo. Se enamora perdidamente de Manon cuando la ve casualmente el día de su deportación a América. Él está dispuesto a todo por ella: renuncia a su fortuna, familia y prestigio; ambos sufren la cárcel, la pobreza y el destierro. Ella, caprichosa, no sabe vivir sin lujos y comodidades ama a Des Grieux, pero ama también la vida fácil. Pasión y virtud, deseo y templanza, el amor romántico atraviesa las páginas de Manon Lescaut, brillante construcción de una apasionada historia de amor en uno de los más intensos romances de la historia de la literatura.

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Información

Año
2019
ISBN
9788446047391
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
PRIMERA PARTE
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Portadilla de la Primera parte con la representación de Eva.
Me siento obligado a dirigir a mi lector al tiempo de mi vida en que conocí al caballero Des Grieux. Aproximadamente fue unos cinco o seis años antes de mi viaje a España[1]. Aunque rara vez abandonaba mi soledad, la deferencia que sentía por mi hija me comprometía a algunos viajes cortos, que solía abreviar tanto como me era posible. Un día, volvía de Ruan donde me había rogado que fuera a interesarme por un asunto que se dilataba en el Parlamento, relativo a la sucesión de unas tierras procedentes de mi abuelo materno, y que ella reclamaba. Y habiendo reanudado mi camino por Evreux, donde pernocté la primera noche, llegué al día siguiente a cenar a Pacy distante a unas cinco o seis leguas[2]. Al entrar en la villa, me sorprendió ver a todos los habitantes alterados. Salían corriendo de sus casas para dirigirse en tromba a la puerta de una hospedería de mala fama, delante de la cual se habían detenido dos carruajes. Parecía que los coches acababan de llegar pues los caballos resoplaban todavía enganchados. Me detuve un momento a preguntar de donde procedía tanta agitación; pero no saqué mucha información de un populacho curioso, que no prestaba ninguna atención a mis preguntas y que seguía corriendo hacia la hospedería, empujándose en medio de la confusión. Por fin, cuando apareció en la puerta un arquero ataviado con bandolera y mosquete al hombro le hice un gesto con la mano para que se acercara. Le rogué que me informara sobre semejante tumulto. Nada importante, señor, me dijo, mis compañeros y yo acompañamos a una docena de mujeres de vida alegre hasta El Havre-de-Grâce[3], donde las embarcaremos hacia América. Algunas son bonitas, y es quizá lo que excita la curiosidad de esta buena gente. Me habría conformado con esta explicación si no me hubieran llamado la atención los gritos de una anciana que salía de la hospedería alzando las manos y gritando que era una barbaridad, algo que producía horror y compasión. De qué se trata, le pregunté. Ay, señor, entre, me respondió, y dígame si este espectáculo no le parte el corazón. La curiosidad me hizo descender del caballo, que dejé en manos de mi criado, y apartando con dificultad a la multitud vi en efecto una escena conmovedora. Entre las doce chicas que estaban encadenadas de seis en seis por la cintura, había una cuyo aspecto y figura eran tan poco conformes a su condición, que en otra circunstancia la hubiese tomado por una princesa. Su tristeza y la suciedad de la ropa la afeaban tan poco que su imagen me inspiró respeto y compasión. Sin embargo, ella trataba de zafarse tanto como la cadena le permitía, para ocultar el rostro a la vista de los espectadores. El esfuerzo que hacía para esconderse resultaba tan natural que parecía proceder de un sentimiento de humildad y modestia. Como los seis guardias que acompañaban a este desgraciado grupo también estaban en la estancia, me dirigí al jefe aparte y le insté a que me instruyera sobre la suerte de la hermosa muchacha. Sólo pudo darme algunas vaguedades. La hemos sacado del Hôpital[4], me dijo, por orden del comisario de policía. No parece que la hayan encerrado por sus buenas acciones. En el camino, la he interrogado varias veces, se obstina en no responderme, pero aunque no recibí orden de considerarla más que a las otras, no dejo de tener detalles con ella porque me parece que vale un poco más que sus compañeras. Ahí tenéis a un joven que puede instruiros mejor que yo al respecto. La ha seguido desde París sin dejar de llorar ni un momento. Tiene que ser su hermano o su amante. Miré hacia el rincón de la estancia donde se hallaba sentado el joven. Parecía sumido en una profunda ensoñación. No he visto en mi vida semejante imagen del dolor. Vestía de forma sencilla, pero se distingue al primer golpe de vista a una persona con clase y educación. Me acerqué a él. Se levantó y descubrí en su mirada, en su figura y en todos sus movimientos una apariencia tan fina y tan noble que me puse instintivamente de su parte. No querría molestaros, le dije sentándome a su lado. ¿Tendríais a bien satisfacer mi curiosidad respecto a esta hermosa joven, que no me parece en absoluto merecer el triste estado en que se halla? Me respondió que no podía honestamente informarme sobre ella sin darse a conocer él mismo, y que tenía razones de peso para desear permanecer en el anonimato. Sin embargo, puedo deciros lo que estos miserables no ignoran, prosiguió señalando a los arqueros; la amo con una pasión tan violenta que me siento el hombre más desdichado. He hecho lo imposible por obtener su libertad en París. Las súplicas, la astucia y la fuerza no me han sido de ninguna utilidad; he decidido seguirla, aunque tenga que ir hasta el fin del mundo. Me embarcaré con ella. Llegaré a América; pero lo que me resulta inhumano es que estos cobardes granujas, añadió hablando de los arqueros, no me permitan acercarme a ella. Tenía planeado atacarles por las bravas a unas leguas de París, había contratado a cuatro hombres que me prometieron ayuda por una suma considerable. Los traidores me dejaron plantado y huyeron con mi dinero. La imposibilidad de lograrlo por la fuerza ha hecho que me rinda. Propuse a los arqueros que al menos me permitieran seguirlos a cambio de una recompensa. Consintieron por afán de dinero. Quisieron que les pagara cada vez que me daban permiso para hablar con mi amante. Pronto esquilmaron mi bolsa y ahora que estoy sin una perra, son tan bárbaros que me apartan brutalmente cada vez que doy un paso hacia ella. Hace tan sólo un momento, al intentar acercarme a pesar de las amenazas, me han golpeado brutalmente con la culata de sus armas. Para satisfacer su avaricia y poder seguir al menos el camino andando, me veo obligado a vender un caballo no muy bueno que me ha servido hasta ahora de montura.
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Manon Lescaut encadenada con otras prostitutas custodiadas por gendarmes.
Al fondo, el caballero Des Grieux y el narrador, el marqués de Renoncour.
Aunque parecía relatar su historia con cierto sosiego, al terminar se le escaparon unas lágrimas. Esta aventura me pareció de las más extraordinarias y conmovedoras. No pretendo que me descubráis el secreto de vuestros problemas, le dije, pero si puedo seros de alguna utilidad os ofrezco mis servicios de corazón. ¡Pobre de mí!, añadió, no se me alcanza un horizonte de esperanza, tengo que asumir mi suerte adversa. Iré a América. Al menos allí seré libre con la mujer que amo. Escribí a un amigo para que acudiera en mi auxilio al Havre-de-Grâce. Sólo estoy en apuros hasta llegar allí, para procurar a esta pobre criatura, añadió mirando tristemente a su amante, algo de alivio por el camino. ¡Pues aquí se acaba vuestro apuro!, le contesté. Os ruego que aceptéis este dinero. Me molesta no poder seros de más ayuda. Le dí cuatro luises de oro[5] sin que los guardias se dieran cuenta, pues pensé con razón que si se percataban le venderían más caros sus favores. Incluso ideé hacer un trato con ellos para que permitieran al joven hablar siempre que quisiera con su amante hasta El Havre. Hice una seña al jefe para que se me acercara y se lo propuse. Pareció avergonzarse a pesar de su insolencia. No es que nos neguemos a dejarle hablar con ella, señor, respondió perplejo, es que querría estar continuamente a su lado y nos resulta molesto; justo es que pague por la molestia. Vamos a ver, le dije, cuánto vale dejar de sentirla. Se atrevió a pedirme dos luises. Se los di al instante; pero tened cuidado no se os vaya a ocurrir alguna canallada; voy a darle mi dirección a este joven para que pueda informarme, y contad con que puedo mover los hilos para que os castiguen. Me costó seis luises de oro. El donaire y el sincero agradecimiento con el que el joven me dio las gracias terminaron de convencerme de que algo había nacido y que merecía mi generosidad. Me dirigí a su amante antes de marcharme. Me respondió con una modestia tan dulce y tan encantadora que, mientras salía, me asaltaron mil reflexiones sobre el carácter incomprensible de las mujeres.
De vuelta a mi soledad[6], no volví a tener noticias de este amorío. Transcurrieron alrededor de dos años, y lo había olvidado por completo, hasta que la casualidad me brindó la ocasión de enterarme con detalle de todas las circunstancias. Llegaba a Calais desde Londres con el marqués de..., alumno mío. Nos alojamos, si no recuerdo mal, en el Lion dOr, donde unos asuntos nos retuvieron el día entero y la noche siguiente. Caminando por las calles, por la tarde, creí reconocer al mismo joven que había conocido en Pacy. Se encontraba en un estado deplorable y mucho más pálido que la primera vez. Llevaba colgando del brazo un portamanteo[7] viejo, pues acababa de llegar a la ciudad. Sin embargo, como tenía una fisionomía tan atractiva y llamativa, resultaba imposible no reconocerlo. Vamos a acercarnos a ese hombre, propuse al marqués. Su alegría fue más viva que cualquier palabra que hubiera podido proferir. ¡Ay!, señor, dijo besándome la mano, permitidme una vez más presentaros mi eterno agradecimiento. Le pregunté de dónde venía. Me respondió en dos palabras que acababa de desembarcar en El Havre-de-Grâce procedente de América. No me parece que andéis sobrado de dinero, le dije, id al Lion dOr donde me alojo. Me reuniré con vos dentro de un rato. Volví poco después impaciente por que me contara los detalles de su infortunio y las circunstancias de su viaje a América. Le abracé con ternura y di orden en el albergue de que le atendieran debidamente. No fue necesario presionarle para que me contara la historia de su vida. Señor, me dijo en mi habitación, os portáis tan noblemente conmigo que no me perdonaría ocultaros el más mínimo detalle. Quiero contaros no sólo mis desgracias y mi sufrimiento, sino también mis desórdenes y mis debilidades más vergonzosas. Estoy seguro de que al condenarme, no podréis dejar de compadecerme.
Debo advertir al lector que escribí su historia inmediatamente después de oírla y que, por lo tanto, puede estar seguro de que la narración es exacta y fiel. Y me refiero fiel hasta en el testimonio de las reflexiones y sentimientos que el joven aventurero expresaba con el mayor encanto del mundo. Así pues, este es su relato. No incluiré hasta el final nada que no sea auténticamente suyo[8].
A los diecisiete años, me encontraba acabando mis estudios de filosofía en Amiens, donde mis padres, que son de una de las mejores familias de P..., me habían enviado. Llevaba una vida tan seria y ordenada que mis maestros me ponían de ejemplo en el colegio mayor. No es que hiciera el más mínimo esfuerzo para comportarme así, pero tengo un carácter agradable y tranquilo; me dedicaba al estudio por placer, y se me asignaban como virtudes algunas muestras de aversión natural al vicio. Mi cuna, el éxito en mis estudios y mis buenas cualidades naturales me habían llevado a conocer y ser estimado por las mejores familias. Terminé mis exámenes con tanto éxito que el señor obispo, presente en la exposición, me propuso entrar en la Iglesia, donde lograría alcanzar, dijo, mayores distinciones que en la orden de Malta[9], a la que querían destinarme mis padres. Ya me hacían llevar la cruz con el nombre de caballero Des Grieux. Al llegar las vacaciones, me dispuse a volver a casa de mi padre, quien me había prometido enviarme pronto a la Academia. Mi mayor pena al marcharme de Amiens era separarme de un amigo con el que me sentía íntimamente unido. Tenía unos años más que yo. Nos habíamos criado juntos, pero al ser de una familia menos adinerada se veía obligado a entrar en el estado eclesiástico y se quedaba en Amiens para seguir los estudios correspondientes. Poseía mil buenas cualidades. Ya tendréis oportunidad de conocerlo a lo largo de mi relato, pero sobre todo por un celo y una generosidad que no tienen parangón en los modelos clásicos. Si hubiera seguido sus consejos, si hubiera seguido siendo prudente y juicioso; si hubiera al menos aprovechado su ayuda en el precipicio al que me habían abocado mis pasiones, habría salvado algo del naufragio de mi destino y de mi reputación: pero no ha recogido otros frutos de sus cuidados que la tristeza de verlos inútiles y, a veces, duramente recompensados por un ingrato que los encontraba ofensivos e inoportunos.
Había puesto fecha a mi salida de Amiens. ¡Cómo no lo haría un día antes, Dios mío! Habría llegado a casa de mi padre sin perder la inocencia. La víspera de la fecha decidida para dejar la ciudad, paseando con mi amigo Tiberge[10], vimos llegar el coche de Arras y le seguimos por curiosidad hasta la posada donde tenía la última parada. No teníamos otra intención que enterarnos de quién viajaba en el mismo. Salieron unas mujeres que se retiraron inmediatamente; quedó sólo una, muy joven, que se detuvo en el patio, mientras que un hombre de edad avanzada, que parecía servirle de guía, se apresuraba a sacar su equipaje de los cestos. Era tan encantadora que yo, que no había pensado todavía en la diferencia de sexos, y a quien no se le había presentado la ocasión de mirar a una joven detenidamente, yo, del que todo el mundo admiraba la sabiduría y la prudencia, me encontré de repente ardiendo en una pasión incontrolable. Tenía el defecto natural de ser excesivamente tímido y fácil de confundir, pero lejos de dejarme llevar por esta debilidad me dirigí hacia la dueña de mi corazón. A pesar de que era todavía más joven que yo, aceptó el honesto cumplido que le hice con naturalidad. Le pregunté qué la llevaba a Amiens y si conocía allí a alguien. Me respondió ingenuamente que la enviaban sus padres a tomar los hábitos. El amor me volvía ya tan sabio desde que se había instalado en mi corazón que recibí esa información como un golpe mortal a mis deseos. Le hablé de modo que le hice comprender mis sentimientos, pues ella tenía mucha más experiencia que yo; la enviaban al convento contra su voluntad y, sin duda, para contrarrestar su inclinación al placer, que ya era evidente y causa a continuación de todas sus desgracias y las mías. Me opuse a la cruel intención de sus padres con los argumentos que me dictaba mi amor recién nacido y mi elocuencia escolástica. Ella no mostró ni oposición ni arrogancia. Me dijo tras un corto silencio que imaginaba un futuro desgraciado, pero que parecía ser la voluntad del cielo, puesto que no le proporcionaba medios para evitarlo. La dulzura de su mirada, de una tristeza encantadora al pronunciar esas palabras, o más bien el ascendente de mi destino que me llevaba a la perdición, no me permitieron sopesar por un momento mi respuesta. Le aseguré que si quería confiar en mi honor y en la infinita ternura que me había inspirado dedicaría mi vida a liberarla de la tiranía de sus padres y a hacerla feliz. Pensándolo después, siempre me ha sorprendido de dónde saqué semejante osadía y tanta facilidad de palabra; pero no sería de origen divino el amor si no acostumbrara a operar semejantes prodigios. Volví a insistir. Mi hermosa desconocida sabía de sobra que no se engaña a esa edad. Me confesó que si veía posible ponerla en libertad, quedaría en deuda conmigo por algo más grande que la vida. Le repetí que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa; pero no teniendo suficiente experiencia para imaginar de repente los medios de servirla, me agarraba a esa promesa general que no podía ser de gran ayuda para ella. Mientras tanto, su viejo guía se había acercado a nosotros, mis esperanzas iban a venirse abajo si ella no hubiera tenido un golpe de lucidez que remediara mi torpeza.
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El caballero Des Grieux se presenta a Manon Lescaut, de la que queda prendado.
Me sorprendió que me llamara primo cuando llegó su guía y sin inmutarse lo más mínimo me dijo que puesto que había sido una suerte enorme encontrarnos en Amiens, retrasaba al día siguiente su entrada al convento con objeto de tener el placer de cenar conmigo. Yo entré enseguida en el juego. Le propuse alojarse en una hospedería cuyo dueño me era totalmente fiel, pues había sido cochero de mi padre durante bastante tiempo. La acompañé personalmente, mientras el guía no dejaba de murmurar, y mi amigo Tiberge, que no entendía nada de lo que estaba pasando, me seguía sin pronunciar palabra. No había oído nada de nuestra conversación dedicado a pasear por el patio, mientras yo hablaba de amor con mi hermosa amante. Como temía su sabia intromisión, me deshice de él pretextando un recado que le encargué; de manera que llegados a la hospedería, tuve el placer de conversar a solas en la habitación con la soberana de mi corazón. Inmediatamente reconocí que era menos niño de lo que yo pensaba. Mi corazón se abrió a mil sentimientos placenteros de los que no albergaba la menor idea. Un suave calor recorrió todas mis venas. Me encontraba en un estado de exaltación tal que enmudecí temporalmente, expresándome sólo con los ojos. La señorita Manon Lescaut, así me dijo que se llamaba, pareció muy satisfecha del efecto que producían en mí sus encantos y creí percibir que estaba tan emocionada como yo. Me confesó que me encontraba amable y que estaría encantada de quedar en deuda conmigo por su libertad. Quiso saber quién era yo y, al enterarse, su afecto aumentó; porque siendo ella de condición humilde, se sentía halagada de haber conquistado a un enamorado de mi clase. Conversamos sobre cómo ser el uno del otro. Tras muchas reflexiones no encontramos otra solución que la huida. Había que burlar la vigilancia del guía al que había que tratar con tiento, aunque no fuera más que un criado. Quedamos en que por la noche, yo mandaría preparar un coche de caballos que vendría a buscarla al amanecer a la hospedería, antes de que él se despertase; que escaparíamos en secreto y que iríamos derechos a París donde nos casaríamos al llegar. Yo tenía aproximadamente cincuenta escudos, fruto de mis ahorros; ella disponía del doble. Como críos inexpertos, imaginábamos que el dinero no se acabaría nunca, así como tampoco dudábamos del éxito del resto de nuestros planes.
Tras haber cenado con un placer que nunca antes había sentido, me retiré para ejecutar nuestro propósito. Me resultó tanto más fácil cuanto que, al tener que volver al día siguiente a casa de mi padre, mi equipaje ya estaba preparado. No tuve ninguna dificultad en mandar que recogieran mi baúl y que tuvieran preparado un coche a las cinco de la mañana, momento en el que las puertas de la ciudad ya debían estar abiertas. Pero encontré un obstáculo con el que no contaba y que por poco da al traste con mis planes.
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El flechazo entre los jóvenes surge de inmediato.
Tiberge, aunque sólo tres años mayor que yo, era un joven maduro y de conducta intachable. Me profesaba un afecto extraordinario. La vista de una joven tan hermosa como la señorita Manon, mi disposición a acompañarla y el cuidado que había puesto en deshacerme de él y en alejarlo, le hicieron albergar sospechas de mi amor. No se había atrevido a volver al albergue donde me había dejado por miedo a enfadarme con su regreso, pero había ido a esperarme a mi alojamiento, donde le encontré al llegar, aunque eran las nueve de la noche. Su presencia me entristeció. Enseguida se dio cuenta de que me estaba estorbando. Estoy seguro, me dijo abiertamente, que estáis proyectando algo y pretendéis ocultármelo; se os nota a la legua. Le respondí con brusquedad que no estaba obligado a rendirle cuentas de ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Contraportada
  4. Legal
  5. Introducción
  6. Cronología
  7. Historia del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut
  8. Nota del autor
  9. Primera parte
  10. Segunda parte
  11. Publicidad